“¡Es un negro de mierda, mátenlo!”: por qué no fue considerado un crimen de odio el asesinato de Fernando Báez Sosa

El caso de Fernando Báez Sosa sigue interpelando al país desde diferentes dimensiones, ante el estreno del documental de Netflix. Puede leerse como un acto de pedagogía de la crueldad: un mensaje colectivo que busca restablecer un orden jerárquico frente a la presencia de un varón, racializado, en un espacio que se considera exclusivo.

14 de noviembre, 2025 | 10.00

“¡Es un negro de mierda, mátenlo!”, fue una de las frases que quedó registrada en la memoria de los testigos y luego fue reconstruida durante el juicio, aquel fatídico 18 de enero de 2022 a la madrugada en la puerta de un popular boliche en Villa Gesell. Fernando Báez Sosa tenía 18 años, era marrón, estudiante de derecho, e hijo único de una pareja de trabajadores inmigrantes paraguayos, y en ese momento fue brutalmente atacado por la espalda y asesinado. Un grupo de jóvenes varones, de clase media alta, algunos jugadores de rugby del Club Náutico Arsenal de Zárate, le aplicaron múltiples patadas y golpes que le causaron la muerte, y luego fueron a comer hamburguesas a un local de comida rápida cercano. 

El crimen no fue producto de una pelea, una riña, o un exceso, como intentó instalar la defensa haciendo uso del artículo 95 del Código Penal. Al menos así se determinó en dos instancias y será la Suprema Corte la que defina ahora las responsabilidades de cada uno. Buena parte de la coordinación homicida que convalidaron los jueces quedó asentado en un chat, donde quedó clara la dimensión simbólica del caso y cómo el racismo, el clasismo y la violencia masculina se reproducen bajo distintas formas de impunidad.

Desde que se conoció, el asesinato de Fernando captó la atención de las audiencias, despertó indignación en la ciudadanía y generó una conmoción que desbordó los tribunales Movilizó a miles de personas en todo el país, activó debates en las pantallas y en las casas sobre la violencia grupal, el racismo estructural, la masculinidad hegemónica. Además las críticas a la falta de seguridad en la Costa Atlántica y la creciente ola de violencia en la juventud forzaron al Estado, en sus diferentes jurisdicciones, a revisar sus políticas de prevención y de justicia. Fue, en ese sentido, un hecho paradigmático: no solo por su crueldad, sino porque condensó las tensiones entre la justicia penal y las demandas sociales por una reparación simbólica y política .

Sin embargo en su seno conjuga un debate que no se resuelve con programas, sino con una profunda revisión del sentido y la mirada sobre las jerarquías que todavía estructuran la vida de la sociedad argentina. Mientras las organizaciones de derechos humanos, los feminismos, y los movimientos antirracistas reclamaban que sea categorizado como crimen de odio racial, el sistema judicial se replegó en una lectura meramente técnica, formalista, y evitó nombrar lo evidente: que Fernando fue asesinado también por ser “el otro”, el “negro”, y por ende el plausible de ser violentado, despreciado, muerto.

El recorrido judicial: condenas, carátulas y silencios

El proceso judicial por el asesinato de Fernando Baez Sosa fue extenso y mediático. La causa comenzó con las audiencias en los Tribunales de Dolores para determinar la responsabilidad de los ocho acusados imputados por “homicidio doblemente agravado por alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas”, y por lesiones leves sufridas por amigos de Fernando que estaban junto a él. El 6 de febrero de 2023, el Tribunal Oral en lo Criminal N° 1 de dicha ciudad condenó a Máximo Thomsen, Enzo Comelli, Matías Benicelli, Ciro y Luciano Pertossi a prisión perpetua y a Lucas Pertossi, Blas Cinalli y Ayrton Viollaz, acusados de partícipes secundarios del crimen, a 15 años de prisión.

La sentencia de los jueces María Claudia Castro, Emiliano Lázzari y Christian Rabaia, sin embargo, no incluyó el agravante por odio racial o social, contemplado en el artículo 80 inciso 3° del Código Penal. El fiscal y los jueces evitaron esa figura argumentando que “no se probó” que la motivación principal del crimen fuera el odio hacia la condición étnica o social de la víctima. En otras palabras, el hecho de que los agresores lo llamaran “negro de mierda” antes de matarlo no alcanzó para configurar, a ojos del tribunal, un delito racialmente motivado.

Un año más tarde, en marzo de 2024, la Cámara de Casación bonaerense revisó la sentencia, confirmó las penas, pero optó por eliminar el agravante de alevosía y mantener el agravante "por el concurso premeditado de dos o más personas".  Según esta nueva mirada de los jueces Fernando Mancini y María Florencia Budiño, aunque el asesinato pareciera mostrar cierta alevosia, no se la pudo probar en términos técnicos tal como lo exige el Código. El fallo rechazó también los recursos de los acusadores que pedían extender las perpetuas a todos los condenados. 

