Esta semana llega a la pantalla de Flow Barreda, el odontólogo femicida, una docuficción de dos episodios, producida por Zeppelin Studio y dirigida por Lucas Jinkis, sobre el cuádruple femicidio de La Plata. El proyecto gira en torno al crimen cometido por Ricardo Barreda, quien en 1992 asesinó a su esposa, a sus dos hijas y a su suegra. Sin embargo, el documental también pone en evidencia cómo, amparado por una cultura misógina y machista, se produjo el doble proceso por el cual Barreda se convirtió en ícono pop y referencia, mientras que socialmente se minimizó el horror y sus víctimas quedaron reducidas a una anécdota secundaria.
La serie, que llega el jueves a las pantallas de todo América Latina, cuenta con testimonios de periodistas, peritos, jueces y familiares, y los combina con dramatizaciones, material de archivo inédito e incluso recreaciones con inteligencia artificial. Entre las voces que aparecen se destacan la periodista y referente del movimiento feminista Ni Una Menos, Mariana Carbajal; el periodista especializado en casos policiales, Mauro Szeta; y Rodolfo Palacios, autor del libro “CONCHITA, Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres”.
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Frente al estreno, a más de treinta años y en un contexto político y social marcado por la visibilidad y legitimidad en la agenda pública de los reclamos de las mujeres y de la lucha contra la violencia de género, se abre entonces la posibilidad de desentrañar los componentes sociales y culturales del asesinato pero sobre todo de su resonancia. El dilema entonces podría resumirse de la siguiente manera: ¿será este nuevo producto una herramienta para recuperar la memoria y el debate en clave feminista, o caerá en la trampa del morbo y la espectacularización que rodearon al caso desde el comienzo?
Un caso que marcó una época
El 15 de noviembre de 1992, La Plata se convirtió en el escenario de un crimen estremecedor y un caso emblemático de violencia de género en Argentina. Ricardo Barreda, un odontólogo de 56 años de clase media, un “vecino de bien”, asesinó con una escopeta a su esposa Gladys McDonald, a sus hijas Cecilia y Adriana (26 y 24), y a su suegra Elena Arreche. La noticia ocupó durante semanas las tapas de los diarios, monopolizó programas de radio y televisión, y dejó en shock a una sociedad que aún no conocía la palabra “femicidio”. Mariana Carbajal advierte que resulta necesario analizar el contexto ya que “ faltaban 16 años para que una ONG, la Casa del Encuentro, empezara a registrar los femicidios que se publicaban en los medios. Es decir, recién a partir de ese año empezamos a tener un registro de femicidios y en 2012 se incorpora la figura al Código Penal como un agravante por violencia de género”.
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Lo que se puso en juego desde ese momento excedió la reconstrucción policial o judicial. Es más, casi no se hablaba de la investigación. El caso se transformó en un prisma cultural a través del cual la Argentina de los ’90 habló de sí misma: de sus prejuicios de género, de los roles asignados, del modo en que los medios convertían tragedias en espectáculos, y de cómo la violencia podía ser resignificada como humor o revancha. No solo se trató de un crimen brutal, sino de la construcción de un mito: el femicida devenido ícono popular, referencia de canciones de rock barrial, grafitis en baños de bares, incluso slogans de hinchadas de fútbol. Lo que se observaba era una cierta épica machista que lo celebraba como vengador.
Si bien Barreda fue condenado a reclusión perpetua por “triple homicidio calificado y homicidio simple”, gran parte de la sociedad no solo no lo castigó, sino que además desde algunos sectores se llegó a justificar el crimen, tal como hizo su defensa en el juicio, por el supuesto “hostigamiento” y la opresión que sufría por parte de las mujeres de la casa. “Su propio relato de los hechos pretendió instalarlo en un lugar de víctima y sacarlo del de victimario. Entonces, una de las narrativas que pretendió imponer la defensa fue la de una reacción que ‘se desbordó’. También circularon narrativas que ponían el acento en la humanización del asesino, lo mencionaban como un “buen vecino”, un profesional reconocido, tratando de separar a la persona del acto criminal”, señala Carbajal.
La figura del “buen hombre harto de humillaciones” que estaba viviendo “un infierno” (como él lo describía) encajaba en una narrativa mediática y judicial que reforzaba prejuicios machistas: la esposa y la suegra vistas como controladoras, las hijas como “aliadas”, y el hombre como víctima de un entorno hostil. Hasta crearon la estampita de “San Barreda”, patrono de los “varones oprimidos de los matrimonios”. Paradójicamente, jamás se probó que le hubiesen dicho “Conchita”.
En el libro “Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres” (2012), Palacios señala lo que ocurría a nivel social: “Cientos de mujeres y feministas lo ponen a la altura de un diablo y lo sacrificarían en una plaza pública. Pero por otro lado, y esto es lo que sorprende, cientos de hombres lo admiran: llegaron a pintar ‘Ricky ídolo’ en la vieja casona de La Plata donde ocurrieron los crímenes, la barra brava de Estudiantes despliega cada tanto una bandera en su homenaje y en Facebook crearon un grupo que lo idolatra. ‘Ricardo agradece tantas muestras de afecto pero pide que no lo feliciten por algo tan desgraciado’, escribió un amigo del odontólogo”.
