El año que comienza van a cumplirse diez desde el momento en que todo comenzó a cambiar, o al menos que las consecuencias concretas de ese cambio se empezaron a ver sobre la superficie. En junio de 2016 una mayoría del 51 por ciento de los británicos votaba en un referéndum la salida de la Unión Europea, desafiando no solamente a todos los pronósticos sino, sobre todo, a un establishment alineado en sentido contrario. Cinco meses más tarde, en noviembre, en Estados Unidos, Donald Trump volvía a sorprender con un inesperado triunfo sobre Hillary Clinton. Ahora sabemos a ciencia cierta que no fueron solamente los consultores y las encuestas los que fallaron: había un sistema entero haciendo cortocircuito. Una década más tarde ya casi nada queda de ese mundo.
Si el primer triunfo de Trump marcó un hito iniciático en esta historia, su segunda presidencia, que comenzó en enero de 2025, hace once meses, fue el momento de la profundización. Ya completamente volcado hacia una alianza con la lumpenoligarquía de Silicon Valley y su credo aceleracionista, que propone una huida hacia el futuro del capitalismo, el presidente de Estados Unidos aceleró. La democracia neoliberal ya no sirve para disfrazar la espiral de concentración de riqueza y poder que desequilibró, durante medio siglo, la relación entre trabajo y capital. La máscara de la meritocracia se cae a pedazos en la medida que las condiciones de vida de la mayoría se vuelve cada vez más indigna. No sabemos a dónde nos dirigimos pero está claro que por delante hay otra cosa.
Desde Washington esa amenaza irradia a todo occidente, ya sea con sangre, como en Venezuela, o con un nuevo tipo de interferencia electoral que este año tuvo éxitos notables en Argentina y en Honduras (fracasó en Ecuador) y en 2026 espera poner en práctica en Brasil y Colombia. En ese contexto, el gobierno de Javier Milei, dispuesto como ningún otro a asumir sin chistar el rol de un protectorado, se constituyó en un laboratorio de prácticas antidemocráticas que, a diferencia de otras épocas, no pasan por anular el acto electoral sino por vaciarlo de poder. Bajo este nuevo régimen, el resultado de las urnas decide cada vez menos cosas. Cuando gana el candidato adecuado, el triunfo es un cheque en blanco. Cuando gana el otro se choca demasiado pronto con los límites que impone el poder.
El último número de la Revista Crisis le dedica un extenso dossier a “mirar de frente la posdemocracia”. El uso de la palabra “posdemocracia” no implica allí ni en esta nota el intento de etiquetar nada sino más bien el reconocimiento amplio de que estamos en, o nos dirigimos a toda velocidad hacia, una forma diferente de gestión del poder estatal que viene a reemplazar a la democracia de las últimas décadas. El colectivo editorial da el puntapié con “cinco hipótesis” en torno a esa novedad y a la forma de pararnos frente a ella, que comienza por reconocer la urgencia de dar la discusión en público. Muchos de los puntos que mencionan o plantean en la revista hacen eco con los temas que vengo desarrollando en el podcast Estado de Malestar, que también fue pensado como una invitación a discutir este proceso.
“No se trata tanto de encontrar la posta que nos indique cómo proceder, sino de asumir los efectos de una verdad que resulta tan obvia como difícil de encarnar. Lo sabemos, pero no logramos actuar en consecuencia”, escriben los Crisis. “Estamos ante un presente político cuya principal característica, o una de las más relevantes, es la puesta en cuestión de la democracia como horizonte de época. Esta simple mutación reorganiza el tablero de juego y nos obliga a modificar nuestro repertorio de acción y de análisis. Sin embargo, seguimos operando e interpretando la realidad como si estuvieran vigentes las reglas del esquema anterior. Por eso perdemos como en la guerra”. Voy a tratar de hacer algunos aportes más para ir construyendo, de forma coral, la única posible, un manual de instrucciones para esta época.
