El poder económico y patriarcal en Argentina ha desplegado, durante años, una maquinaria de persecución contra Cristina Fernández de Kirchner, que contó con la complicidad activa de los medios concentrados, un sector de la política que responde a los mismos intereses, y la justicia. La condena confirmada por la Corte, enmascarada en decisiones judiciales “imparciales” y un supuesto consenso social en relación a su culpabilidad, funciona como el cierre de un proceso, más conocido como Lawfare, cuyo objetivo no tiene nada que ver con la justicia o el esclarecimiento de las causas sino con el disciplinamiento de la figura de la ex presidenta, pero también de quienes pretenden impulsar o continuar un proyecto político redistributivo. Como escribe Rita Segato, el disciplinamiento no busca justicia: busca escarmiento.
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En este contexto, el intento de magnicidio del 1 de septiembre de 2022 fue el punto más extremo, explícito y brutal de ese intento de disciplinamiento. La imagen de un arma apuntada a centímetros de su cabeza, frente a cientos de personas y cámaras, en plena calle de la Ciudad de Buenos Aires, constituye un acontecimiento que, en cualquier otro punto cardinal del mundo, generaría un repudio unánime y una conmoción democrática. Sin embargo no sólo no generó el repudio colectivo que cualquier sistema democrático debería garantizar, sino que, por el contrario, fue relativizado, minimizado, y hasta parodiado desde diferentes frentes.
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Si bien la bala nunca salió y Cristina sobrevivió, jamás fue reconocida como víctima de un intento de asesinato. En el mejor de los casos se trató de instalar la idea de que el hecho fue propio de un grupo de “loquitos sueltos sin conexión con el clima social de odio construido hacia su figura ni vínculos con la política. Lejos de retirarse, después de esa jornada, redobló la apuesta, siguió haciendo política y ejerciendo liderazgo. Y para muchos, esa muestra de carácter y de una personalidad incontrolable la colocan en el lugar de culpable. Desde una mirada feminista, esto conecta directamente con la teoría de la mala víctima que explica exactamente eso: cómo las mujeres que no cumplen con el ideal de sumisión, fragilidad y pasividad que la sociedad espera de una víctima, son deslegitimadas, culpabilizadas o directamente invisibilizadas.
Cristina, con su sola existencia, es un cuerpo indisciplinado e indisciplinable. “Desmontar la minorización del tema de la mujer equivale a aceptar que, si entendiéramos las formas de la crueldad misógina del presente, no solamente entenderíamos lo que está pasando con nosotras las mujeres y todos aquellos que se colocan en la posición femenina, disidente y otra del patriarcado, sino que también entenderíamos lo que le está pasando a toda la sociedad”, señala Segato en “La guerra contra las mujeres”(2016).
El episodio del baile en el balcón puede leerse, en esos mismos términos, como una “provocación” contra el mandato de la derrota, contra la puesta en escena de la humillación, contra la imagen dócil y arrepentida que el sistema exige de toda mujer disciplinada. Cristina es la mala víctima por excelencia porque se niega a ocupar el lugar pasivo y sumiso. El enojo irracional y la ira visceral de muchos periodistas oficialistas y funcionarios al ver a la ex presidenta entera, saludando a la militancia, moviendo su cuerpo, responde a dicho paradigma misógino que sospecha de las mujeres con poder propio. Cristina casi no llora en público, no se retira a pesar de su condena, y no pide permiso para vivir, hablar o bailar, y eso molesta. ¿Por qué? Porque lidera, disputa, incomoda. Porque es mujer, es poderosa y es peronista.
En el audio que se escuchó el miércoles en el marco de la manifestación multitudinaria en Plaza de Mayo, luego del fallo proscriptivo, Cristina hace especial hincapié en el cántico “Vamos a volver” que caracterizó al kirchnerismo después de la derrota 2015, y señala que se trata de una voluntad de proyecto futuro: “la de volver a tener un país donde los pibes puedan comer cuatro veces al día, y en el colegio les den libros y computadoras, que los laburantes lleguen a fin de mes y puedan ahorrar para comprarse un autito, una casita, un terrenito, algo que sea de ellos, conseguido con el esfuerzo de su trabajo. Bien peronista. Los jubilados tenían remedios. Dios mío, ese país no fue ninguna utopía. No, no, no, no. Lo vivimos durante 12 años y medio. Y además lo dejamos desendeudado, como a las familias y a las empresas”.
A propósito de las palabras grabadas por la ex presidenta, Luis Majul llegó a confesar al aire en su programa en LN+ que habló con “una alta fuente del tribunal de ejecución” quien le comentó que no van a impedirle que se exprese, para no martirizarla: “Si nosotros prohibimos que se exprese vamos a tener un conflicto internacional y ella va a ser una especie de Eva Perón y Juan Perón del Siglo XXI”. Queda claro que lo que les resulta intolerable no es que se exprese, sino que dicha expresión es la evidencia viva de su obstinación política, su resistencia a los mandatos del mercado y su capacidad para construir poder incluso presa. En tiempos donde se naturaliza el ajuste, se celebra la motosierra, y se busca construir consenso en torno al sufrimiento ajeno, la figura de Cristina es un problema porque encarna el recuerdo latente de un modelo de una Argentina diferente, más inclusiva, que el sistema necesita borrar de la memoria.
La construcción de Cristina como “mala víctima” forma parte, en este sentido, de un proceso de deshumanización de la otredad y confrontación con la oposición y el pueblo organizado, que hoy encabeza el gobierno de Javier Milei como estrategia política central. En una sociedad un tanto anestesiada por el espectáculo del castigo, los discursos de odio y la violencia, pareciera que ya no se requieren pruebas ni evidencias para encarcelar, sino que basta con una estrategia efectiva de criminalización. Lo supo bien la maquinaria mediática cuando la convirtió en el símbolo del “enemigo interno”, el virus a eliminar. Y lo consumó con creces el sistema judicial cuando la condenó sin pruebas fehacientes.
El concepto de “pedagogías de la crueldad”, de la antropóloga argentina hace referencia a la violencia que se da sobre el cuerpo de las mujeres: “la construcción del otro antagónico en nuestra historia nacional es letal. La generaron aquellos que solamente estaban interesados en una masacre. En un genocidio. Esa construcción de antagonismo, que además es muy característica de la Argentina, el otro como un antagonista para el que no hay lugar dentro de una sociedad común”.
Este disciplinamiento se inscribe en una política amplia que busca destruir lo colectivo, poner bajo sospecha lo comunitario, quebrar los lazos, reducir la vida a una competencia salvaje y castigar a quienes representan una memoria política colectiva. En esa lógica, Cristina no es solo una dirigente, sino el síntoma vivo de una época anterior que aún late y resiste donde las políticas públicas intentaban incluir, reparar, y democratizar. Y por eso su figura molesta e incomoda, y por eso la querían muerta: porque recuerda que otra sociedad fue posible, y puede volver a serlo.