Hacer joyas es un trabajo artesanal que requiere de meticulosidad, precisión y un buen ojo para el diseño. Gino Giacobetti, un inmigrante italiano que llegó a Buenos Aires cuando era todavía un niño, supo aprender este oficio hasta convertirlo en una marca propia y dejar un legado que hoy continúan su hijo Néstor y su nieto Fernando.
En 1954 fundó la joyería y relojería “Gino”, ubicada en Tomás A. Le Bretón 5024, en el corazón de Villa Urquiza. Hoy, siete décadas después, el local aún sigue en pie.
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La historia
Gino Giacobetti tenía solo 12 años cuando llegó a la Argentina. Sus padres lo habían hecho antes, huyendo de la pobreza, dejando atrás su ciudad natal, Ascoli Piceno, ubicada al norte de Italia. Poco después, él, su hermano y su hermana cruzaron el Atlántico para reunirse con ellos.
La familia Giacobetti llegó “con una mano atrás y otra adelante”. Gino trabajó en una cartonería plegando cartones y haciendo cajas y un tiempo después fue empleado en una marmolería. En 1944 se asoció con un amigo con el que abrieron un taller de joyas para terceros. Estaba ubicado en el barrio de Villa Ortuzar y se fueron haciendo conocidos en la zona. Diez años más tarde, los socios se separaron. Con la ayuda de un crédito, Gino compró un local con taller y vivienda en Villa Urquiza, y allí fundó su propio negocio, el mismo que funciona hasta el día de hoy.
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Al principio trabajó un año a puertas cerradas para mayoristas hasta que, en 1955, levantó por primera vez las persianas del local con venta al público. Poco a poco, la joyería fue creciendo. Gino empezó a tomar empleados, a enseñarles el oficio y le dio forma a un estilo propio.
Así fue que Gino comenzó a diseñar sus propias piezas: aros, anillos, pendientes para vestir. En esa época, el oro era furor, y también se hacían prendedores, corbateros y otras piezas doradas. “Los diseños que hacía mi abuelo eran tope de gama”, cuenta su nieto Fernando. En el local aún conservan un cuaderno con sus fórmulas para soldaduras, dibujos de anillos, pulseras y prendedores con cantidades exactas de piedras. “Yo también dibujo, pero no tan bien. Él tenía una perspectiva muy definida, muchísimo talento”, agrega Fernando.
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Néstor, hijo de Gino, recuerda que su padre “no hizo ni un curso de diseño y, sin embargo, tenía un don, una precisión impresionante para el dibujo. Era todo cabeza y pasión”, recuerda. “Si vos lo escuchás a Pallarols padre, él siempre decía que este tipo de oficio te tiene que salir de adentro, y así era mi viejo.”
Las décadas del 60, 70 y 80 marcaron el apogeo del negocio. Llegaron a tener 12 empleados y también se sumó Hilda, la esposa de Gino. En esos años, los clientes formaban fila en la vereda.
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El legado familiar
Néstor se sumó a la joyería a principios de la década del 70, cuando tenía 12 años. Había comenzado la secundaria pero no quiso estudiar más y su padre le dijo que entonces tenía que ponerse a trabajar. “Cuando me sumé al negocio, éramos 13 los empleados. Había uno que se dedicaba exclusivamente a realizar las grabaciones, había un relojero, otro que se dedicaba a las alianzas y otro a anillos”, describe.
Néstor aprendió el oficio al lado de Gino, y con el tiempo tomó la posta familiar. Un recorrido similar hizo Fernando, uno de los tres hijos de Néstor, que en 2014 también se sumó al negocio. Primero lo hizo en el taller, aprendiendo de su padre, y actualmente también es una de las caras visibles de la joyería. Graciela, esposa de Néstor y madre de Fernando, se ocupa de la administración.
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Gino trabajó hasta los 90 años. “Como estaba muy bien de salud, seguía viniendo porque el negocio lo mantenía ocupado”, relata Néstor. Falleció en 2015. Hilda, su compañera de vida, murió el año pasado.
Presente y futuro
Actualmente, la joyería continúa con la confección y venta de anillos, aros, dijes y alianzas. También ofrecen servicio de reparación de relojes de muñeca, de péndulo e incluso los clásicos cucús. “Hay más de los que la gente cree”, comenta Néstor. “Tenemos relojes de hasta 1930.” Además, realizan tareas de mantenimiento y enhebran pulseras con piedras.
El local conserva su estética original casi intacta. Tiene un aire kitsch y una vieja pecera —vacía por estos días— que aún ocupa su lugar y el mostrador es el mismo del primer día. En el fondo está el taller, donde se encuentran el horno de fundición, una pulidora monofásica, laminadores (uno para utilizar a mano y otro con motor), sopletes y un antiguo balancín que sirve para estampar anillos.
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El negocio funciona durante todo el año pero Néstor y Fernando aseguran que en el invierno se produce una baja pronunciada de la demanda. En cambio, con la llegada del calor el ciclo se revierte. “Cuando la gente se va de viaje o hace calor, se quiere empilchar y las joyas se lucen más”, explica Néstor.
Actualmente, la joyería funciona de martes a viernes de 10:30 a 17 horas y los sábados de 10 a 13. Los lunes no abren al público porque los dedican a reponer materiales.
Néstor y Fernando contemplan la posibilidad de mudarse en el mediano plazo, aunque sin alejarse de la zona. “No porque queramos, sino porque necesitamos achicarnos. Este taller estaba pensado para 12 personas y ahora nos queda enorme”, confiesan.
El legado de Gino sigue vivo en el día a día. “Muchos clientes me dicen ‘esto me lo hizo tu abuelo’, o vienen con sus nietas y me muestran una pieza que él diseñó”, cuenta Fernando.
Para Fernando, el negocio es mucho más que un trabajo: “Es tener a la familia cerca siempre. Mi abuelo primero, mi padre después y ahora yo. No sabemos qué pasará a futuro, pero este lugar tiene el alma de la familia”.
Néstor lo resume con una frase simple y poderosa: “Es una gran fortuna tenerlo a él (Fernando), no solo como ‘coequiper’ en este sistema armado, sino como algo más. Es mucho más que mi mano derecha”, sintetiza.