Las “cinco hipótesis” dan en el blanco cuando señala que el deterioro democrático va más allá de “la falta de respeto frente a ciertas formalidades republicanas y la deshonra de los buenos modales cívicos” sino que “estamos ante la instalación de una dinámica bélica como trasfondo de la convivencia”. Así, “lo que el nuevo gobierno de La Libertad Avanza viene a cuestionar es el fundamento mismo del pacto democrático: la existencia de un soberano, el pueblo, que cedió el ejercicio de su poder a las instituciones representativas a cambio del reconocimiento de sus derechos”. En cambio, advierten, “está desplegándose un modo de gobernabilidad que vuelve a poner en el centro la amenaza de aniquilación”. El alineamiento acrítico con Trump y Benjamin Netanyahu es un sonoro recordatorio.
La forma en la que la Casa Blanca interfirió desembozadamente en los comicios de medio término marca un nuevo mojón en este sendero de deterioro. “El germen antidemocrático ha sido inoculado y no cesará de expandirse, hasta que una fuerza contraria lo combata. La forma que adopta este hurto de la soberanía popular no es tanto la mutación de los consensos establecidos, eso sería lo propio de la alternancia. El problema es lo opuesto: el encogimiento del espacio de la decisión. Dicho de otro modo, la cristalización de estructuras o dinámicas que se sustraen a la determinación colectiva. La ampliación de lo que no se puede”, señala el texto de Crisis. Es, diría el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, un “caso de manual para la muerte lenta de la democracia”.
“Las democracias no sólo sufren muertes rápidas, como un terremoto. También pueden sufrir una muerte lenta, como una casa carcomida por las termitas”, advertía O’Donnell hace un cuarto de siglo. “Es un proceso largo en el que se produce una creciente corrosión, frente a la que nadie hace nada porque no hay episodios muy espectaculares. Pero en tres o diez años uno se despierta y se da cuenta de que esa democracia se acabó”. La causa es “una distancia creciente de los actores políticos respecto de la ciudadanía, que responde con cinismo, alienación y enojo, porque siente que lo que pasa en la política nada tiene que ver con sus anhelos y sus pesares. Y por parte de la clase política un juego de perros que se muerden la cola, con cada vez mayor incapacidad para mirar a la sociedad y atenderla”.
Esa comprensión casi profética del politólogo argentino permeó en la academia. Los autores más prestigiosos o populares que intentaron explicar el proceso de los últimos años retomaron todos esa idea. Los norteamericanos Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, autores de “Cómo mueren las democracias”, sostienen que “el desmantelamiento se inicia de manera paulatina” y “para muchos ciudadanos puede resultar imperceptible” porque “al fin y al cabo se siguen celebrando elecciones, los políticos de la oposición continúan ocupando escaños en el Congreso y la prensa independiente sigue publicándose”. Sin embargo, “la erosión de la democracia tiene lugar poco a poco, a menudo a pasitos diminutos” que “por separado se antojan insignificantes” y “suelen estar dotados de una pátina de legalidad”.
El polaco Adam Pzeworski habla de “un sistema democrático que se desliza por una pendiente contínua, de modo que no solo no se cuenta con marcadores discretos, sino que además es posible disentir, con razón, respecto de si un régimen particular sigue siendo democrático o si pasó el punto de no retorno” porque “la línea que divide las democracias de las no democracias no siempre es clara”. Mientras que el italiano Carlo Galli habla directamente de “un proceso de desdemocratización” como “debilitamiento general de la forma política, que deja entrever, detrás de la permanencia de los procedimientos y de las instituciones de la democracia, la realidad de nuevas oligarquías en que el poder real lo detentan grupos económicos de enormes dimensiones”.
La coincidencia es amplia y refuerza una idea: durante muchos años, la influencia cada vez más grande de las corporaciones económicas en los asuntos políticos fue erosionando las condiciones que permiten el funcionamiento de la democracia. Esto sucede en simultáneo con el proceso de concentración de capital más grande de la historia. Este año, el patrimonio de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, alcanzó los 750 mil millones de dólares, más que triplicando su fortuna durante el 2025,y triplicando, también, la fortuna de la segunda persona de esa lista, el fundador de Google Larry Page. La concentración del capital nunca fue tan alta como ahora, ni siquiera en los años previos a la Primera Guerra Mundial o a la caída del Imperio Romano. Y la tendencia sólo se vuelve más empinada.
