Promediando la tercera década de este siglo, a la luz de ciertos fenómenos curiosos que se detectan en el mundo del trabajo pero también en las sociedades occidentales, en nuestra región subcontinental y en la Argentina, pareciera necesario interpelarnos acerca de la concepción actual y la proyección futura del trabajo humano.
Avances y retrocesos
En el campo de los derechos sociales la humanización de las relaciones de producción y los reconocimientos comunitarios indispensables para propender a niveles aceptables de equidad nunca fueron lineales, ni exentos de confrontaciones que en muchos casos significaron un alto costo -en vidas incluso- para los más vulnerables y las mayorías postergadas.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
A pesar de ello, los avances y retrocesos que coyunturalmente se registraron, sin prescindir de las disparidades que pudieran exhibir los distintos países, fueron sedimentando una base progresiva paulatinamente consolidada y una dosis importante de universalización en el siglo XX, al punto de constituirse en lo que se denominó “derechos de segunda generación” como correlato de los de primera (civiles y políticos) y preludio de los de tercera (a un medio ambiente sano, al desarrollo sostenible, a la paz y a la libre determinación de los pueblos) y de los de cuarta generación (en la relación entre el ser humano y la tecnología: acceso a la información, alfabetización digital y protección de la privacidad en línea).
De tal suerte que más recientemente comenzaron a plantearse los derechos de quinta generación, vinculados a la seguridad digital y a la infraestructura para servicios en línea en el contexto de la sociedad de la información (acceso para servicios en línea y al uso del espectro radioeléctrico, entre otros).
A lo paradojal que supone en esa evolución que se postule hoy en día la eliminación de tutelas socio-económicas y laborales constituyentes de esos derechos de segunda generación, a la par que se erige un negacionismo de la justicia social que reconoce una inescindible vinculación con aquéllos, se une la reivindicación de estructuras de poder y una exacerbación de un individualismo reactivo a todo tipo de solidaridad comunitaria plagada de expresiones antidemocráticas que nos retrotraen a épocas anteriores a la consagración de los derechos civiles y políticos.
Una curiosa perfomance que conlleva a una cada vez más sesgada interpretación de los derechos de tercera, cuarta y quinta generación en que, salteados los dos anteriores, priman las “libertades” de estilo libertarias guiadas exclusivamente por el afán de acaparar y concentrar el uso y goce de las innovaciones tecnológicas e incrementar sin límite alguno el lucro obtenible sin reparar en costos ni consecuencia alguna. Algo de todo eso aparece en las corrientes de pensamiento que catalogan como “tecnofeudalismo” los sistemas que, con premisas semejantes, imperan en la actualidad.
Los factores de la producción
Es bastante común que, con un predominio economicista, se califique al trabajo humano como un “factor” de la producción, equiparándolo a todos los otros factores -materiales e inmateriales- que participan del proceso productivo.
Frecuente también es que se llame “mercado de trabajo” al ámbito en que se desenvuelven las prestaciones laborales, denominación que -curiosamente- adoptan incluso quienes forman parte de un amplio arco de defensores de los derechos de y al trabajo.
Esa clase de caracterizaciones y conceptualizaciones conllevan, mal que les pese a algunos, a colocar a las personas que trabajan y al fruto de su esfuerzo como mercancías y, así, conformando un mercado y prohijando un mercantilismo con la consiguiente cosificación de trabajadoras y trabajadores.
Quizás convenga recordar que desde los albores de la llamada “cuestión social”, hacia fines del siglo XIX y frente a la emergencia de grandes masas de población pauperizadas a extremos inconcebibles (miseria generalizada, subalimentación y desnutrición, explotación laboral infantil, jornadas de 14, 16 o más horas, hacinamiento en la periferia de las ciudades y de las grandes industrias), se acuñó como un dogma que el trabajo ni quienes trabajan son mercancías.
Idea y principio que se plasmó en la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en la Declaración de Filadelfia (1944), aunque ya se desprendía en 1919 de su Preámbulo junto a otras definiciones dirigidas a sostener la insoslayable consideración de la dignidad y dignificación del trabajo, con repulsa a toda deshumanización:
“Considerando que la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social;
Considerando que existen condiciones de trabajo que entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para gran número de seres humanos, que el descontento causado constituye una amenaza para la paz y armonía universales; y considerando que es urgente mejorar dichas condiciones, por ejemplo, en lo concerniente a reglamentación de las horas de trabajo, fijación de la duración máxima de la jornada y de la semana de trabajo, contratación de la mano de obra, lucha contra el desempleo, garantía de un salario vital adecuado, protección del trabajador contra las enfermedades, sean o no profesionales, y contra los accidentes del trabajo, protección de los niños, de los adolescentes y de las mujeres, pensiones de vejez y de invalidez, protección de los intereses de los trabajadores ocupados en el extranjero, reconocimiento del principio de salario igual por un trabajo de igual valor y del principio de libertad sindical, organización de la enseñanza profesional y técnica y otras medidas análogas;
Considerando que si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países:
Las Altas Partes Contratantes, movidas por sentimientos de justicia y de humanidad y por el deseo de asegurar la paz permanente en el mundo, y a los efectos de alcanzar los objetivos expuestos en este preámbulo, convienen en la siguiente Constitución de la Organización Internacional del Trabajo.”
