Hulk Hogan falleció por problemas cardíacos a los 71 años. Medios chimenteros de los Estados Unidos reportaban hace semanas sobre el delicado estado de salud del ex campeón de la WWE, y fue TMZ el que confirmó que la llama de uno de los máximos íconos del pancracio se extinguió. Foristas anónimos de Internet celebraron con jolgorio la muerte de Hogan y varios de sus ex colegas decidieron emitir corteses pero fríos comunicados de prensa. Pocos tuvieron buenas palabras para despedir al que llevó a la lucha libre a niveles nunca antes vistos. ¿Merecía un último ritual de humillación? Es más complejo, lo cierto es que ya era objeto de mofa por ser una caricatura a merced de la ultraderecha trumpista y por su historial de racismo recalcitrante. Aun así, en casos similares la muerte ha santificado, pero a Hogan nunca le llegó el sacramento. Una singularidad en la cultura popular, probablemente nadie será igual.
Nacido como Terrence Bollea en Georgia, Estados Unidos, el 11 de agosto de 1953, Hogan ya tenía las cualidades físicas soñadas por cualquier promotor de lucha libre. Midiendo dos metros y con más de 100 kilos de peso, Hogan intentó perseguir una carrera como atleta colegiado de la Universidad de South Florida, pero no tuvo éxito. En 1976, en un gimnasio de Tampa, los hermanos Jack y Gerald Brisco, que eran una dupla exitosa en el pancracio, se quedaron maravillados con la imponente presencia de Hogan y le pidieron al experimentado Hiro Matsuda que lo entrenara. Así lo quiso la historia y en 1977 el luchador realizó su debut. Fue el puntapié inicial que años más tarde cambiaría para siempre el deporte.
Es común pensar que la popularidad de Hogan empezó a mediados de los 80, pero lo cierto es que ya a fines de los años 70 era toda una atracción. Sin embargo, su icónico nombre llegó recién en 1979 de la mano del promotor Jerry Jarrett, que vio que Hogan era más corpulento que el actor Lou Ferrigno, quien se hizo conocido por encarnar al superhéroe Hulk.
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La popularidad de Hogan era cada vez más notoria en los territorios de Estados Unidos (antes, el país estaba partido en provincias ficticias en donde cada promotor tenía su empresa con sus propios luchadores) y a principios de la década de los 80 posó su mirada sobre él Vince J. McMahon, que en ese entonces era dueño de la WWF. Fue McMahon padre el que le dio el apellido Hogan, y a pesar de haber visto potencial en el luchador, decidió despedirlo luego de que en 1981 este último aceptara un rol secundario en Rocky III, donde encarnó a “Thunderlips”, un peleador que le haría la vida imposible a Sylvester Stallone.
Rocky III fue un éxito masivo y Hogan ya gozaba de reconocimiento a nivel nacional. Si bien había sido despedido por McMahon padre, fue McMahon hijo el que decidió reincorporar a Hogan a las filas de WWF. El flamante dueño de la promotora luchística, que originalmente poseía el territorio de Nueva York, buscaba expandirse a través de la televisión y veía en Hogan al paladín que catapultaría a la empresa al siguiente nivel. Así sucedió.
Con el éxito masivo de WrestleMania en 1984, en el que Hogan hizo equipo con Mr. T para luchar contra Roddy Piper y Paul Orndorff, el éxito de WWF quedó cimentado y el imperio de McMahon hijo dio rienda suelta a su gloria. Hogan estaba en absolutamente todo y era increíblemente popular entre los niños, ¿pero puertas adentro? La historia era muy distinta.
La lucha libre es un deporte cuyo resultado está predeterminado, pero para que las decisiones se tomen tiene que haber un poco de política. Hogan era un gran político. Como era el atleta más popular de Estados Unidos, era muy sencillo para él negarse a perder ante luchadores y armarle pataletas a McMahon hijo para que le diera lo que quisiera. Probablemente lo más antipático que hizo en los 80 fue boicotear el intento de algunos luchadores de sindicalizarse. El que buscaba agremiar a los trabajadores era Jesse Ventura, quien más tarde se convertiría en gobernador de Minnesota. Así de buen rosquero (con la patronal) era Hogan.
Mientras en el ring era el ídolo de los niños, el que les insistía en tomar sus vitaminas y comer sus verduras, Hogan tras bambalinas era un auténtico ortiba. No se pueden enumerar todas las artimañas que ejerció contra sus colegas porque ameritaría escribir un libro. Sin embargo, una que sufrió en carne propia The Undertaker encapsuló bastante bien la doctrina Hogan.
