Ganamos el Mundial de las hinchadas (la eterna euforia previa, la ilusión que jamás se pierde). Y quedamos también entre los primeros en el Mundial de las tarjetas (no saber perder). Es el pobre registro que deja el paso fugaz de River y de Boca en el Mundial de Clubes, eliminados ambos en primera rueda, contraste fuerte respecto de Brasil, que clasificó en cambio a sus cuatro representantes. El boom sudamericano en la primera fase del Mundial, la supuesta cercanía contra la poderosa Europa, no era entonces un fenómeno regional, de la Conmebol, sino nacional. Solo de Brasil, no por nada campeón de las últimas seis Libertadores, y en cuatro de ellas en finales hegemónicas, contra un rival de su propio país.
Ya casi no quedaban hinchas de Boca en Miami (donde escribo estas líneas) luego de los dos primeros partidos que jugó el equipo en el Hard Rock Stadium, el muy buen empate inicial 2-2 contra Benfica (que Boca debió haber ganado) y la dura pero justa derrota siguiente 2-1 contra Bayern Munich. Cuando en el tercer partido, ya con menos gente en Nashville, tuvo que sacarse el casco de la pelea y fue obligado a jugar (contra el equipo de aficionados de Nueva Zelanda Auckland City), el pobrísimo 1-1 final confirmó al Boca de las canchas argentinas, el que ni siquiera pudo ganarle en la Bombonera a Alianza Lima, la noche que se quedó afuera del cuadro final de la Libertadores. Boca creyó iniciar una nueva etapa en Estados Unidos, pero otra vez el papelón final lo dejó expuesto. Y no solo por la falta de juego, sino también por la ausencia de sus líderes cuando el equipo más los necesita. Insólito pensar que, tras “el gran último mercado de pases”, Boca, abrazado al retorno de Miguel Russo, piense estas horas en una nueva y necesaria renovación.
Hasta antes del papelón contra Auckland, y aún sabiendo que la clasificación era difícil, Boca veía al Mundial como pura ganancia. El aliento ruidoso y permanente de sus hinchas, (“hinchas 24 x 7”, en el shopping, en las escaleras, en los restaurantes, donde fuere) alentó a muchos a querer viajar a Buenos Aires para ver ese espectáculo en la Bombonera, el estadio que Boca sí está obligado a ampliar, pero no a abandonar, porque es acaso su activo principal en medio de un juego tan pobre. Eso sí, más que alentar, la última Bombonera, todos lo sabemos, apuntó contra los dirigentes, harta de resultados pobres. ¿Cuánta paciencia tendrá ahora si el equipo, que amagó reaccionar en el comienzo del Mundial, pero terminó ofreciendo una nueva decepción, abre el semestre con la misma apatía y falta de fútbol y de audacia que en los últimos tiempos? Juan Román Riquelme sabe que el próximo apuntado es él, y no solo por el rendimiento futbolístico.
Los hinchas de River aprovecharon esas horas para la burla eterna a su rival, muchos de ellos acaso concientes de que sería ese único momento, porque al día siguiente el papelón podía ser propio. Es cierto, jamás podría compararse la categoría de Inter, que llegó al Mundial en forma baja, pero es el último vicecampeón de la Champions, con la del equipo neocelandés que le empató a Boca. Pero Inter era el primer rival europeo de River luego del triunfo previsible del debut (3-1 ante el japonés Urawa Reds) y el decepcionante empate siguiente sin goles contra el mexicano Monterrey. Ayer ante Inter, River duró apenas un tiempo. El segundo fue borrado de la cancha. Y con Marcelo Gallardo otra vez desconcertado, lejos de la magia de Napoleón. Y el pibe Franco Mastantuono acaso verde para partir tan rápido a Real Madrid. La derrota 2-0 podría haber sido peor. Y todo se agravó con las dos rojas finales y el desborde ridículo de Marcos Acuña, la confirmación de cómo nos cuesta aceptar la derrota. De que nadie puede ganarnos porque “esto es Boca” o “esto es River”. Pura alharaca.
Al presidente sonrisa de la FIFA, Gianni Infantino, le encantó ese apoyo popular. Le sirvió para mostrarle al mundo que su Mundial no era sólo plástico, como cuestionó ante todo la prensa de la vieja Europa. Que también era pasión. Fútbol en estado puro. Además, la primera fase del Mundial sumó algunos momentos entretenidos, golazos y no mucho más, pero igualmente suficiente para compensar las críticas por estadios semivacíos, el calor extremo y la locura del país organizador, un Estado policial que sale a la caza de migrantes y declara la guerra a Irán en pleno torneo. ¿Será así también en el Mundial de selecciones de 2026? Fue notable la revelación de que hubo una redada de los agentes de Migración (ICE) hasta en la fiesta de la cadena hispana Telemundo en un megayate en Miami Beach, celebrada el 11 de junio pasado porque faltaba un año exacto para el Mundial, pero arruinada por uniformados que exigían papeles en regla. El gobierno, que metió agentes encapuchados en iglesias, escuelas y supermercados, se cuidó de no hacerlo en las canchas del Mundial. Si hubiese sucedido, a Infantino, igual, no se le habría ido la sonrisa. Su Mundial, el torneo en el que Boca y River sucumbieron en primera fase, parece haber llegado para quedarse. Eso sí, si las cosas siguen así, nada garantiza presencia de clubes argentinos en las próximas ediciones. Brasil ofrece un nivel más fuerte no solo por cuestiones económicas, sino también competitivas, como lo refleja su durísimo campeonato de solo veinte equipos, diez menos que en Argentina. Pero nadie, nos jactamos, tiene un folclore como el nuestro. Lástima que no hace goles.