Cada 11 de septiembre, Argentina celebra el Día del Maestro en memoria de Domingo Faustino Sarmiento, fallecido en 1888. La fecha, que otorga un día de descanso en las escuelas, es también una oportunidad para homenajear a quienes marcan vidas desde las aulas. Algunos poemas de Jorge Luis Borges, Gabriela Mistral y Gabriel Celaya se alzan como tributos inmortales a la enseñanza.
El Día del Maestro no es solo un feriado escolar: es un punto de encuentro cultural, político e histórico. En una sociedad donde la educación pública fue uno de los pilares fundacionales del país, la figura de Sarmiento —expresidente y pionero en impulsar la enseñanza universal y laica— aún genera debate. En tiempos donde la docencia atraviesa salarios bajos y precarización, la fecha adquiere un eco aún más profundo.
¿Por qué se celebra el Día del Maestro el 11 de septiembre?
El origen de la conmemoración remite a la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, en 1888. Maestro, periodista, militar y presidente de la Nación entre 1868 y 1874, fue un actor central en la construcción de un sistema educativo moderno. Bajo su impulso, y posteriormente con la sanción de la Ley 1420 de Educación Común durante la presidencia de Julio Argentino Roca, se consolidó la educación gratuita, laica y obligatoria en la Argentina.
La fecha funciona como recordatorio de un legado que no estuvo exento de polémicas: Sarmiento fue admirado por su visión pedagógica, pero también criticado por sus posturas políticas y raciales. Esa dualidad lo convierte en una figura ineludible del debate educativo argentino.
Tres poemas para celebrar el Día del Maestro
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“Educar”, de Gabriel Celaya
Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca…
Hay que medir, pensar, equilibrar…
y poner todo en marcha.
Pero para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
Pero es consolador soñar,
mientras uno trabaja,
que ese barco, ese niño,
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.
Soñar que, cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos seguirá
nuestra bandera enarbolada.
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“La maestra rural”, de Gabriela Mistral
La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía,
«de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».
La Maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel).
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano,
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.
¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor.
Los hierros que le abrieron el pecho generoso,
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!
¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!
Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!
Pasó por él su fina, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.
Y en su Dios se ha dormido, como un cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!
Como un henchido vaso, traía el alma hecha
para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las
plantas del que huella sus huesos, al pasar!
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“Sarmiento”, de Jorge Luis Borges
No lo abruman el mármol y la gloria.
Nuestra asidua retórica no lima
su áspera realidad. Las aclamadas
fechas de centenarios y de fastos
no hacen que este hombre solitario sea
menos que un hombre. No es un eco antiguo
que la cóncava fama multiplica
o, como éste o aquél, un blanco sin símbolo
que pueden manejar las dictaduras.
Es él. Es el testigo de la patria,
el que ve nuestra infamia y nuestra gloria,
la luz de Mayo y el horror de Rosas
y el otro horror y los secretos días
del minucioso porvenir. Es alguien
que sigue odiando, amando y combatiendo.
Sé que en aquellas albas de setiembre
que nadie olvidará y que nadie puede
contar, lo hemos sentido. Su obstinado
amor quiere salvarnos. Noche y día
camina entre los hombres, que le pagan
(porque no ha muerto) su jornal de injurias
o de veneraciones. Abstraído
en su larga visión como en un mágico
cristal que a un tiempo encierra las tres caras
del tiempo que es después, antes, ahora,
Sarmiento el soñador sigue soñándonos.