En pleno invierno de 1806, la geopolítica global parecía jugar en contra del Virreinato del Río de la Plata. La escuadra del comodoro británico Home Popham había desembarcado en Quilmes a más de 1.500 hombres al mando del general William Carr Beresford. Estaban decididos a tomar la plaza comercial más estratégica de Sudamérica: Buenos Aires.
La operación fue tan rápida como humillante para las autoridades virreinales: sin resistencia efectiva, los casacas rojas izaron su bandera en el Fuerte y el virrey huyó. Pero lo que parecía un triunfo asegurado para el imperio más poderoso de la época se transformó en una de sus derrotas más vergonzosas por la resistencia improvisada de una población decidida a no entregar su ciudad.
La invasión que subestimó al pueblo
En cartas dirigidas a Londres, Popham describía una presa fácil: menos de mil soldados en todo el territorio, comerciantes locales dispuestos a colaborar y una población supuestamente contraria al gobierno español. El diagnóstico era erróneo.
Bajo el liderazgo de Santiago de Liniers, con el apoyo de Martín de Álzaga en la ciudad y de Juan Martín de Pueyrredón en la campaña, empezó a gestarse una fuerza mixta de criollos, españoles, afrodescendientes, aborígenes y hasta adolescentes armados con lo que tuvieran a mano.
La derrota inicial en Perdriel no frenó la determinación. Mientras los ingleses controlaban el centro porteño, las calles se llenaban de trampas invisibles: vecinos que observaban, planificaban y esperaban la oportunidad para golpear.
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El avance de Liniers y el combate decisivo
El 10 de agosto, apostado en los corrales de Miserere, Liniers intimó a Beresford a rendirse: le dio quince minutos para evitar la “total destrucción” de sus tropas. La respuesta británica fue negativa. Dos días después, columnas patriotas convergieron sobre la Plaza Mayor.
El combate se volvió feroz: desde techos y balcones llovían piedras y agua hirviendo sobre los casacas rojas; la artillería improvisada rugía; las calles se cerraban como trampas. La superioridad numérica y el fervor popular quebraron la defensa. Los británicos, acorralados en el Fuerte, se rindieron.
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El nacimiento de la Patria
Liniers recordaría la escena como un rugido colectivo: “avance, avance” se escuchaba por encima de la artillería. La Reconquista no solo devolvió la ciudad a manos del virreinato: sembró la idea de que el pueblo podía organizarse y vencer a un enemigo de élite.
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Aquella alianza espontánea —criollos, peninsulares, indígenas, afrodescendientes— marcó el inicio de una conciencia común que, pocos años después, se transformaría en movimiento independentista.