MÁS INFO
Igualar hacia abajo
Ante el incremento de la “informalidad laboral” junto a una creciente tasa de desocupación que, lógicamente, pone en evidencia que se estrecha el universo del empleo formal, se propone la reducción de derechos y tutelas como vía de equiparación y en base a una premisa -falsa y empíricamente incomprobada- que consiste en sostener que la baja en la empleabilidad o las dificultades para incorporar a la formalidad el trabajo marginal es consecuencia de rigideces normativas protectorias, cuya eliminación o drástico morigeramiento llevarían a las empresas a una mayor contratación y a la ampliación de sus dotaciones de personal.
Nada de eso ha resultado en distintas experiencias guiadas por premisas semejantes, muy por el contrario, sólo ha dado por resultado la precarización de las condiciones de trabajo de los que obtienen o conservan un empleo, el aumento de la desocupación y la legalización de diversas variantes de fuga al trabajo con derechos.
La defensa de los derechos existentes, que significan conquistas que han llevado enormes esfuerzos y mucho tiempo de luchas gremiales, es un imperativo al que en primer lugar deben responder los sindicatos, sin resignar legítimas aspiraciones de ampliarlos pero conscientes de que ello sólo será factible resistiendo las propuestas de reformas regresivas y sosteniendo los pisos alcanzados.
Un fenómeno emblemático es el de la jornada de trabajo, cuya limitación a 8 horas diaria o 48 semanales -en principio sólo para la industria- se estableció en el Convenio N°1 de la OIT allá por 1919 y, luego, se extendió a todas las actividades económicas. Como contracara de ese relevante precedente, hoy se propone en Argentina ampliar la jornada a 12 horas e implementar mecanismos (como el “banco de horas”) que permitan una total discrecionalidad patronal para su distribución en los 7 días de la semana.
No es ocioso recordar que aquella primigenia limitación, fruto de décadas de luchas obreras, se fundaba en repartir el día en 8 horas para el trabajo, 8 horas para el ocio (o sea, la utilización de ese tiempo para dedicarlo a los intereses personales y familiares) y 8 horas para el descanso. Una fórmula elemental para organizar con libertad la propia vida de las personas que trabajaban para otros, que con medidas como las antes referidas se trastocarían por completo esos paradigmas.
Transcurridos más de 100 años de plasmados internacionalmente esos límites y más de 90 años de la ley (N°11.544 del 12 de septiembre de 1929) que en nuestro país consagró de análoga manera la jornada máxima legal, es absurdo que se sostenga como “modernizadora” una reforma que contiene, en esta materia como en otras, regresiones tan brutales y deshumanizantes.
Estigmatizaciones y espejismos manipulados
Las Corporaciones y Asociaciones patronales de las diferentes ramas de la economía, guardan vergonzoso silencio ante la desindustrialización y la deconstrucción del aparato productivo nacional llevadas a cabo por el Gobierno de Milei, al que únicamente reclaman bajas en los impuestos y una reforma laboral depredadora de derechos básicos individuales acompañada de una marcada restricción de la libertad sindical en sus distintas expresiones (agremiación, concertación colectiva y huelga).
Se quejan por los “costos laborales” a pesar de la caída constante del salario, que lejos está de haber recuperado lo perdido en los últimos diez años y ni siquiera logran recomponer las mermas de su poder adquisitivo frente a la inflación real de la canasta básica de consumos; y se victimizan por la llamada “industria del juicio”, inexistente estando al nivel de incumplimientos patronales que dan cuenta de que el total actual de reclamos judiciales no llegan a representar el dos por ciento (2%) de las personas afectadas por aquéllos y en condiciones legales de llevar sus demandas a la Justicia.
Insiste sin embargo el empresariado en apelar a las nuevas tecnologías y a la inteligencia artificial (IA) como presupuestos insoslayables de esa curiosa modernización de las regulaciones laborales que propicia, omitiendo toda otra consideración que exceda a sus intereses sectoriales en cuanto a la organización del trabajo y a los beneficios económicos consiguientes.
La IA está en marcha con una velocidad vertiginosa, potenciando la robotización de procesos productivos y una incidencia evidente en materia de productividad, todo lo cual impactará en el nivel de ocupación y en la reformulación de roles laborales en todos los ámbitos.
La cuestión es si, como en el caso de los límites a la jornada, será concebida sólo en términos de rentabilidad del capital a costa de menor y peor empleo o si, esas nuevas herramientas y capacidades tecnológicas, redundarán en favor de una mejor y más segura vida de las personas que trabajan, a la par de las ganancias empresarias.
No se trata de oponerse al progreso, sino que éste sea con justicia social cumpliendo con lo establecido por la Constitución Nacional: “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de empleo, a la formación profesional …” (art. 75 inc. 19).
Tomar conciencia de que la humanización del trabajo, de la Economía y de las relaciones de producción siguen siendo un imperativo, que abarca a lo individual concebido desde lo colectivo y comunitario, es indispensable para darle real sentido a la libertad y entender que sólo se es libre cuando se alcanza la igualdad o se consagran derechos que permitan neutralizar y compensar las desigualdades preexistentes.