Es decir, el proceso judicial con el correr del tiempo, y la caída del show mediático que se había montado en torno al morbo y la emoción punitivista, fue atravesando un claro proceso de despolitización del hecho. Lo que en los primeros meses fue un reclamo social, que en la calle y la opinión pública se entendía como un claro crimen de odio y violencia racial, en el expediente se redujo a un homicidio planificado, despojado de toda lectura social o simbólica crítica que permitiera leer el fenómeno estructural en profundidad. Al desconocer el componente racial y de clase, el fallo reveló los límites de una justicia que sigue midiendo la violencia en términos de intenciones individuales, sin considerar las violencias estructurales que las posibilitan, sostienen y reproducen. La neutralidad técnica del derecho penal funciona, en estos casos, como una forma de ceguera social.

El debate público: racismo, clase y masculinidades

En los meses posteriores al crimen, el debate se encendió a nivel social y distintos colectivos expresaron su preocupación. Movimientos de derechos humanos y colectivos vinculados a los feminismos insistieron en la necesidad de nombrar el odio y exigir justicia frente a lo que consideraban un crimen racial. En este sentido, el 2 de enero de 2023, el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) emitió un comunicado en el que advirtió que  “aunque la carátula no contemple el homicidio agravado por el odio racial” no debia olvidarse el grito de “es un negro de mierda mátenlo”. Según el texto del instituto Fernando “fue atacado por la espalda, a patadas y brutales golpes que le originaran su muerte, en un claro ataque racista”.

Además la declaración pública advirtió: “Para enfrentar los crímenes raciales debemos amplificar el debate sobre los discursos que estructuran las violencias y la reproducción de estereotipos. Necesitamos el compromiso de todos los actores del Estado y la sociedad civil organizada para desmontar esos prejuicios y garantizar una sociedad igualitaria, justa y democrática. Es lo que le debemos a Fernando y a cada una de las víctimas del racismo.” 

La Asociación de Inmigrantes Paraguayos en La Plata (AIPALP) expresó su posición a través de la palabra de su presidente Nelson Cristaldo, quien en una nota en Página/12 manifestó: “La forma en que actuaron estos rugbiers contra Fernando fue discriminatoria, xenofóbica e inhumana. Por eso levantamos la voz para exigir justicia.” No solo eso sino que el referente denunció que existían muchos casos similares no visibilizados de familias migrantes luego son maltratadas por el Estado.

Las declaraciones marcaron un punto en común de coincidencia: el crimen dejó de ser leído solo en clave moral o emocional para ser analizado desde una lectura interseccional. El asesinato de Fernando Báez Sosa puso en escena cómo el racismo se articula con el clasismo, y la masculinidad hegemónica. El grupo agresor encarnaba la idea del privilegio masculino y de clase: jóvenes blancos, de clase media alta, con vínculos afectivos y familiares entre ellos, socializados en espacios deportivos de re nombre y ciertos aires de exclusividad, donde la violencia física y la pertenencia grupal funcionan como pruebas de fuerza y virilidad. Del otro lado la foto de Fernando representaba lo que esos cuerpos disciplinadores no toleran: un varón humilde, racializado, que se “atreve” a ocupar el mismo espacio que ellos.

Las organizaciones antirracistas denunciaron que el silencio judicial ante este componente refuerza la idea de que el racismo no existe en Argentina. “El racismo mata”, repitieron en las calles, recordando que el país se sigue pensando como blanco, europeo, occidental y meritocrático, mientras reproduce cotidianamente jerarquías étnicas y sociales. En esa clave, el crimen de Fernando puede leerse como un acto de pedagogía de la crueldad: un mensaje colectivo que busca restablecer un orden jerárquico frente a la presencia de un varón, racializado, en un espacio que se considera exclusivo.

El abogado indígena Lautaro Arias Camacho, en el marco del juicio por el asesinato de Fernado, impulsó una iniciativa para que el “odio de clase” (a la par del odio racial) sea incorporado al Inciso 4 del Artículo 80 del Código Penal y considerado un agravante en los crímenes de homicidio. “¿Existe el odio de clase, existe esa segregación por la pertenencia de una persona a otro sector social? Si la respuesta es 'si', vamos a la segunda pregunta, ¿Ese odio, esa consideración como ciudadano de segunda categoría termina siendo móvil de delitos? Si la respuesta es 'si', entonces tenemos que contemplarlo en la norma”, manifestaba.