En 1991, ya en el crepúsculo de la Hulkamania, Hogan tenía que perder el campeonato mundial contra Undertaker. Antes de la lucha, el veterano le manifestó una y otra vez a su oponente su preocupación por recibir el martinete, una maniobra que implica impactar con la cabeza en la lona. Undertaker le aseguró una y otra vez que no iba a suceder nada y, en la lucha, cuando el retador aplicó la maniobra escuchó que Hogan susurró “hermano, me la hiciste”.
Asustado, Undertaker pensó que había lesionado a la estrella de WWF. Había reservado una mesa en un restorán para celebrar con su familia y el shock de lo sucedido hizo que se perdiera. Hogan le recriminó a McMahon que Undertaker era poco cuidadoso, y por eso no podía ser campeón. Pero resulta que los médicos de WWF habían visto una y otra vez las cintas de la lucha, y lo que encontraron los asombró: la cabeza de Hogan nunca impactó la lona. Undertaker nunca lo había lastimado.
En 1994, los niños que crecieron idolatrando a Hogan eran adultos jóvenes. La Hulkamania ya no era tan atractiva y buscaban consumir a otros luchadores, como los que tenía Ted Turner, archirrival de Vince McMahon, en la empresa WCW. Con un pase lucrativo que fue el equivalente al de Neymar al PSG, Hogan dio el salto a la máxima competencia y, una vez más, plantó las bases de lo que más tarde sería el segundo boom de la lucha libre.
¿Qué recurso narrativo posee la lucha que la hace tan única? El filósofo Roland Barthes en el libro Mitologías lo encapsuló muy bien: se trata del combate del bien contra el mal. Hogan en WWF fue el héroe más grande de todos, ¿y qué se hace en la lucha cuando un héroe ya no llama la atención? Se convierte en villano.
Basura volaba hacia el ring y los insultos ensordecían a la audiencia que lo miraba por TV. Los fanáticos del Ocean Center de Florida se habían convertido en una turba iracunda porque su héroe, Hulk Hogan, había decidido traicionar a su mejor amigo, Macho Man Randy Savage, y unirse a los muy odiados Scott Hall y Kevin Nash, otros ex WWF que habían dado el salto.
El trío fue bautizado como New World Order, y su popularidad no conoció límites. Una vez más, Hogan era amo y señor de la lucha libre, y con él venía su forma ventajera de hacer política. A diferencia de Vince McMahon, Ted Turner y su promotor estrella, Eric Bischoff, no sabían cómo domar a los animales salvajes que pueden ser a veces los luchadores. NWO tomó las riendas creativas de WCW y eventualmente perdieron la batalla con WWF.
Hogan volvió a la rebautizada WWE y los niños que lo amaron, más tarde convertidos en adolescentes que lo odiaban, ahora eran adultos que estaban enamorados de un símbolo de la nostalgia. Era una leyenda viva que todavía podía despertar las pasiones más profundas de los aficionados.
Eventualmente, Hogan terminó su carrera en WWE en 2006 y siguió seis años más en la compañía TNA, cuyo paso merece otra nota. Hasta ahí, se podría decir que Hogan era una figura muy querida por los aficionados y bastante odiada por sus colegas. Pero fue en 2015 cuando su imagen pública se vino a pique. En ese año apareció un video de Hogan manifestando su descontento con la vida amorosa de su hija, y mientras lo hacía realizó un fuerte descargo con múltiples insultos racistas. Fue tan grave que WWE lo despidió de su contrato de leyenda.
Hogan peregrinó tres años hasta que WWE lo volvió a incorporar. Se hartó de pedir disculpas que, para muchos luchadores afroamericanos, no eran honestas. Incluso el mismo Hogan llegó a decir que aquellos que no lo perdonaban “no entendían la hermandad que representaba WWE”.
La poca imagen pública reputable que le quedaba se vino a pique el año pasado cuando Hogan decidió convertirse en el ariete pop de Donald Trump. Sin saberlo, fue el clavo final en el ataud de su carrera. La relación con los fanáticos estaba tan rota que su última aparición pública en enero fue con miles de aficionados abucheándolo por varios minutos, que para Hogan se sintieron como horas. Fue triste.
Hay pocos luchadores más populares que Hulk Hogan. La única comparación que le cabe es con El Santo, que no hace falta explicar quién es. Hogan deja un legado invaluable para la lucha libre, risible para la política y penoso en lo humano. Quizás en algunos años el enojo afloje con él y reciba el sacramento del perdón.