Por supuesto que esta disparidad es absolutamente incompatible con la democracia, que tiene como premisa cierto nivel de igualdad entre todas las personas, o al menos que tal cosa es deseable. Alguien con semejante cantidad de dinero (y de poder de vigilancia, control y manipulación, por ser dueño, también, de los algoritmos que utilizamos en forma cotidiana y de los datos que de ese uso se desprenden) no tiene ningún incentivo para ser parte de un contrato social o dejarse someter por la voluntad de las mayorías, que además, tarde o temprano, se propondrán ir a buscar en las cuentas de los supermillonarios los recursos que hoy faltan en el sistema para que un Estado democrático pueda garantizar una vida digna a sus habitantes. Porque no hay otro lugar donde ir a buscarlos.
Eso explica el entusiasmo de Musk y la lumpenoligarquía digital por los experimentos como el de Milei, en Argentina, y otras propuestas del fascismo neoliberal alrededor del mundo. Esta semana el vicepresidente norteamericano y delegado de Silicon Valley en Washington, JD Vance, dijo en una entrevista que Estados Unidos deberá “tener ciertas conversaciones sobre moral” con Europa porque “si se permiten ser abrumados por ideas morales muy destructivas, entonces se permitirá que sus armas nucleares caigan en manos de gente que puede causar mucho daño a los Estados Unidos”. Traducción: no deporten a los inmigrantes o no les den poder de voto. Está claro que en la disyuntiva entre la democracia y sus intereses de casta, los dueños del mundo se salvan a sí mismos.
Es importante, a esta altura, remarcar algo que debería ser evidente a primera vista pero no lo es: el fascismo neoliberal, a pesar de que en muchos casos se construye sobre retóricas nacionalistas y antiliberales, no es la reacción al globalismo sino la continuación del neoliberalismo globalista por otros métodos y con otros ropajes. Los ganadores y los perdedores con Trump, Musk y Milei son los mismos ganadores y perdedores que había con Barack Obama, Bill Gates y Mauricio Macri. Lo que se vuelve cada vez más duro es el aparato de vigilancia, control y manipulación, a medida de que avanza la capacidad tecnológica pero sobre todo a medida que se cae la máscara de la meritocracia, donde la desigualdad pornográfica se disfraza de un supuesto éxito basado meramente en las virtudes y el esfuerzo personal.
La combinación de los mecanismos de disciplinamiento del neoliberalismo (desempleo, bajos salarios, austeridad, retracción de lo público, etc.) con los del fascismo (genocidios, deportaciones masivas, persecución política, listas negras, escraches, etc.) acelera la pérdida de soberanía, pero el catalizador más importante es otra clase de sujeción, que finge ser voluntaria pero esconde el verdadero desequilibrio de poder de esta época: para trabajar, para socializar, para transportarte, para hacer compras, para operar tus cuentas bancarias, para todo debemos someternos a las plataformas de estos supermillonarios, cuyas reglas escapan a cualquier control. Literalmente se reemplazó el pacto social con una pestaña de términos y condiciones a la que le damos “ACEPTAR” sin haber leído.
El artículo de Crisis culmina con un necesario llamado a la acción: “Ni Milei es la dictadura, ni las formas de lucha que vienen serán parecidas a las que fueron. Pero en la memoria colectiva han sido inscritas (muchas veces con sangre) algunas verdades políticas que hoy recobran inusitado valor, y que no deberíamos sacrificar nunca más en pos de ganar a toda costa”. A eso agrego algo más: la dinámica de esta época condena al fracaso la resistencia de trincheras, la de no perder “lo que tenemos”, no porque no hayan cosas por perder (todavía hay muchísimas) sino porque parte de una primera persona del plural que hoy no se reconoce como tal en esa defensa. Y eso vuelve a esta situación tan precaria como inestable.
Es decir: si no se construyen nuevos cimientos para una democracia más sólida, más justa, más eficaz, con más autoridad ante el capital, con más legitimidad popular, y por lo tanto necesariamente más inclusiva, una democracia, al fin y al cabo, más democrática, lo que nos queda se vendrá irremediablemente abajo. En la entrevista que cité al comienzo de esta columna, O’Donnell hacía una advertencia: “Nuestra clase política se está portando como un caso de manual para la muerte lenta. Advierto una suerte de conformismo, tanto en quienes están satisfechos con esta democracia truncada como en sus críticos, como si dieran por sentado que al menos seguiremos teniendo esta pobre democracia. Esta es una estupidez digna de María Antonieta, e ignora que no hay punto de equilibrio para esto que tenemos”.
