Residentes, resistiendo la continuidad de un destrato estructural

11 de junio, 2025 | 17.12

En Argentina, aunque la obtención del título de grado habilita para ejercer la medicina, formar especialistas con experiencia práctica exige un paso adicional: la residencia. Se trata de un dispositivo de posgrado, rentado y con dedicación exclusiva que busca completar la formación mediante prácticas de complejidad y responsabilidad creciente. Un sistema que tradicionalmente ha reproducido una lógica jerárquica y patriarcal donde el mérito, la exigencia extrema y la disciplina se han naturalizado como parte del recorrido hacia la especialización.

Aunque resulta contraintuitivo, el sistema castiga —mediante bajos salarios y sobrecarga laboral— a un dispositivo clave para sostener los servicios de salud. Esta paradoja supone que la residencia operaría como una tecnología de poder que forma sujetos disciplinados y funcionales en un sistema cada vez más fragmentado y desorganizado, atravesado por disputas de financiamiento, descentralización de responsabilidades y una relación en disputa entre lo público y lo privado.
Los orígenes institucionales de las residencias se remontan al año 1944, cuando se promovió una formación médica en contacto directo con pacientes y bajo supervisión permanente, tal como lo ejemplificó en aquel momento, Hospital de Clínicas “José de San Martín” de la UBA. Esta integración entre salud y educación fue, en sus inicios, virtuosa. 

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Sin embargo, entre 1960 y 1979 —años marcados por el autoritarismo político— se consolidó una cultura institucional donde el “trabajo a tiempo completo” se volvió norma, instaurando una lógica de exclusividad que diluyó los límites entre la vida laboral, formativa y personal. En 1967, la Ley 17.132 dejó claro que la residencia, no otorgaba por sí sola la certificación de especialista. Luego, la Ley 22.127 de 1979 —aún vigente y firmada por Jorge Rafael Videla— creó el Sistema Nacional de Residencias de la Salud, institucionalizando un modelo disciplinador. Su Artículo 2º estableció que las residencias se cumplirían mediante becas anuales, con dedicación exclusiva y jornada completa, configurando en la práctica una fuerza laboral sometida a condiciones inhumanas. Este marco normativo, replicado en distintos niveles del sistema de salud, consolidó un trato hacia los residentes que los hizo vulnerables a excesos y ajenos a derechos. Pasajes en la norma como “ejecución de actos de progresiva complejidad bajo su propia responsabilidad” o “acatamiento a indicaciones de personal jerarquizado” terminaron por encarnar en los cuerpos de los residentes, a costa de sangre, sudor y lágrimas.

A principios de 2023 se presentó un proyecto de Ley que definía a los y las residentes como sujetos trabajadores y recuperaba el espíritu formativo con estándares innovadores y necesarios. Sin embargo, parte de una élite interesada en que nada cambie, lo consideró “inviable”.

Paradójicamente, pese a todo lo dicho, debido a grandes esfuerzos de instituciones que resisten y valoran el rol de las residencias brindando tiempo y esfuerzo en la formación de especialistas, el número de profesionales de la salud que opta por hacer una residencia no cae, pero cabe preguntarse: ¿Por cuánto tiempo más? 

Recientemente, el Observatorio Federal de Talento Humano en Salud (OFETHUS) publicó datos que evidencian una caída del 18% en las inscripciones a carreras de medicina en 2023 respecto del año anterior, junto con un inquietante descenso en las graduaciones (14% menos que en 2021). Esta tendencia resulta aún más preocupante al observar el vaciamiento progresivo en especialidades prioritarias del sistema de residencias: mientras que áreas como Diagnóstico por Imágenes, Ortopedia y Traumatología crecieron cerca del 30% en los últimos años, las inscripciones a Pediatría, Clínica Médica y Medicina General y Familiar cayeron alrededor del 40%. En relación con esto, una encuesta realizada por el OFETHUS en 2024 reveló que la principal motivación para inscribirse en Pediatría estuvieron relacionadas con razones éticas y personales, en particular fundadas en el compromiso con la comunidad y el deseo de trabajar con poblaciones vulnerables, como las infancias.

¿Puede la vocación sostener esto? ¿Puede alguien que quiere cuidar, curar, acompañar, hacerlo con un salario de 800.000 pesos y jornadas de 70 horas semanales?. Un cartel en manos de una residente del Garrahan decía: “Amo lo que hago, pero no vivo con lo que cobro”. La vocación no compensa salarios de pobreza. No reemplaza la supervisión. No repara el agotamiento. No paga alquiler. 

Por otra parte, más allá del impacto inmediato que todo lo mencionado tiene sobre las condiciones de vida de cada profesional de la salud, es fundamental no perder de vista sus efectos en el mediano y largo plazo. ¿Qué incentivos existen hoy para quienes están considerando seguir una carrera universitaria en el campo de la salud o elegir una especialidad?

Sin lugar a dudas, esta situación no se reduce al conflicto del personal del Hospital Garrahan. Por el contrario, visibiliza la realidad de muchos residentes de todo el país, basta recordar el último ataque al Hospital Nacional en Red "Licenciada Laura Bonaparte" con el despido de trabajadores/as sumado a la negativa por certificar la especialidad de Salud Mental Comunitaria

Frente a discursos (mediáticos y políticos) que invitan a adaptarse acríticamente a las condiciones estructurales de ajuste y vaciamiento, relegando deseos y sueños personales en el momento de optar por una carrera universitaria o una especialización de posgrado, todavía persisten gestos de resistencia.

Desde 2015, Residentes y Concurrentes se organizaron en una Asamblea que hoy nuclea a más de 4.000 profesionales en formación. A pesar de su alta rotación —con una renovación total cada 4 o 5 años— han sostenido de manera continua una agenda de reclamos que se fueron ampliando en el marco de políticas que amenazan la salud colectiva. Con consignas identitarias como #QuienCuidaALosQueCuidan, #NiHéroesNiHeroínas, #SinRecursosNoHaySalud y #MareaBlanca, lograron visibilizar su lucha, disputar derechos y conquistar un lugar en el sistema sanitario residiendo en la resistencia.

Aunque necesarios, los parches salariales frente a reclamos sectoriales no resuelven la cuestión de fondo. El ajuste salarial sobre los/as residentes del Hospital Garrahan no solo profundiza el maltrato estructural a un cuerpo ya herido, sino que castiga indirectamente a los más vulnerables del sistema: niños, niñas y adolescentes que esperan ser atendidos. Este límite podría configurar una coyuntura crítica, un momento de apertura institucional donde la agencia colectiva habilite una reestructuración del sistema de residencias y altere el rumbo de una trayectoria de dependencia hasta ahora sostenida.

Finalmente, resta preguntarse cuál será el poder de agenda política y mediática por vulnerar a quienes cuidan a los y las niñas de nuestro país, cuánto de ésta narrativa sensibilizará lo suficiente para verse reflejado en el apoyo a las demandas y movilizaciones de trabajadores de la salud en general, y cuánto de esta insensatez perforará la imagen de quienes hoy nos gobiernan.