Un 14 de abril, pero de 1978, moría Dante Panzeri, el autor en 1967 de “Dinámica de lo impensado”, uno de los libros futboleros más conocidos y menos leídos. Como si esa “dinámica” y eso “impensado” quisiera decir que el fútbol debía ser un juego librado a la espontaneidad absoluta, a que no hay un rival y a que entonces suena casi ridículo entrenarse. “Un cuentero”, que “no sabía un joraca de fútbol”, simplificó estos días un discurso por TV a Panzeri, el periodista que además editó otro libro bello llamado “Fútbol Todotiempo”, de Carlos Peucelle, crack clave de “La Máquina”, el célebre equipo de River de los años ’40, uno de los más citados en la historia mundial del fútbol. “Un cuentero”, claro.
Panzeri, inclasificable, antisistema por excelencia, periodista de TV, radio, El Gráfico, admirado y también denostado, antiperonista, hablaba de “casta” en los años ’60, pero de la “casta del periodismo”, que era entonces santa patrona de una palabra hegemónica, a la que ni siquiera podía discutírsele una coma. Respondía en El Gráfico entonces las cartas de los lectores, con la misma dedicación con la que analizaba fútbol, natación o ciclismo, pero sin por ello acomodar su palabra para vender más ejemplares. “Esto no es una fiambrería –decía Panzeri- el cliente no siempre tiene la razón”. Y defendía su oficio afirmando que él no podía elegir dónde trabajar, pero sí qué debía escribir o decir.
Abril también, pero el día 13 (no el 14) marcó ayer el décimo aniversario de la muerte del escritor uruguayo Eduardo Galeano, el “intelectual” (término que él aborrecía) que más y mejor amó al fútbol. Fue toda una ironía que también falleciera ayer (13 de abril) el peruano Mario Vargas Llosa. Ambos escritores compartían la izquierda latinoamericana más de medio siglo atrás. Galeano siguió coherente su derrotero. Vargas Llosa mutó tanto que en las últimas elecciones de Chile apoyó la candidatura del ultraderechista Carlos Kast. Uno de Nacional de Montevideo, el otro de Universitario de Lima. Vargas Llosa alabó a Diego Maradona en pleno Mundial de España 82 (estuvo en algunos estadios). Galeano amó siempre a Diego. “El intelectual que mejor me comprendió”, lo despidió Maradona a la hora de su muerte. “El Dios sucio, el más humano de los Dioses”, había calificado a su vez Galeano a Diego.
Ayer en Montevideo, en el saludo clásico previo al inicio del partido, Nacional, rival de Danubio, intercambió con el adversario libros de Galeano. “Cerrado por fútbol”, era uno de esos libros, la frase que usaba Galeano para pedir que nadie lo interrumpiera cuando se jugaba un Mundial. No creía eso de que el fútbol impidiera pensar o alienar y aceptaba el negocio impiadoso que se había adueñado de la pelota, pero se preguntaba qué pasión acaso no era manipulada por el poder del dinero. Era de Nacional, sí, pero se declaraba ante todo “un mendigo del buen fútbol”. Del fútbol, sabía, que podía ser “veneno en manos de los Havelanges. Pero remedio” en los pies de Maradona o de Messi, cuya camiseta firmada de la selección argentina guardó siempre como un tesoro.
Y cerramos con otro aniversario. Porque un 14 de abril como hoy, pero de 1968, Roberto De Vicenzo, uno de los campeones más notables en la historia del deporte argentino, no pudo ganar el más célebre torneo de golf del mundo, el Masters de Augusta, porque su compañero de vuelta (Tommy Aaron) le había anotado por error un golpe de más en un hoyo, sin que él (que debía supervisarlo) lo advirtiera. El error era obvio para todos, “pero los reglamentos son los reglamentos”, asumió De Vicenzo, ganador de 231 títulos en toda su carrera brillante, pero campeón global por la humildad con la que aceptó el saber perder aquel día.
En aquel Masters Estados Unidos también era un caos. Una semana antes había sido asesinado Martin Luther King, premio Nobel de la Paz de 1963, vocero de las injusticias contra la población negra y crítico días antes de la Guerra de Vietnam. El asesinato provocó revueltas y muertes en el país. Y allí estaba De Vicenzo, un argentino explicándole a Estados Unidos que las reglas deben ser respetadas. Un campeón nacido en la pobreza, quinto de ocho hijos, y que, según él mismo contaba, aprendió a jugar al golf no exactamente “para bajar la panza, sino para llenarla”.