En un mundo donde el clima redefine qué, cómo y dónde se produce comida, la impresión 3D aparece como una tecnología capaz de transformar ingredientes poco convencionales (como subproductos, algas o insectos) en alimentos funcionales, nutritivos y hechos a medida.
Imprimir comida ya no es una fantasía futurista ni una premisa de una película al estilo Blade Runner: en varios laboratorios del país, la tecnología de impresión 3D avanza como una herramienta concreta para diseñar alimentos funcionales, sostenibles y que se podrían adaptar a gustos y preferencias.
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Más que una curiosidad tecnológica, la impresión 3D de alimentos abre la puerta a una nueva forma de pensar qué comemos, cómo lo producimos y quién accede a ello. Pensar en comida impresa no es fantasear con el futuro, sino ensayar soluciones reales para un presente en el que producir y distribuir alimentos de forma justa es cada vez más complejo.
“El interés global por la impresión 3D en la industria alimentaria ha crecido muchísimo en los últimos años, y en Argentina también estamos empezando a ver aplicaciones concretas que conectan tecnología, salud y sostenibilidad”, explica Ivana Cotabarren, Dra. en Ingeniería Química e Investigadora de PLAPIQUI, instituto dependiente de CONICET y la Universidad Nacional del Sur.
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A la vez, la impresión 3D se perfila como una posible respuesta a los desafíos del cambio climático y el acceso desigual a recursos. “Permite aprovechar subproductos agroindustriales, ingredientes locales o incluso alternativas como algas o insectos. Todo eso puede ser útil en contextos donde las condiciones para producir alimentos cambian por el clima o por problemas logísticos”, explica Cotabarren.
Nutrición a medida: el potencial de personalizar lo que comemos
“La gran ventaja de esta tecnología es que se puede ajustar cada fórmula a necesidades específicas”, dice Cotabarren. “No solo podés controlar el valor nutricional, sino también la velocidad en la que los nutrientes se liberan en el organismo. Eso es clave si pensamos en personas con enfermedades crónicas, deportistas o poblaciones envejecidas”.
Desde un punto de vista fisiológico, los alimentos impresos no presentan diferencias significativas respecto de los tradicionales, siempre que estén formulados de manera adecuada. Lo que cambia es el diseño: la posibilidad de imprimir estructuras específicas permite, por ejemplo, modificar texturas o facilitar la deglución. Un aspecto clave para grupos como adultos mayores o pacientes con dificultades alimentarias.
En términos de viabilidad industrial, todavía hay desafíos por resolver: desde el desarrollo de matrices estables y nutritivas, hasta la mejora en los tiempos de impresión y la estandarización de procesos. Además, como en muchas tecnologías emergentes, los marcos regulatorios todavía no están del todo definidos. Sin embargo, los costos del equipamiento bajan año a año, y ya existen impresoras más accesibles pensadas para investigación, cocina profesional o producción a baja escala.
“Como pasó con otras tecnologías, su adopción va a crecer con el tiempo. No se trata de reemplazar la comida tradicional, sino de sumar herramientas que nos permitan producir mejor, con menos desperdicio y más foco en la salud”, agrega Cotabarren.
Por ahora, las impresoras alimenticias trabajan sobre matrices blandas, como purés, masas, pastas o geles. Se pueden crear snacks, galletitas, análogos de carne, preparaciones a base de vegetales o productos con ingredientes poco convencionales, como algas o harinas de insectos. También se avanza en el desarrollo de alimentos plant-based impresos, alineados con las tendencias globales en sostenibilidad y en función de dietas y filosofías que sacan del centro de la escena alimenticia a animales y subproductos.
En este escenario, la impresión 3D aparece más como un campo de exploración que como una respuesta definitiva. Pero su combinación de diseño, nutrición y tecnología la convierte en una herramienta cada vez más atractiva para enfrentar desafíos que ya son parte del presente: el impacto del cambio climático en la producción, el aprovechamiento de subproductos agroindustriales y la necesidad de adaptar la comida a las personas, y no al revés.
“Actualmente, junto a la Dra. Camila Palla del Grupo de Tecnología de Alimentos de PLAPIQUI, la Ing. Itatí De Salvo (becaria doctoral CONICET) y el Ing. Diego Colaneri (responsable del laboratorio de impresión 3D del instituto), estamos trabajando en el desarrollo de nutracéuticos impresos por extrusión. Hemos logrado fabricar formas sólidas orales con oleogeles que incorporan fitoesteroles, y las hemos caracterizado en términos mecánicos, térmicos y estructurales”, finaliza la especialista.
La otra cara: ¿qué pasa cuando la comida pierde su contexto?
Para Ignacio Porras, Licenciado en Nutrición (MN 7270), maestría en Política y Gestión de la Seguridad Alimentaria (UNR) y Director Ejecutivo de la Fundación SANAR, el entusiasmo tecnológico no debe hacernos perder de vista una pregunta básica: ¿qué es realmente un alimento?
“La matriz de un alimento natural es irreemplazable. No se trata solo de nutrientes aislados: hay fibras, enzimas, compuestos bioactivos y sinergias que no se pueden reproducir en una impresora. Mucho menos si los insumos son ingredientes ultraprocesados o subproductos industriales”, advierte.
Aunque reconoce que puede haber aplicaciones válidas en casos específicos —como personas con disfagia o alergias múltiples—, Porras señala que los alimentos impresos no pueden compararse con alimentos frescos ni en calidad nutricional ni en efectos fisiológicos. “Los alimentos reales interactúan con nuestra digestión de formas complejas. La estructura, la textura, incluso el olor, activan procesos metabólicos que una pasta impresa no puede igualar”.
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También cuestiona la idea de que imprimir comida sea una solución real frente al acceso desigual a alimentos. “En Argentina, el 80% del suelo cultivable está destinado a commodities. Mientras tanto, la mitad de la población no accede a frutas ni verduras todos los días. ¿La solución va a ser imprimir comida con desechos industriales?”, se pregunta.
Sobre los riesgos, Porras menciona que muchos alimentos impresos pueden ser pobres en nutrientes reales, perder biodisponibilidad durante el procesamiento o requerir conservantes y aditivos que alteran la microbiota intestinal. “Ya sabemos que los ultraprocesados son una de las principales causas de enfermedad. No podemos repetir ese modelo con otra estética”, dice.
Tampoco cree que la “personalización” de la dieta a través de impresoras hogareñas sea un horizonte deseable. “Alimentarse es un acto social, cultural, vinculado al territorio. Reducirlo a cápsulas o pastas impresas para cada individuo es una distopía. No necesitamos Wall-E, necesitamos comunidades alimentadas con justicia y biodiversidad”.
Por último, advierte que si esta tecnología avanza, debe hacerlo con controles independientes, estudios de largo plazo y transparencia total. “No puede quedar en manos de las corporaciones alimentarias. Lo que comemos define cómo vivimos. Y eso no se imprime”.