Desde los feminismos también retomaron el caso para señalar que el asesinato se montó sobre un doble movimiento: la reafirmación y exacerbación de ciertos mandatos de masculinidad, establecidos según el modelo binario hegemónico, que demarcan cómo deben ser los varones: fuertes, racionales, autosuficientes, competitivos, potentes, fríos, etc; y la misma lógica de disciplinamiento que caracteriza a las violencias de género y las violaciones correctivas: castigar al cuerpo que no obedece, que se atreve a existir fuera del orden dominante. En ese sentido, el feminismo amplió la lectura más allá del hecho puntual y mostró que el odio no es solo una emoción individual, sino parte de una estructura social que legitima la crueldad cuando es aplicada sobre algunos cuerpos.

Rita Segato plantea en “La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez” (2013) que justamente el mandato de masculinidad se asienta sobre la necesidad de demostrar poder frente a los cuerpos subordinados, y sobre todo en un espacio abierto, público. En este sentido explica que la producción de dicho atributo o estatus de masculinidad está condicionada a su obtención, que debe ser reconfirmada con una cierta regularidad a lo largo de la vida, mediante un proceso de aprobación o conquista: “En otras palabras, para que un sujeto adquiera su estatus masculino, como un título, como un grado, es necesario que otro sujeto no lo tenga". El cuerpo de Fernando, deshumanizado, se convirtió en ese trofeo.

Un fallo que confirma una justicia patriarcal y clasista

La negativa del Poder Judicial a calificar el asesinato como un crimen de odio condensa una decisión política y un mensaje. Significó reafirmar un orden social que entiende que la violencia racial y de clase no se reconoce como tal, que por ende no debe modificarse, y que las víctimas de esos abusos quedan fuera de los marcos de reparación estatal. 

El caso Báez Sosa demostró que el poder judicial argentino, históricamente patriarcal y clasista, continúa operando con un paradigma que separa el derecho del contexto, protegiéndose así de cualquier lectura social del crimen, bajo la ilusión de una “neutralidad” técnica que, en realidad, consolida privilegios e impunidad. Cuando los jueces dicen que no hay odio, lo que están diciendo es que el dolor de los cuerpos racializados, la injusticia que enmarca la vida de quienes se encuentran permanentemente vulnerabilizados por el sistema, no entra en la gramática o el cálculo penal.

El fallo impidió avanzar hacia una jurisprudencia que reconozca los crímenes de odio racial, y al mismo tiempo invisibilizó la dimensión colectiva del hecho. Porque atrás de los golpes de esos ocho jóvenes violentos se esconde la expresión más cruda de un sistema de desigualdad que legitima la violencia del poderoso sobre el cuerpo del otro, de pobre, del negro, del marginal. Es que finalmente, tal como afirma Segato, la violencia clasista y patriarcal se asienta sobre "la estrategia clásica del poder soberano para reproducirse como tal que es divulgar e incluso espectacularizar el hecho de que se encuentra más allá de la ley".

A eso se sumó el tratamiento mediático, que en muchos casos reforzó las mismas jerarquías que el tribunal se negó a nombrar. En numerosos programas y coberturas, los asesinos fueron presentados con un tono de “lástima” o compasión, como si fueran víctimas de las circunstancias. Se subrayaban características como su juventud, su procedencia de “buenas familias”, o su pertenencia a un deporte de élite que enseña valores, mientras se difundían notas sobre cómo sufrían “depresión en la cárcel” o el “impacto psicológico” del encierro. Incluso el episodio en el que Máximo Thomsen rompió en llanto y  luego se desmayó durante la lectura del veredicto fue narrado con una carga emocional que desplazó el foco del dolor de la víctima y sus familiares, hacia la supuesta fragilidad de los victimarios.

Esa narrativa no es inocente: expresa la mirada de una sociedad que empatiza con los cuerpos blancos, de clase media alta, aun cuando cometen actos de extrema crueldad, y reserva la deshumanización, el odio, para los pobres, los morochos, o los migrantes. La infantilización mediática de los asesinos, que fueron convertidos en “chicos confundidos” o “jóvenes que arruinaron su futuro”, es el reverso exacto de la criminalización sistemática que padecen los jóvenes racializados en los barrios populares a los que la policía, las instituciones y los medios suelen condenar por “portación de cara” o por el solo el hecho de existir.

El caso de Fernando Báez Sosa sigue interpelando al país desde diferentes dimensiones. Reconocerlo como un crimen de odio hubiera implicado dar un paso hacia una justicia más democrática, capaz de mirar las jerarquías sociales que atraviesan la vida y la muerte. Pero el sistema prefirió mantener su ceguera, a imagen y semejanza del status quo. La ceguera del privilegio, la del derecho patriarcal, la del poder, y de los medios, que aún decide qué vidas merecen justicia y cuáles merecen compasión.