Cuando Germán Frassia hizo cumbre en el Everest, no hubo épica, ni sol ni vista. Solo 30 grados bajo cero y ráfagas de viento de más de 50 kilómetros por hora. Fue el 20 de mayo, a las seis de la mañana. Estuvo allí arriba apenas quince minutos. Lo justo y necesario. Ni un segundo más. Sin embargo, no lo deseado. “No fue la cumbre que soñé”, dijo el montañista argentino, quien anhelaba un video, un rayo de luz, una postal inolvidable. Pero nada de eso pasó. Solo un frío extremo, cielo cerrado y concentración total para no cometer errores. Porque a esa altura —8.849 metros— sacarse un guante o trastabillar puede costar caro, muy caro.
Aun así, no se arrepiente de nada. La decisión fue meramente estratégica: subir de noche, con mal clima, para evitar la acumulación de gente. Lo había visto en las fotos: cientos de personas formando una fila interminable hacia la cima. “No quería eso. Preferí el viento y la soledad. La montaña no es una maratón”, resaltó.
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Y aunque suene extraño, no sintió que algo en él hubiera cambiado al llegar. “Fue una cumbre más”. Lo mencionó sin soberbia. Lo dijo con la calma de quien sabe que el verdadero logro no está en ese punto exacto, sino en todo lo que lo rodea: el antes, el después, y sobre todo, el trayecto de vuelta a casa.
Su recorrido
Su historia con la montaña empezó 19 años antes, en 2006. Por entonces, no tenía experiencia. Ni técnica, ni entrenamiento. Pero un impulso lo llevó al Aconcagua. “De una semana a otra dije ´me voy al Aconcagua´, y tuve la suerte —o la desgracia— de hacer cumbre”, señaló el argentino. Él entendió que así no se empieza. Que no se improvisa a 7.000 metros. Sin embargo, algo se encendió en él.
Luego viajó de mochilero a Nepal. Solo, fuera de temporada, caminó hasta el campamento base del Everest. No había nadie. Solo basura esparcida por todos lados. Y ahí, en ese silencio sucio y solitario, nació el sueño: “Yo algún día voy a subir”. Pero no alcanzaba con querer. Tenía que esperar a que se alinearan varios planetas. “Son tres líneas: lo económico-laboral, lo familiar y lo personal”, explicó. Para irse un mes tenía que tener un trabajo flexible, un equipo detrás que sostuviera la rutina familiar —tiene tres hijos chicos—, y un cuerpo preparado para resistir el desafío. Es por eso que, luego de 19 años, creyó que las condiciones estaban dadas para que ese viaje fuese un hecho.
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La preparación física para el Everest comenzó un año y medio antes. Durante los primeros meses hizo triatlón. Pero cuando faltaban siete meses para el viaje, contrató a un entrenador estadounidense especializado en montaña. “Lo primero que me dijo fue: Olvidate todo lo que hacías”.
Germán Frassia empezó a entrenar para resistencia de larga duración: muchas horas de ejercicio a muy bajas pulsaciones. “En mi caso tenía que hacer 20 kilómetros y no podía pasar de 130 pulsaciones. Era como correr con el freno de mano puesto”. A veces lo combinaba con caminatas largas con peso, cuestas y escaleras en San Isidro con bidones de 20 litros. Y no dejaba de lado el entrenamiento mental: aprender a soportar el tedio, la repetición, la soledad.
El argentino también invirtió en tecnología. Durante dos meses durmió en una carpa hipobárica en su casa, que simulaba la falta de oxígeno de las grandes alturas e hizo bicicleta con una máscara puesta. Llegó a aclimatar su cuerpo a 6.600 metros sin salir de Buenos Aires. Así, logró reducir su estancia en Nepal a la mitad. “En vez de ir dos meses antes, fui uno”.
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El equipo que lo acompañó no está en las fotos. No fueron solo guías o sherpas. Fueron su esposa, sus hijos, su suegro, sus hermanos. “Yo siempre digo que hay dos equipos: el visible y el invisible. Y sin el invisible, no hay forma”. Su hija de diez años, la mayor, lo despidió entre lágrimas. “Ya olfateaba que no era cualquier montaña”, señaló.
En Nepal, antes de llegar al Everest, el argentino subió dos veces el Mera Peak, una montaña de 6.500 metros. Luego hizo una sola rotación en el Everest, hasta casi los 7.000 metros. El resto del tiempo, esperó el buen clima y se mentalizó para lograr un nuevo sueño.
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Pero cuando todos planeaban subir en la ventana perfecta, él decidió adelantarse. “Era subir de noche, solos y con mal clima. O subir al otro día, con buen clima pero entre 200 personas”. Finalmente, por un tema de estrategia pura, Germán, su guía y los sherpas subieron de noche, casi sin nadie alrededor, y con solo un par de luces adelante, que no sabían si eran linternas o estrellas. Luego de caminar siete horas, con un frío extremo, oscuridad cerrada, sin margen de error. El argentino lo logró.
Había planeado también subir el Lhotse, la cuarta montaña más alta del mundo. Pero al llegar de regreso al campamento 4, su cuerpo le pidió parar. “Llamé a casa y dije: ‘Tengo una buena y una mala. La buena es que no lo voy a hacer. La mala es que ahora tengo una excusa para volver’”.
Regreso a casa
Volvió distinto, aunque le costó darse cuenta. “Caí con el tiempo. Cuando me empezaron a llamar para entrevistas, cuando fui a dar charlas a la escuela de mis hijos… ahí entendí”. Se fue con 400 seguidores en redes y volvió con 16.000. Nunca lo buscó. Solo fue compartiendo, casi en tiempo real, lo que vivía.
Hoy, lo que más recuerda no es la cumbre, sino el camino. Las caminatas eternas, los pensamientos que iban y venían, el silencio que obliga a mirarse. “Pasás por todos los temas: tu familia, tus amigos, tus proyectos, qué vas a hacer cuando vuelvas”. Hay algo de meditación, algo de balance, algo de despedida.
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Y también, de aprendizaje. “En la montaña aprendí que menos es más. Que cualquier gramo de más pesa. Que hay que frenar incluso cuando el cuerpo dice ‘seguí’. Que la cima verdadera es volver sano. Y que no hay gloria si no hay regreso”. Germán volvió. No con una postal perfecta. Pero sí con todo lo que fue a buscar.