Hay momentos, partidos, finales, el duelo que fuere, que quedan en la historia por su emotividad, por su drama, por su calidad. Pero también están los que, además de todo eso, marcan el cambio de época. Eso sucedió con la final de Roland Garros que el español Carlos Alcaraz, 22 años, número dos del mundo, perdía este domingo dos sets abajo y triple match point en el cuarto ante el número uno, el italiano Jannik Sinner (23 años). Dos tenistas del siglo 21. Y que Alcaraz remontó para ganar por 4-6, 6-7 (4-7), 6-4, 7-6 (7-3) y 7-6 (10-2), en cinco horas y 29 minutos.
No solo fue la final más larga en la historia del Abierto francés (superando las 4h42m de 1982, cuando el sueco Mats Wilander le ganó a Guillermo Vilas en cuatro sets). Sino que fue, tal vez, la mejor en toda la historia del torneo. Y, fue dicho, la que confirma el cambio de era. Porque Alcaraz y Sinner jugaron cinco horas y media a puro palo, con dominio que iba a uno y otro lado. Y con la gente volcada por Alcaraz. Por su tenis más espectacular. Por su extroversión, la cara opuesta de un Sinner que, además de su frialdad (italiano sí, pero en la frontera con Austria), paga todavía acaso por el trato desparejo y generoso con el que las autoridades pactaron con él una sanción leve por un caso de doping que, en un tenista más anónimo, habría sido mucho más dura.
Remontémonos a nuestra final acaso más recordada de Roland Garros. La final de 2004 que Gastón Gaudio ganó a Guillermo Coria en años de Legión argentina, también en remontada espectacular. Porque Coria lo estaba aplastando (6-0, 6-3 en apenas una hora) y pavimentaba su camino al número uno del tenis mundial. Hasta que, en un tercer set más parejo, comenzó a sufrir calambres corriendo un contradrop, los agravó viendo enojado cómo Gaudio jugaba con la gente haciendo la “ola” y terminó perdiendo en el quinto set, pese a que allí tuvo doble match point a favor. Fue, para Coria, el derrumbe de una carrera que terminó apenas a los 27 años de edad.
Fue una final “argenta” en todo sentido, pura emotividad, pero también a ritmo de tango lento, con dos jugadores que, sobre el final, no tenían piernas, jugaban a lo que podían. Todo lo contrario de lo que vimos ayer. Pasaron veinte años y el tenis es hoy otro deporte. Si el juego de hoy aburre a veces porque parece ser solo potencia y velocidad, ayer, además, hubo control. Control enorme. Tiros a los flejes, riesgo permanente. La multitud no podía creer lo que veíamos. Si hubo calambres (como sucedió en la semifinal que ellos mismos habían jugado un año antes en Roland Garros) esta vez los disimularon. No hubo traición mental. Siguieron dejando el alma en cada peloteo. “Nunca vi algo así en toda mi vida”, decía en la trasmisión José Luis Clerc. La tele mostraba cada tanto la cara del ex campeón estadounidense Andre Agassi azorado en la tribuna, como todos.
Y fue también un cambio de era (aunque pueda ser prematuro decirlo ya) porque Alcaraz ganó “a su manera”, tal como se presentó este año en un documental de Netflix que le generó críticas, porque el español expresó allí sus dudas sobre tener que “ofrendarle” su vida al tenis y no poder vivir como cualquier otro pibe de veinte años. Salir con los amigos, divertirse. Renunciar al mandato, nada menos, de su compatriota Rafael Nadal, campeón catorce veces en Roland Garros, bajo el lema del sacrificio como religión. ¿Se puede ser número uno así? Alcaraz eligió un camino propio. Logró su quinto Grand Slam a la edad de 22 años, un mes y tres días. Exactamente la misma que tenía Nadal cuando ganó Wimbledon en 2008, también su quinto Grand Slam. Cada uno a su manera.