El show televisivo de “Conchita”
El asesinato de cuatro mujeres fue utilizado por los medios que reflejaban ese ambiente y procesamiento social, y montaron una suerte de novela grotesca para ser consumida por los ciudadanos como un espectáculo sin anclaje en la realidad. La cobertura y narrativas alrededor del caso fueron claves en la construcción del héroe popular. En los titulares y análisis se hablaba de “crimen pasional”, “drama doméstico”, o “conflictos familiares”, y los cronistas justificaban la violencia por la supuesta “provocación” de las víctimas a este buen varón, mientras invitaban a los debates a abogados que planteaban la “inimputabilidad” por estrés. El diario El Día llegó a hacer una encuesta a vecinos a quienes les consultaba si Barreda era culpable o no, y si su actuación criminal era defendible. “Hizo lo que todos soñamos”, se repetía con un tono de complicidad viril en las conversaciones.
Tal como lo explica la antropóloga Rita Segato en sus análisis, es necesario entender la violencia de género y la violencia sexual como parte de un conjunto de relaciones de poder: el femicidio no es solo un acto de violencia, sino y sobre todo un acto de poder. El patriarcado se reproduce a través de gestos ejemplificadores como la violencia disciplinadora contra las mujeres que reafirma jerarquías masculinas. La autora identifica que para estos varones “quedar adentro del sistema de poder del sistema de la masculinidad” es más importante que “perder la libertad para siempre". En ese sentido, el mito Barreda que servía para reafirmar la fantasía de un orden patriarcal donde las mujeres que “molestan” son eliminadas, no se explica por el crimen en sí mismo, sino por la cultura que lo convirtió en objeto de celebración.
Barreda en 2025: misoginia digital y discursos de odio
Si en los ’90 la construcción del mito tenía como base los chistes, estampitas y canciones, hoy esa legitimidad circula por otras vías adaptadas a las características de la manósfera y la cultura digital: comunidades en línea que comparten contenidos y mensajes misóginos, influencers antifeministas que atacan mujeres en clave de humor, foros que reivindican la “superioridad masculina”, memes y videos que se burlan de los femicidios. En el siglo XXI la cultura de odio contra las mujeres encontró en las redes y plataformas un amplificador global.
El caso, visto en retrospectiva, es un eslabón de esa genealogía. Barreda no es un monstruo o un caso aislado, sino el producto de un entramado social que lo volvió posible. “Barreda despertó empatía en un público misógino. No había en ese momento la reflexión en torno a la violencia machista y sus causas estructurales, no existía ese debate social que pudimos abrir hace una década con más masividad. La violencia de género ha sido históricamente minimizada - identifica la periodista referente del Ni Una Menos – la categoría de femicidio en términos de condena, no hubiera cambiado porque le aplicaron la máxima sanción del Código Penal, pero sí hubiera permitido visibilizar el trasfondo estructural de las violencias que él ejerció. La categoría habría implicado en principio nombrar la violencia como estructural y no como un conflicto familiar privado ni como un acto criminal aislado”.
Es que ni la violencia ni el mito nacieron de la nada: fueron producidos, repetidos, celebrados. En esa producción participaron las instituciones, los medios, la cultura popular y también el silencio social frente a la violencia. Segato expresa que los crímenes que parecen individuales son, en realidad, “crímenes del mandato de masculinidad”. Hoy, tres décadas después, el desafío sigue siendo el mismo: desarmar la complicidad y preguntarnos qué hacemos hoy con esos mandatos.
Como advierte Nancy Fraser, las luchas culturales son también luchas por el sentido: quién tiene derecho a definir qué es violencia y qué es justicia. La docuficción Conchita llega en un momento en que esas disputas están más vivas que nunca: mientras los feminismos lograron instalar el concepto de femicidio, visibilizar las violencias, y presionar por la efectivización de política públicas y programas institucionales con mirada de género, emergen corrientes potenciadas por el partido de gobierno que buscan reinstalar una mirada patriarcal de la justicia y el disciplinamiento como orden social. No casualmente fue el propio Presidente Milei quien en su discurso en el Foro Económico Mundial de Davos criticó la figura legal del femicidio y adelantó que junto con el ministro de Justicia de la Nación, Mariano Cúneo Libarona, trabajarían para eliminar la figura del Código Penal Argentino.
¿Qué lugar queda para las víctimas?
El gran desafío narrativo de la serie podría ser entonces devolverles voz y lugar a Gladys, Cecilia, Adriana y Elena. Sus nombres suelen quedar opacados por el apellido Barreda, como si la historia solo pudiera contarse desde el asesino. La memoria feminista insiste en lo contrario: reparar simbólicamente significa poner en el centro a quienes fueron borradas. En 2014, en este sentido, la casa de la calle 48 fue expropiada y se proyectó su reconversión en un espacio de memoria y prevención de la violencia de género. Finalmente en noviembre de 2022 el gobierno bonaerense logró señalizar la casa como espacio de memoria y la ministra de Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual bonaerense, Estela Díaz, anunció la creación de un "Centro de memoria activa feminista", administrada por la municipalidad de La Plata, con el objetivo de atender y acompañar a mujeres en situación de violencia de género. Ese gesto político puede sintetizar la disputa: transformar el escenario del horror en lugar de reparación.
La cultura audiovisual, cuando retoma estos casos, debería acompañar ese mismo movimiento. Puede repetir la espectacularización o puede abrir un debate necesario y a la altura de la demanda social. El verdadero desafío es si seremos capaces de mirar más allá del morbo y reconocer las vidas truncadas de Gladys, Cecilia, Adriana, Elena, y la dimensión de una violencia que todavía nos atraviesa.