Del furor por el streaming del Conicet al silencio por su desmantelamiento: cuando la sociedad celebra pero no defiende

La ciencia y el método científico quedaron reducidos a un símbolo, un objeto de consumo afectivo fugaz a raíz del streaming. Cómo se destruye al CONICET mientras la sociedad observa el desmantelamiento en silencio.

13 de diciembre, 2025 | 19.00

Durante 2025, la ciencia argentina vivió un fenómeno inesperado de visibilización y apoyo popular, mucho más valiosa en el contexto actual, gracias al éxito de la expedición Underwater Oases of Mar del Plata Canyon. Sin dudas, el mayor atractivo de la misión del Schmidt Ocean Institute fue el streaming del CONICET en vivo, desde las profundidades del Mar Argentino, que hizo el equipo científico de biólogos que logró explorar la biodiversidad de un ecosistema submarino poco explorado y obtuvo hallazgos inesperados. La transmisión que se sostuvo durante varios días consecutivos fue vista por cientos de miles de personas y se convirtió en el contenido más visto de YouTube Argentina, y generó miles de interacciones, especialmente en X (ex Twitter).

Durante esos días el CONICET se volvió tendencia, marca cultural, identidad nacional y la estrella culona se transformó en motivo de remeras, bolsos, muñecos, souvenirs y banderas en defensa de la Ciencia Argentina. Nadia “Coralina” Cerino, una de las biólogas marina cuyo carisma y expertiz llamaron la atención, se volvió casi un icono pop en las redes por sus explicaciones, y poco a poco la transmisión del submarino se fue convirtiéndo en una épica colectiva. Por una semanas todos sentimos que la sociedad había generado un vínculo emocional fuerte con su sistema científico y aquello podría trasladarse luego a un plan de defensa en rechazo a las políticas del gobierno de Javier Milei.

Pero hoy, frente al efectivo desmantelamiento deliberado del sistema, el congelamiento de becas, la paralización de proyectos y el vaciamiento presupuestario, la reacción social es sorprendentemente baja. No se observa indignación masiva, no hay protesta sostenida, no hay un escándalo equivalente al amor que despertaba aquello que ahora se está destruyendo. La paradoja hace inevitable preguntarse: ¿cómo puede un país enamorarse de su ciencia y, pocos meses después, permitir con indiferencia que la arrasen sin resistencia? ¿acaso este modelo económico social y cultural que obliga a la competencia de todos contra todos, actuando cual empresario de sí, obliga a preocuparse nada más que por la supervivencia en el presente?

En el marco de un proyecto de achique del Estado, esta semana el gobierno nacional dio de baja las convocatorias públicas a proyectos de investigación que integraban el sostén principal del sistema científico argentino. La Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (I+D+i) canceló las líneas PICT 2022, incluso las ya adjudicadas, y clausuró definitivamente la convocatoria correspondiente a 2023. Con esa decisión la Argentina quedará, en 2026, como el único país de América Latina que no invierta en ciencia básica y pública. En su reemplazo, se pondría en marcha el denominado Apoyo a la Investigación Científica (AIC), que es una línea de financiamiento para proyectos circunscritos a tres rubros: salud, agroindustria, energía y minería. De esta manera solo se financia la investigación orientada a los negocios privados y quedan excluidas las investigadoras en ciencias básica y las vinculadas a humanidades y ciencias sociales.

La medida se suma a otras decisiones recientes que afectan al sistema científico y educativo: desde comienzos de 2025, el gobierno dejó sin efecto nuevos ingresos al CONICET, bloqueó concursos aprobados, y paralizó nombramientos. Distintos centros e instituciones académicas, desde la Red de Autoridades de Institutos de Ciencia y Tecnología (RAICYT) hasta la Comisión de Ciencia, Técnica y Arte del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) o la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP), denunciaron que el ajuste implica “un golpe de gravedad inédita” al sistema científico, la interrupción de proyectos consolidados, la destrucción de equipos de investigación y la amenaza concreta a la continuidad de generaciones de científicos. Lo que vivimos es una reestructuración del sistema científico, una decisión política con consecuencias a corto, mediano y largo plazo.

