El cometa interestelar 3I/ATLAS, descubierto en julio, irrumpió en el Sistema Solar con un hallazgo que dejó boquiabiertos a los astrónomos: mostró signos claros de actividad criovolcánica, algo nunca antes observado en un visitante proveniente de otro sistema estelar. Este fenómeno, característico de cuerpos congelados que se forman en las regiones más remotas y frías de nuestro vecindario cósmico, despertó interrogantes sobre la estructura interna del cometa y los procesos que lo moldearon durante miles de millones de años.
El Telescopio Joan Oró, ubicado en el Observatorio del Montsec y liderando un equipo europeo, fue clave para captar imágenes y mediciones que marcaron un antes y un después en la astronomía. Por primera vez se detectaron chorros de gas y polvo expulsados por volcanes de hielo en un objeto interestelar. Este descubrimiento cambió la forma en que se describen estos visitantes, que hasta ahora se consideraban fósiles inertes sin una dinámica interna compleja. Al acercarse al Sol, el cometa mostró una actividad intensa y estructurada, con chorros visibles desde la Tierra generados por el calentamiento solar.
Los científicos explicaron que el calor provocó la sublimación del dióxido de carbono sólido en su superficie, lo que generó presión en cavidades internas y permitió la circulación de un líquido oxidante hacia zonas ricas en hierro, níquel y sulfuros. Esto desencadenó la expulsión de material que formó los chorros detectados. Josep Trigo-Rodríguez, líder del equipo, destacó la similitud composicional entre 3I/ATLAS y meteoritos primitivos recuperados en la Antártida por la NASA, especialmente condritas carbonáceas que contienen metales y materiales volátiles. Una de esas muestras fue identificada como remanente de un objeto transneptuniano, reforzando la idea de que el cometa se formó en un ambiente frío y lejano a su estrella original.
“Todos quedamos sorprendidos”, señaló Trigo-Rodríguez, y agregó: “Al tratarse de un cometa formado en un sistema planetario remoto, es notable que la mezcla de materiales que forma su superficie se asemeje a la de los objetos transneptunianos, cuerpos formados a gran distancia del Sol, pero pertenecientes a nuestro sistema planetario”. Este hallazgo abre la posibilidad de que la física y química que dan origen a mundos helados sean universales, replicándose en distintos sistemas estelares. Si se confirma con futuros visitantes interestelares, la astronomía comparada entre estrellas tendrá un impulso decisivo.
Otros detalles revelados sobre el histórico cometa
El cometa 3I/ATLAS también llamó la atención por su rareza estadística: solo se habían registrado dos objetos interestelares antes de él. Se estima que su edad supera la del propio Sistema Solar, lo que permite estudiar condiciones químicas primordiales que no se conservan en cuerpos nacidos aquí. Su trayectoria es hiperbólica, con una velocidad inicial superior a 221.000 kilómetros por hora, lo que descartó cualquier origen artificial y confirmó que se trata de un cuerpo natural expulsado de otro sistema por interacciones gravitatorias.
Los científicos calcularon que, con un diámetro aproximado de un kilómetro y una densidad estimada, el cometa tendría una masa superior a 660 millones de toneladas. Esa magnitud es suficiente para conservar calor interno y sostener procesos criovolcánicos. Además, la exposición a rayos cósmicos durante miles de millones de años habría alterado sus capas externas, dificultando reconstruir su evolución exacta. Sin embargo, la actividad interna reciente demuestra que conserva material prístino en su interior, convirtiéndolo en una cápsula del tiempo invaluable para estudiar la química de mundos lejanos.
Trigo-Rodríguez también resaltó la importancia de estos cometas para evaluar posibles riesgos al Sistema Solar, describiéndolos como “objetos extraordinarios” y “cápsulas espaciales que contienen información valiosa sobre la química que ocurre en otro lugar de nuestra galaxia”. El trabajo conjunto del telescopio Joan Oró y otros observatorios catalanes permitió captar imágenes de alta resolución que mostraron la estructura de los chorros y un aumento abrupto del brillo a 378 millones de kilómetros del Sol, señal inequívoca del inicio de la actividad superficial.
