La postergación en el tratamiento de la reforma laboral envalentonó a la CGT y animó a sus nuevos referentes a un mayor protagonismo en el tablero político. El anuncio del Gobierno de que recién el 10 de febrero dará inicio al debate en el Congreso del proyecto ideado por Federico Sturzenegger para neutralizar al sindicalismo y domesticar a los trabajadores llevó incluso a los dirigentes a pensar que la iniciativa está más cerca de pasar al olvido que de reactivarse. Al menos así lo comentan por lo bajo desde la marcha a la Plaza de Mayo del jueves pasado y la admisión, por parte de la senadora Patricia Bullrich, del cambio de fecha.
Pero el nuevo triunvirato de secretarios generales admite que el mayor impacto sobre la determinación de la gestión libertaria no tuvo que ver con la movilización a la Plaza de Mayo, de una convocatoria más bien modesta para la capacidad que demostró en varias oportunidades la central obrera, sino con la tarea diplomática encarada por sus referentes con gobernadores y bloques parlamentarios. Cristian Jerónimo y Jorge Sola se jactan en privado de ese manejo.
Como había adelantado en exclusiva El Destape, la nueva integración de la CGT se abocó al diálogo con los mandatarios provinciales horas después del Congreso sindical que alumbró el actual triunvirato, el 5 de noviembre pasado. Para la semana siguiente Jerónimo ya había entablado contacto directo con el gobernador de Córdoba, Martín Llaryora. Le siguieron una reunión institucional con Maximiliano Pullaro (Santa Fe), Ignacio Torres (Chubut) y Carlos Sadir (Jujuy) y charlas con el santacruceño Claudio Vidal (un sindicalista del petróleo) y hasta con Osvaldo Jaldo (Tucumán) y Raúl Jalil (Catamarca), dos de los gobernadores más identificados con la Casa Rosada en los últimos meses.
La semana pasada fue decisiva. El miércoles, poco después de la constitución de las comisiones de Presupuesto y de Trabajo y Previsión Social, la CGT arribó al Congreso a las 19 con una módica expectativa tras las conversaciones con gobernadores y legisladores. Bullrich los saludó desafiante: “hoy digan y hagan lo que quieran, no me molesta. Pero esta ley, sale”. Era una frase previsible para una dirigente provocativa e históricamente en colisión con el sindicalismo ya desde la gestión de la Alianza, que integró hace un cuarto de siglo como ministra de Trabajo. Se justificaba por la tensión dentro del Congreso y, más aún, por el clima que precedía a la movilización lanzada para el día siguiente por la central mayoritaria junto con las dos versiones de la CTA y sectores del peronismo.
El jueves los gremialistas ya paladeaban un clima favorable. La marcha a media mañana todavía era de un volumen acotado pero las señales desde el Parlamento eran alentadoras y todos los trascendidos daban cuenta de que el Gobierno había fallado en conseguir el número en la Cámara alta que le permitiera una media sanción cómoda. Por la tarde, incluso luego de una marcha exprés y una participación lejana de las concentraciones masivas que logró la misma CGT en la gestión de Javier Milei y a pesar de que la propia Bullrich había chicaneado en redes sociales a los sindicalistas, el “ala política” del Ejecutivo les adelantó que era inminente el anuncio de la postergación.
Esa semana las charlas bajo el radar la CGT las sostuvo con Santiago Caputo, todavía su principal interlocutor. En menor medida los sindicalistas también hablaron con el ministro del Interior, Diego Santilli, y con los primos Martín y Eduardo “Lule” Menem. De aquellos contactos les quedó la certeza de que la reforma laboral ya no sería la misma que ideó Sturzenegger, incluso si el 10 de febrero La Libertad Avanza cumpliera su cometido de tratarla en el Congreso.
Es que el “ala política” fue la que le dijo a la central obrera que no compartía el ímpetu refundacional que el ministro de Desregulación pretendía darle a la reforma laboral. Caputo confesó que apenas se conformaba con algunos cambios que facilitaran la regularización de trabajadores informales y la incorporación al sistema, si bien no como trabajadores, de los dependientes de las aplicaciones de reparto o de transporte. De hecho, en la confianza de la reserva, culpó a Sturzenegger de un exceso de dogmatismo que extremó las posiciones y distanció a los gobernadores de la Casa Rosada.
En la CGT cundió el entusiasmo pero contenido. No sería la primera vez que un traspié de los “halcones” como Sturzenegger o Luis Caputo encuentra una revancha, como sucedió con los resultados electorales opuestos del 7 de septiembre y el 26 de octubre. Pero al menos asumieron la demora como un trofeo y hasta le hicieron saber al Gobierno que no surtirá efecto la amenaza latente de no girar fondos extra a las obras sociales sindicales.
Es que hace dos meses el ministro de Salud, Mario Lugones, les dijo a los miembros de la “mesa chica” de la central que el Gobierno tenía resuelto girar 60 mil millones de pesos a las prestadoras gremiales para paliar en parte el rojo en sus cuentas. Y si bien llegó a transferir una parte minoritaria, el triunfo del oficialismo el 26 de octubre congeló nuevos desembolsos. Uno de los triunviros minimizó ese freno. Dijo que los sindicatos ya habían dado por perdidos esos giros y que ni siquiera su cumplimiento hubiera puesto freno a las protestas que arrancaron el jueves pasado.
En el proyecto de la reforma laboral, además de la supresión de derechos colectivos e individuales inaceptables para cualquier dirigente, se detrae un punto porcentual de la recaudación de la seguridad social con destino al fondo para despidos FAL. Si ese punto prospera, analizan en la “mesa chica”, es el fin del sistema de obras sociales.