Como respuesta inmediata, la comunidad científica del CONICET advirtió que iniciará un plan de lucha "en defensa del Sistema Científico Nacional" con movilizaciones en distintas ciudades del país, incluyendo Córdoba, Posadas, Rosario y la Capital Federal. El Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) publicó un comunicado donde expresa su profunda preocupación y rechazo frente al desmantelamiento del sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación. Sandra Torlucci, vicepresidenta de la comisión de ciencia, técnica y arte del CIN, catalogó el proceso iniciado como un “cientificidio”.

Sin embargo, frente a la gravedad del asunto, pocas voces salieron a pronunciarse, y este nuevo ataque contra la ciencia parece sumarse a toda una lista larguísima de otros sectores que vienen siendo dañados por el gobierno casi sin consecuencias sociales o grandes repercusiones.

Paradójicamente lo que se celebró con tanto entusiasmo, la ciencia como símbolo de orgullo nacional, parece que no logra traducirse en conciencia colectiva sobre su fragilidad y la necesidad de inversión del Estado para su sostenimiento y desarrollo. El furor por el streaming del CONICET y el submarino bajando al fondo del Atlántico, el amor por la estrella culona y la fauna recién descubierta, por la épica científica, obtuvo apoyo masivo, pero al parecer ese apoyo se queda en lo simbólico y emocional.

Es cierto que el fenómeno tuvo un valor real, una ventana inédita al asombro de lo científico que llegó a las casas de miles de argentinos y dejó en evidencia que existe una sensibilidad posible hacia la ciencia. No obstante, su potencia no generó continuidad y duró lo que dura una viralización, una contemplación de belleza, un hecho de frescura frente al ruido cotidiano. En este contexto la ciencia y el método científico quedaron reducidos a un símbolo, un objeto de consumo afectivo fugaz. Mientras tanto, su base material, concreta, presupuestaria, estructural es ignorada: los años de formación, el esfuerzo del Estado, la infraestructura, las becas, la planificación, los laboratorios, las asignaciones del presupuesto, los proyectos cuya utilidad no siempre es inmediata, pero sí colectiva y a largo plazo.

Y ya en este marco, a dos años del inicio de la gestión, no es posible una interpretación benévola sobre un error o descuido. Con la anulación de las convocatorias, ese descuido que parecía negligencia del proyecto libertario deja de ser una omisión propia de novatos para convertirse en un abandono institucional y un plan deliberado: millones en subsidios cortados, proyectos cerrados en pleno desarrollo, equipos científicos desmantelados, miles de becarios y docentes sin horizonte. Y aun así el escándalo es nulo, poca indignación colectiva por el daño real que va a provocar privar al país de una política científica activa, soberana y sostenible.

Esa ausencia de reacción, de defensa real, sostenida, visible tiene raíces profundas en cómo operan hoy la política, la cultura y la subjetividad. Vivimos en una época donde el consumo digital individualiza la experiencia: cada persona interactúa con la ciencia y la comunidad desde su pantalla, en soledad, con su scroll, su like, su emoción privada. En este proceso las causas colectivas pierden escala y se debilitan. Mientras tanto, el peso de lo urgente sobre las vidas, la crisis económica, la inflación, el trabajo, el día a día, devora todo lo demás.

La ciencia fetichizada y el consumo pop

Una parte central del problema es la fetichización. La sociedad celebró la ciencia como si fuera un objeto cultural, un emblema nacional capaz de generar orgullo en medio de la crisis. Pero ese amor fue superficial: no se dirigió al proceso, sino al resultado. Sin embargo, el CONICET como consumo pop convivió con un profundo desconocimiento real y social sobre cómo se hace ciencia. Y esto no es culpa de los biólogos, ni del proyecto de exploración cuyos resultados fueron exitosos. Lo que se ve es que la población no registra que detrás de cada avance hay décadas de inversión estatal, formación pública, becas, laboratorios, infraestructura, líneas de financiamiento, planificación estratégica y estabilidad institucional. El producto que tan felizmente consumimos en redes no sería posible sin la maquinaria que, tras las medidas anunciadas, va a dejar de funcionar.

