Durante décadas, el nombre de Yiya Murano quedó grabado en la memoria colectiva como sinónimo de elegancia, veneno y crimen. Detrás del mito televisivo de la mujer refinada que envenenaba a sus amigas para saldar deudas, había un universo familiar igual de turbio.
Su hijo, Martín Murano, lo volvió a exponer en una entrevista con Migue Granados en La Cruda, en la que relató —con una mezcla de frialdad y resignación— el día en que su madre quiso asesinarlo con un pedazo de torta cuando tenía apenas diez años.
“Primero, no se sabe si fue un ensayo, pero al primero que quiso envenenar y matar fue a mí”, contó el hombre al recordar cómo Yiya le arrebató el trozo de pastel y lo arrojó al incinerador segundos antes de que lo probara. “¿Se arrepintió? ¿No se animó? Nunca lo sabremos”, agregó. Años más tarde, ella misma se lo habría confesado, entre líneas.
No solo habló del intento de envenenamiento, sino también de su vínculo roto con Yiya, a quien definió más como “el vector que me trajo al mundo” que como una madre. “Para mí, madre fue otra mujer que me crió”, reconoció al dejar al descubierto el vacío emocional que marcó su infancia.
La conversación, que incomodó en varios tramos al conductor, también expuso otro secreto familiar: el hombre que le dio su apellido, Antonio Murano, no era su padre biológico. “Me enteré a los 18 años, aunque lo sospechaba. Y fijate la paradoja: Yiya biológicamente lo es, pero no la siento mi madre. Y Antonio, que no lo es, fue el más noble que conocí”, relató.
De Monserrat a la TV: la criminal que jugaba con su fama
Condenada a 13 años de prisión por asesinar con veneno a tres amigas en el marco de una estafa, Yiya salió de la cárcel con una impunidad que desafiaba toda lógica. En televisión se mostraba coqueta, ingeniosa y desafiante. Su aparición más recordada fue en Almorzando con Mirtha Legrand (2008), cuando le ofreció unas masitas a la conductora mientras bromeaba: “No están envenenadas”.
El caso inspiró libros, documentales y hasta un episodio de la serie “Mujeres Asesinas” (2006), en el que Nacha Guevara interpretó a una Yiya elegante y letal, símbolo de un país fascinado con el crimen sofisticado.
El contraste entre la ironía mediática y el dolor íntimo que hoy narra su hijo revela algo más profundo: el encanto oscuro con que la sociedad argentina convierte a sus monstruos en celebridades.
