Del terrorismo de Estado al mileísmo: una misma línea ideológica contra los trabajadores

26 de junio, 2025 | 15.30

La reciente columna de Horacio M. Lynch publicada en La Nación, titulada “Justicia laboral vs. trabajadores”, no es un análisis jurídico ni un diagnóstico técnico sobre el estado del fuero del trabajo en la Argentina. Es, en rigor, un panfleto ideológico de profunda raigambre clasista y autoritaria. Quien lo escribe no es un jurista neutral: es el fundador de FORES (Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia), la institución jurídico-empresarial que durante la última dictadura cívico-militar ofició como aparato de propaganda, legitimación y diseño de la contrarrevolución legal impulsada por los genocidas.

Fundada en octubre de 1976, apenas seis meses después del golpe de Estado, FORES no ocultó sus objetivos: según sus propios estatutos, fue creada para “enfrentar la campaña antiargentina” y apoyar activamente el “espíritu del Proceso de Reorganización Nacional”. Su rol durante los años de plomo fue todo menos marginal. Con el patrocinio del Ministerio de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires —entonces dirigido por Jaime Lamont Smart, hoy condenado por delitos de lesa humanidad—, FORES promovió las Conferencias sobre la Reforma Judicial de 1977 y 1978, presididas por los generales Albano Harguindeguy, Manuel Ibérico Saint Jean y Oscar Alfredo Saint Jean. En esos encuentros, delineó una concepción del derecho subordinada a la doctrina de la seguridad nacional y al orden económico corporativo: desprecio por los sindicatos, hostilidad hacia la intervención estatal en la economía y una justicia funcional a los intereses empresariales.

La historia de FORES es la historia de la colonización del derecho por los sectores más reaccionarios del poder económico. Su presidente en 1978 celebró que “se ha ganado una guerra” y llamó a “aislar al poder sindical” por considerarlo “un factor político espurio”. En 1983, Horacio M. Lynch —el mismo que hoy pontifica contra el fuero laboral— publicó en la revista del Colegio de Abogados un panegírico del apartheid sudafricano, destacando “la férrea posición anticomunista de su gobierno” y criticando el Documento Final de la Junta Militar por haber sido demasiado blandos.

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Con el regreso de la democracia, en su rol como presidente de FORES, se involucró activamente en cuestionar la CONADEP. En 1985, publicó un libro titulado “Definitivamente nunca más, la otra cara de la Conadep”, que calificó al informe Nunca Más como “ideológico, incompleto y deficitario” por no explicar la violencia subversiva, y afirmó que “presenta a las víctimas como personas inocentes” —lo cual es una clara negación implícita de la magnitud del terrorismo de Estado. Aquella publicación no fue un gesto aislado, sino parte de una estrategia discursiva más amplia orientada a legitimar la represión ilegal, justificar la doctrina militar y socavar el proceso de verdad y justicia.

Esa es la matriz ideológica de la que proviene la nota del 25 de junio. Bajo una retórica supuestamente racional, Lynch busca instalar una falsedad: que la justicia laboral no protege a los trabajadores, sino que los perjudica; que el abogado laboralista no defiende derechos, sino que explota pleitos; que el juez laboral no cumple un rol de equilibrio, sino que extorsiona al capital productivo. La propuesta es clara: suprimir la especificidad del fuero, diluir su autonomía, reabsorberlo en tribunales civiles y, con ello, vaciar de contenido la tutela diferenciada que le corresponde al trabajador en tanto parte estructuralmente más débil.

La acusación sobre una supuesta “industria del juicio” no resiste la menor contrastación empírica. No hay litigiosidad porque exista un sistema perverso, sino porque hay incumplimientos sistemáticos, informalidad creciente y resistencia de numerosos empleadores a respetar los derechos básicos. Lo que Lynch busca revertir no es una patología del sistema, sino su fundamento más genuino: el principio protectorio, la gratuidad para el trabajador, la inversión de la carga de la prueba; en definitiva, la posibilidad del trabajador de reclamar por sus derechos.

Más aún, su cruzada contra el “sesgo pro operario” no es otra cosa que una embestida contra el corazón de la justicia social. Lynch detesta el origen peronista del fuero -al que califica como “pecado original”- porque se opone a toda política redistributiva, a la regulación estatal del mercado y a la existencia misma del sindicalismo institucionalizado. En el fondo, añora un orden jurídico donde el mercado imponga sus reglas sin interferencias, sin convenios colectivos, sin abogados laboralistas y sin magistrados que se atrevan a interpelar al capital.

No es casualidad que el texto haya sido publicado en La Nación en este preciso momento. La ofensiva del gobierno de Javier Milei -y de sus verdaderos mandantes: el bloque de poder económico que domina estructuralmente la Argentina- contra las normas laborales, desplegada mediante decretos de necesidad y urgencia y proyectos de reforma regresiva, encuentra en Horacio M. Lynch a uno más de sus voceros. No se trata de una opinión aislada, sino de la expresión coherente de una línea histórica que busca desmantelar la arquitectura jurídica de la justicia social y restaurar un orden patronal sin límites.

Lo que está en juego excede el fuero del trabajo: se trata del tipo de sociedad que estamos dispuestos a sostener.

Frente a esta avanzada, no hay lugar para vacilaciones. Lynch no solo representa un pensamiento retrógrado: representa intereses concretos, corporativos, antipopulares. La institución que fundó no es un foro de debate jurídico, sino una usina de lobby empresarial que justificó el terrorismo de Estado, celebró la represión ilegal y militó la continuidad de jueces designados por los militares. Que hoy vuelva a ocupar espacios en medios masivos para arremeter contra los derechos del trabajo no es un síntoma de pluralismo, sino una señal preocupante de restauración reaccionaria.

La justicia laboral argentina, con sus límites y desafíos, es una conquista histórica de los trabajadores y de la democracia. Su defensa es hoy una tarea necesaria, no solo para proteger derechos adquiridos, sino para impedir que la Argentina vuelva a caer bajo la tutela de un orden autoritario, sin justicia, sin trabajo digno y sin Estado de Derecho.