Ese vacío permitió que prosperara un discurso neoliberal que despolitiza dimensiones clave, reduce lo público a un gasto, presenta a los científicos como una “casta privilegiada”, y logra instalar que la ciencia no es un derecho colectivo sino un lujo prescindible, que, en todo caso, debería ser financiado por el privado. Esa deshumanización sistemática borra rostros, profesiones, carreras y contextos: el profesor que enseña, la becaria que investiga, el técnico que mantiene un laboratorio funcionan como cifras abstractas, no como personas cuyo trabajo sostiene un proyecto de país. Y al mismo tiempo refuerza la fantasía de que el conocimiento puede producirse sin Estado, y de hecho internet mismo nace como un proyecto del Estado norteamericano. La ciencia aparece entonces como algo que ocurre “solo”, como si no dependiera de decisiones políticas complejas y de un proyecto nacional articulado. El resultado es un amor vacío y despolitizado.

El capitalismo digital como máquina de inmovilizar

Pero para comprender por qué no hay reacción social ante la destrucción del sistema científico, además es necesario mirar otro nivel: el modo en que el capitalismo digital organiza la subjetividad y la acción política. Las plataformas y algoritmos no solo distribuyen información, sino que todo está organizado en función del personalísimo yo, de mis intereses, mis emociones, mis algoritmos, mis tiempos y mis expectativas.

Cuando miramos todo a través del filtro de las pantallas, la experiencia social y comunitaria queda fragmentada en pequeñas burbujas afectivas y personalizadas que distan del funcionamiento multidimensional de la realidad. En ese marco, la destrucción del sistema científico, el desfinanciamiento de la salud pública o las reformas estructurales que quiere instalar el gobierno pierden capacidad de interpelación y no se las percibe como un problema colectivo, sino como algo ajeno a la vida inmediata. El capitalismo digital transforma los reclamos en experiencias privadas y lo público se vuelve siempre “lo de otros”.

Las redes viven de la rotación permanente de estímulos, la abundancia informativa, el ejercicio del scroll infinito y el consumo cautivo. Por ende cada noticia compite con otras miles más y deja de existir a las pocas horas. Esta lógica de la sobreinformación y del caos permanente es profundamente inmovilizadora y destruye la posibilidad de acumular indignación. El escándalo dura un día, a veces solo unas horas, y no da tiempo de generar una respuesta social contundente. El ataque al CONICET entonces queda reducido a una notificación más en el dispositivo o una noticia más en medio de un sinfín de urgencias simultáneas que no llegamos a procesar.

Lo que la lógica nos propone a cambio es la reacción inmediata, eventual, en ese mismo formato. El capitalismo digital genera la sensación de que algo hacemos con gestos mínimos e insignificantes como un like, un retuit, un comentario indignado, un posteo en X o una juntada de firmas. Pero ese “activismo de interfaz” que nos satisface emocionalmente por unos segundos termina neutralizando el germen de la bronca como motor y de la organización política como plan de acción. Nuestro activismo digital es entonces una forma eficiente y autoinfligida de disciplinamiento .

Lamentablemente pareciera que el desmantelamiento del sistema científico, en estas condiciones, no encuentra las herramientas o mecanismos para convertirse en causa colectiva como lo fue, por ejemplo, la marcha universitaria o el Hospital Garrahan . Es demasiado estructural, demasiado complejo y demasiado lento de explicar para la lógica acelerada y vertiginosa de la economía de la atención que tiene atrapada a la población entre la saturación informativa, el cansancio emocional y la imposibilidad de sostener reclamos prolongados.

En medio de un fin de año explosivo en lo económico y social, cuya conflictividad social se centrara en resistir el avance de las reformas propuestas por el gobierno, la población está enfocada en sobrevivir día a día, y la ciencia aparece como algo lejano o secundario. La fragmentación del reclamo y la política del shock, milimetricamente implementadas por la gestión de Milei, se transforman en una suerte de anestesia que opera con eficacia porque se apoya en la fatiga social: cuanto más graves son los ataques, menos capacidad emocional queda para procesarlos y menos poder de convocatoria y organización para resistir.