Primero Shoshana Zuboff explicó en su libro La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós, 2021), con lujo de detalles y datos comprobados a lo largo de casi mil páginas, cómo las empresas de Sillicon Valley están afectando y modificando la realidad que experimentamos personas y seres sintientes de todo el mundo, a través de aparatos y aplicaciones “inteligentes” que hacen minería de datos gracias a la astuta estratagema de los “Términos y condiciones”, documentos interminables, recursivos e intertextuales, profundos como el túnel por el que resbala Alicia detrás del Conejo Blanco. Todes cliqueamos el casillero: “Sí, acepto”. Gracias a la masivización global de los teléfonos celulares “inteligentes” y sus aplicaciones (en el doble sentido de programas y usos), la vida en la Tierra ha sida convertida en fuente inacabable de datos, metadatos, métricas, en un continuum polifacético de algo mensurable. Nuestras existencias humanas, nuestra experiencia de seres vives en este mundo, son hoy la Vaca Muerta de empresas que se alimentan de y enriquecen con lo que hacemos, queremos, buscamos. Somos el yacimiento petrolífero de un nuevo capitalismo: el del control total del capital financiero transnacional.
Luego Yanis Varoufakis, en Tecnofeudalismo (Paidós, 2024), continuó el análisis de Zuboff poniendo el foco en el aspecto económico de este nuevo sistema de explotación mundial. Si los feminismos popularizaron el dictum “Eso que llaman amor es trabajo no pago”, Varoufakis lo actualizó a “Eso que llaman boludear es trabajo no pago”. Somos les sierves de la gleba de los “monopolios corporativos globales absolutistas totalitarios”, en palabras del filósofo Rocco Carbone, y ni siquiera lo sabemos. Lo somos porque “queremos”, por una voluntad que se nos aparece como “propia”. Al subir una foto en tanga o presentando un libro, generamos el contenido sin el cual la existencia de los capitales que hoy se manifiestan políticamente a través de expresiones partidarias fascistas sigilosas (es decir, que niegan serlo) sería imposible. Somos las abejas obreras de un sistema novedoso, interconectado a nivel global, que exacerba y radicaliza los extremos, que premia los comportamientos antisociales: ira, crueldad, humillación; que construye otres, les señala, les vuelve blanco de un odio que, cuanto más radicalizado, más se aplaude. Un sistema que gana plata con lo que nosotres hacemos a todas horas, todos los días de la semana. No tenemos jornada laboral demarcada ni fines de semana ni nos tomamos vacaciones. Vivimos en el panal. No hay interrupciones en nuestro vínculo con las redes porque se recorta sobre el modelo de la adicción. Somos adictes a un sistema que nos explota y que, a la vez, es una estructura vacía. Sin nuestro afanoso trabajo de creación de contenidos, que hacemos de manera no remunerada, a cambio de ser vistes, de figurar, de no dejar de “ser”, esta máquina de guerra apuntada contra de las grandes mayorías perdería su razón de ser. Hay quienes creen que es posible usarla a contrapelo, hackearla, para que dé voz a aquellas comunidades subrepresentadas en el plano político. Sin embargo, la dificultad de todo lo que no sea onvre en los streams de YouTube para exceder las fronteras de sus parroquianes naturales –apenas un ejemplo– parecería negarlo.
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Es un lugar común que vivimos una época en la que la intimidad ha dejado de existir. Desde las escuchas telefónicas a las fotos comprometedoras, a las publicaciones voluntarias, todo se filtra, circula, se conoce. Todo está a la vista, iluminado. O podría estarlo, esta es la amenaza latente que los aparatos “inteligentes” suspenden sobre nuestras cabezas. Trabajamos (gratis) para construir la imagen de nosotres mismes que queremos que el mundo vea. En este sentido, también, el mundo –como la pobreza– se ha feminizado: todes nos miramos desde afuera, con un ojo externo (que es social y, por lo tanto, masculino) para editar lo que somos y mostrarnos de acuerdo a los parámetros que serán luego premiados con corazones y comentarios. Esta, que era una situación típicamente femenina (“No puedo salir vestida así, no da, ¿qué quiero, que me violen?”), se ha extendido hasta incluir el arco genérico en su conjunto. En esta vida a la vista que llevamos adelante el único resquicio de intimidad que sigue en pie es el que nos vincula a “nuestro” algoritmo. Sólo yo sé lo que veo al entrar a Instagram, al buscar algo en Google, al scrollear por YouTube. Sólo yo sé lo que mi algoritmo cocina para mí, siempre atento a reforzar la confirmación de mi sesgo, a nunca hacerme dudar de lo que ya pienso, a radicalizar mis convicciones. Es la única intimidad que queda. Vivimos envueltes en una crisálida de exceso de información, siempre dudosa y hecha a medida, personal, que nos aísla del afuera y nos mantiene segures y calentites, inmóviles, momificades. Como en la impactante escena de Matrix en la que las máquinas desconectan el cuerpo físico de Neo, vivimos en compartimentos estancos, separados, mediades en nuestro vínculo con el afuera (lo que queda más allá de nosotres como individues) por un sistema que se enriquece con nuestra psicotización. Delegamos en las redes y las apps de citas, etc., nuestro vínculo con les demás.
En Historia de la revolución rusa Trotsky recuerda que a principios de octubre de 1917 los marinos del Báltico “lanzaron desde las estaciones de radio de sus buques un llamamiento a los cuatro puntos cardinales, apelando a la ayuda revolucionaria internacional […] ‘¡Oprimidos de todo el mundo, levantad la bandera de la insurrección!’” (727). Ha llegado la hora, para los campos populares de todo el mundo, las grandes mayorías democráticas antifascistas globales, de insurreccionarse contra esta vida encapsulada en individualidades cerradas, sin más conexión con el afuera que el algoritmo. Tal vez, salir de la crisálida tenga que ver con abandonar la ingenuidad de pensar que las herramientas son sólo eso y afrontar de una vez que las formas hacen al contenido y que estas herramientas en particular fueron creadas para alejar la realidad de lo que circula por sus veloces autopistas digitales. Para crear un caldo nutritivo de indecibilidad y un caudal de información monstruoso e inchequeable. La única salida que se avizora es hacia adelante: levantar un escudo crítico creando alternativas tecnológicas con otras lógicas, que reproduzcan la Weltanschauung de las grandes mayorías y las amplifique, para todes aquelles que nos queremos iguales en la diferencia.