La guerra en Ucrania entró en una fase inesperada esta semana cuando Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad ruso y uno de los halcones más influyentes del Kremlin, advirtió que la utilización de activos rusos congelados por parte de la Unión Europea (UE) para financiar a Kiev constituiría un "casus belli".
El mensaje, que Moscú reiteró por canales diplomáticos, no sólo elevó el tono del conflicto, sino que también abrió la puerta a un riesgo que era improbable: la confrontación directa entre Rusia y la Unión Europea.
La advertencia llegó justo cuando Europa discute un plan para movilizar cerca de 90.000 millones de euros provenientes de los rendimientos de activos financieros rusos inmovilizados en Bruselas. La propuesta, impulsada por Alemania y respaldada por la Comisión Europea, busca apuntalar a Ucrania frente a un 2026 incierto y fiscalmente asfixiante. Pero Moscú respondió con furia. Medvédev tachó la iniciativa de “robo” y afirmó que, si se concreta, generará “consecuencias inevitables”.
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Una Europa a la deriva
El impacto de las declaraciones de Medvédev se amplificó porque coincidieron con otro dato significativo: el reconocimiento, cada vez más explícito entre diplomáticos europeos, de que Ucrania podría verse obligada a aceptar pérdidas territoriales si quiere poner fin a la guerra.
En una reunión reciente entre representantes de Francia, Alemania, Finlandia, Italia, Reino Unido y la delegación ucraniana encabezada por Rustem Umerov, varios funcionarios europeos admitieron -por primera vez de manera abierta- que un acuerdo de paz realista podría incluir concesiones territoriales. El principio político que se mantiene es que “nada se decidirá sin Ucrania”, pero el tono general revela un giro: Europa ya no habla de restaurar fronteras, sino de gestionar costos.
El problema central es que no se trata sólo de un discurso diplomático, sino de un hecho que surge directamente del propio teatro de operaciones. La reciente captura de la ciudad de Pokrovsk por parte de las Fuerzas Armadas rusas, implicó para Ucrania la pérdida de un nodo ferroviario y logístico militar clave. Según señaló el analista mexicano Jesús López Almejo, la OTAN habría destinado alrededor de 11.000 millones de dólares a Pokrovsk como una infraestructura estratégica para sostener la defensa ucraniana en el Donbás, lo que confirma las crecientes derrotas militares ya en un plano estratégico.
Todo esto expone un desgaste profundo. Con el apoyo militar cayendo al nivel más bajo desde 2022, el problema demográfico ucraniano, la fatiga social en ascenso y las divisiones internas dentro de las élites dirigentes europeas sobre el uso de los activos rusos congelados, el continente parece haber perdido cohesión estratégica. Bélgica, que alberga el grueso de los fondos bajo custodia de Euroclear (fundada por el banco de inversión JP Morgan), se niega a permitir su utilización por temor a desestabilizar el sistema financiero internacional. Alemania, por el contrario, considera que es el único camino viable para sostener a Kiev.
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La lectura en Moscú es clara: la UE cruzaría una línea roja si avanza con la confiscación. La portavoz del Ministerio de Exteriores confirmó que Rusia prepara un paquete de represalias “de gran alcance” si Europa adopta la medida.
La amenaza no es menor. Desde hace meses, Rusia combina su ofensiva militar -reforzada tras la caída de Pokrovsk- con una estrategia diplomática orientada a quebrar la voluntad europea y consolidar un acuerdo negociado directamente con Estados Unidos. La advertencia sobre los activos congelados encaja en esta lógica: elevar los costos de cualquier apoyo europeo que prolongue el conflicto.
Mientras Europa discute cómo financiar a Ucrania y hasta dónde acompañar su resistencia, Washington y Moscú avanzan en conversaciones bilaterales que podrían definir el futuro del conflicto sin participación plena de Bruselas.
La Casa Blanca, bajo la administración Trump, ya introdujo un giro radical: sustituyó la asistencia militar directa por un esquema de ventas financiadas por Europa, recortó la inteligencia compartida con Kiev y reabrió canales de diálogo con el Kremlin. Ese vacío fue aprovechado por Rusia para recuperar la iniciativa tanto militar como diplomática.
En ese contexto, la amenaza de Medvédev opera como un recordatorio de que las decisiones económicas pueden derivar en consecuencias estratégicas. Y en la correlación de fuerzas actual, Moscú intenta, ya de manera definitiva, traducir en el plano político una victoria obtenida en el campo militar.
¿Hacia dónde va la guerra?
El conflicto ingresa así en un punto de inflexión. La combinación de tres factores -la fuerte advertencia rusa, la discusión europea sobre los activos congelados y el incipiente reconocimiento de que Kiev podría verse obligada a ceder territorio- redefine de manera sustantiva el debate sobre la paz.
La pregunta ya no es sólo cómo terminará la guerra, sino cómo se escribirán sus resultados. ¿Podrá Europa sostener una postura unificada frente a la presión rusa? ¿Aceptará Ucrania sacrificar territorio para evitar, en términos geopolíticos, una posible “disolución nacional”? ¿Utilizará la Unión Europea los activos rusos inmovilizados pese a la amenaza explícita de Moscú? ¿Desplazarán definitivamente EE.UU. y Rusia a la Unión Europea de las rondas de negociación?
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Todas las respuestas parecen confluir en un mismo diagnóstico: a la luz de lo que impone el teatro de operaciones, el frente diplomático europeo ha perdido prácticamente todo margen de maniobra.
Las declaraciones de Medvédev funcionan como un verdadero parteaguas. Marcan el momento en que la guerra en Ucrania deja de ser un conflicto relativamente acotado y se transforma en un problema geopolítico de carácter existencial para la Unión Europea. Debilitado y fragmentado, el Viejo Continente enfrenta un dilema histórico: financiar a Ucrania bajo el riesgo de una escalada inédita o aceptar un acuerdo de paz que lo relega a un papel geopolítico de segundo orden.
En cualquiera de los escenarios, la advertencia rusa vuelve a poner en evidencia que, en ésta guerra, las líneas rojas ya no se trazan únicamente en el frente de batalla -cada vez más definido- sino también en las cuentas congeladas del sistema financiero transnacional.
