Para muchos botánicos, la Rafflesia hasseltii es algo así como un mito viviente: una flor gigantesca, esquiva y extraña que rara vez se deja ver. Durante más de una década, un grupo internacional de investigadores siguió pistas, rumores y fotografías borrosas por la selva de Sumatra con la esperanza de presenciar su apertura. La odisea terminó recién este año, después de trece temporadas marcadas por caminatas interminables, clima impredecible y la presencia de animales tan imponentes como tigres y rinocerontes.
La Rafflesia no se parece a ninguna otra flor del planeta. No tiene hojas, ni tallo, ni raíces propias: crece como un parásito sobre otras plantas y puede alcanzar dimensiones sorprendentes, más de un metro de diámetro. Pero lo que más desconcierta a quienes la ven por primera vez es su olor: un aroma penetrante, idéntico al de la carne en descomposición. Ese perfume, que a los humanos puede resultar insoportable, es en realidad el imán que atrae a las moscas que la polinizan.
Durante años, todo lo que tenían los científicos eran indicios aislados de su presencia: brotes que nunca abrían, estructuras marchitas ya demasiado tarde para estudiar, o señales que se perdían entre la vegetación. Hasta que una simple foto tomada por un guardaparques cambió todo. Lo que parecía una protuberancia insignificante resultó ser el inicio de una floración inminente, y un equipo de expertos indonesios y europeos emprendió una carrera contrarreloj para llegar a tiempo.
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Cómo fue la travesía para ver esta flor frente a frente
La travesía final fue tan exigente como el propio bosque. Sin caminos marcados, sin señal de teléfono y con una humedad que volvía cada paso un desafío, los investigadores caminaron más de veinte horas para alcanzar el lugar. Cuando llegaron, la Rafflesia aún estaba cerrada, como si se tomara su tiempo antes de revelar su interior rojizo y moteado. El grupo decidió esperar allí mismo, en silencio.
Durante la noche, bajo una luna tenue que atravesaba las copas de los árboles, la flor comenzó a abrirse lentamente. No hubo sonidos ni movimientos dramáticos: solo un despliegue gradual, casi ceremonioso, que dejó a todos inmóviles. Lo que habían perseguido durante trece años estaba ocurriendo frente a ellos, y duraría apenas unos días.
Para los científicos, ese momento no fue solo un dato para registrar. Fue la confirmación de por qué dedican su vida a estudiar ecosistemas que desaparecen a la misma velocidad que estas floraciones.
