Alaska ha dejado de ser un punto remoto en el mapa para convertirse en epicentro de la geopolítica mundial. Allí, el 15 de agosto, Donald Trump y Vladímir Putin mantuvieron su primer encuentro cara a cara desde 2019 y la primera cumbre independiente entre ambos líderes desde Helsinki en 2018.
La elección de Alaska como sede dista de ser casual. Este territorio, adquirido por Estados Unidos a Rusia en 1867 y convertido en estado en 1959, posee un fuerte valor simbólico. Representa, por un lado, la narrativa de un encuentro “poder a poder”, y al mismo tiempo marca un punto de convergencia entre dos proyectos estratégicos: el euroasiático, que el putinismo impulsa desde el Kremlin, y el neoconservador, expresión de una facción del gran capital angloamericano que hoy conduce los destinos de la Casa Blanca. El hecho de que la cita se realizara en Alaska indica, además, que las dos principales potencias militares del planeta no sólo se están repartiendo las tierras ucranianas, sino que inevitablemente coordinan también su proyección en el Ártico. No es un dato menor que Trump llegara incluso a plantear la “compra” de Groenlandia como parte de esa estrategia.
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Tras la reunión en la Base Militar Conjunta Elmendorf-Richardson, en la ciudad de Anchorage -de casi 300 mil habitantes-, el presidente estadounidense aseguró que él y su homólogo ruso lograron “grandes avances”, aunque reconoció que no hubo acuerdo de alto el fuego en Ucrania, al tiempo que reconoció que en la reunión se discutió, siempre en buenos términos, el “reparto de territorios” ucranianos. Putin, por su parte, advirtió a Kiev y a sus aliados europeos que no “pongan piedras en el camino” ni realicen “provocaciones” en el marco de las conversaciones de paz impulsadas por Trump.
La cumbre duró menos de tres horas, muy por debajo de las estimaciones iniciales del Kremlin, que había anticipado una jornada de seis o siete horas de negociaciones. La brevedad del encuentro reforzó la percepción de que los avances anunciados fueron más retóricos que concretos.
El presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, fue excluido de las conversaciones, lo que alimentó críticas sobre la legitimidad del proceso. Desde Kiev, exigió que Occidente imponga nuevas sanciones a Moscú si Rusia no acepta un “alto el fuego inmediato”. Europa, en bloque, respaldó esa demanda, recordando que negociar sin Ucrania en la mesa debilita la credibilidad de cualquier acuerdo.
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Para el debilitado proyecto estratégico germano-francés que encabeza la Unión Europea -habituado a ocupar un rol subsidiario del globalismo angloamericano-, la advertencia de Putin y la exclusión de Kiev avivaron el temor a un déjà vu histórico: la repetición de un escenario similar al de la Conferencia de Múnich de 1938, con acuerdos parciales que, lejos de consolidar la estabilidad, allanen el camino a nuevas agresiones.
El trasfondo geopolítico y económico permanece en tensión. Ucrania y Estados Unidos firmaron este año un acuerdo de reconstrucción basado en tierras raras, gas y petróleo, mientras Rusia busca involucrar a Washington en proyectos energéticos en territorios bajo su control. En paralelo, China observa desde la distancia, interesada en sostener el flujo energético ruso sin asumir un rol central en la negociación. No obstante, como advierte Fernando Esteche en un artículo publicado en PIA Global, “no deben menospreciarse las conversaciones de Putin con Xi Jinping del 8 de agosto ni con otros lideres de zonas conflictivas previas a la cumbre y de cara a la cumbre”, entre ellas un intercambio con el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva.
Lo que se negoció en Alaska excede a Ucrania: fue la puesta en escena de un nuevo mapa de poder mundial, en el que Washington acepta a Moscú -aunque sea tácticamente, por haber ganado la guerra en el teatro de operaciones- como un actor ineludible, mientras China se mantiene como el verdadero telón de fondo de las negociaciones.
Esta redefinición desnuda el verdadero objetivo del neoconservadurismo angloamericano: un repliegue que no implica aislamiento, sino acumulación de fuerzas. En las leyes de la guerra, retroceder significa ceder espacio con la condición de preservar recursos, reorganizarse y preparar un contraataque en mejores condiciones. Lo que está en juego no es únicamente el destino de Ucrania, sino quién logrará imponerse en el desarrollo de las fuerzas productivas de la Cuarta Revolución Industrial, quién marcará los ritmos de la nueva fase digital-financiera del capitalismo, quién se erigirá como eje de la gobernanza institucional, y quién tendrá el centro geopolítico del mundo.
La lógica que emerge de Alaska recuerda menos a la diplomacia de contención de la Guerra Fría que a un “Kissinger a la inversa”, o “patas arriba”. Ya no se trata de expandir las fronteras del orden angloamericano, sino de replegar las fuerzas indiscutibles de su gran capital hacia el propio territorio estadounidense y negociar desde allí un ventajoso re-reparto del mundo. Así como en 1979 Henry Kissinger buscó acercar a Estados Unidos a la China de Mao para aislar a la Unión Soviética -movimiento que se materializó en la caída de la “banda de los cuatro” y en el ascenso definitivo de Deng Xiaoping-, hoy la estrategia neoconservadora que encarna Trump intenta un gesto similar, pero invertido: atraer a Rusia como socio para contener a una China, no sólo como Estado, sino también como una red de actores económicos y tecnológicos, en lo que hemos denominado “enfrentamiento del G2”.
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La Unión Europea, aferrada a un proyecto germano-francés en crisis, emerge como la gran derrotada de la cumbre. Su margen inmediato se reduce a acatar decisiones ajenas, mientras los sures del mundo, testigos atentos de esta mutación, percibe cómo las tensiones y realineamientos en el llamado Norte Global abren oportunidades inéditas para una política verdaderamente antiimperialista. La paradoja de Alaska es que, al dejar a Europa fuera de la mesa y convertir a Ucrania en mera moneda de cambio, consagra la posibilidad de una nueva arquitectura internacional. Por eso no resulta exagerado definir esta cita como una “Yalta 2.0”.
Más allá de las reacciones inmediatas de Zelensky y de Europa, el verdadero condicionamiento parece estar en Washington. La UE tiene cada vez menos margen de maniobra, y su dependencia económica y militar la mantiene, en los hechos, arrodillada. La incógnita central es qué harán los actores que iniciaron esta guerra y que hoy no comulgan con la agenda de Trump: el globalismo y, dentro de Estados Unidos, los sectores de las finanzas (Wall Street), la industria tecnológica (Silicon Valley), y el Pentágono que no se alinean con él. Allí radica el riesgo principal: el mayor obstáculo para la pacificación euroasiática no proviene de Kiev ni de Bruselas, mucho menos de Moscú, sino de las tensiones internas en el propio poder angloamericano.
La cumbre de Alaska no consuma todavía una redefinición del orden mundial, pero sí inaugura sus condiciones de posibilidad. La nueva fase capitalista -digital y financiera- está abriendo todo un marco de transición hacia un nuevo orden mundial. Esto ya no es una hipótesis, sino una evidencia en curso, que interpela tanto a las élites como a los pueblos. El desafío consiste en que ésta “redefinición” no quede circunscripta a un pacto entre potencias, sino que abra paso a un orden internacional diferente, con protagonismo de los Pueblos, sus necesidades y aspiraciones, donde los sures del mundo puedan traducir su capacidad de lucha en propuestas de integración, cooperación y soberanía. Sólo así la disputa entre potencias militares dejará de ser una reedición de viejos repartos, y podrá convertirse en oportunidad para un verdadero cambio civilizatorio.