“Quiero que venga Raquel, la profesora de matemáticas que me hizo bullying”, gritaba la alumna de 14 años de la escuela Marcelino H. Blanco, en La Paz, Mendoza, mientras sostenía un arma de fuego. Se lo repetía también a los miembros del Grupo Especial de Seguridad y del Grupo de Resolución de Incidentes y Secuestros que rodearon la institución e intentaban negociar con ella. “Dejala el arma un minuto en el piso, así podemos hablar. Dejala en el piso... Nos está tirando, ¡no, corazón, no! ¡Déjenla, déjenla, no se hagan ver!”, se escucha decir a los efectivos en los videos que circularon en medios y redes, donde se ve a la adolescente caminar nerviosa pero controlando la situación.
El caso no es aislado. Recuerda a otros episodios donde niños, niñas y adolescentes accedieron a las armas de sus familias. El más trágico fue la “Masacre de Patagones”, en 2004, cuando Rafael Juniors Solich, de 15 años, mató a tres compañeros de la Escuela N° 202 Islas Malvinas de Carmen de Patagones e hirió a otros cinco. La noche anterior había entrado a la habitación de sus padres, tomó la pistola Browning 9 milímetros de su padre —suboficial de la Prefectura— y tres cargadores de balas. Guardó también un cuchillo de caza y una campera camuflada en su mochila.
Según relataron compañeros y autoridades escolares, Juniors no sufría bullying, aunque había tensiones con un amigo que lo desafiaba a concretar el ataque. Tras el hecho, pasó por un penal juvenil y luego fue derivado a un hospital neuropsiquiátrico, donde se le diagnosticó un cuadro de esquizofrenia o trastorno de personalidad.
En ambos casos —como en la mayoría— hay poca información sobre el contexto familiar y emocional que llevó a esos adolescentes a imponerse en sus escuelas con un arma en la mano. Pero algo queda claro: sabían cómo cargarla, disparar y lastimar o intimidar. Sus acciones fueron premeditadas y ni padres ni docentes advirtieron lo que atravesaban.
“Cuando un adolescente vive violencia en la escuela y en su casa, y además tiene acceso a un arma, el riesgo no es solo teórico: es real. Y si no intervenimos antes, lo que podría haberse abordado con palabras, termina expresándose con balas”, señaló Paola Zabala, consultora psicológica especialista en acoso escolar y directora de Comunidad Anti Bullying Argentina, en diálogo con El Destape. Y completó: “Cuando un adolescente toma un arma de su casa, no lo hace porque no entienda el peligro. Lo hace porque atraviesa una crisis emocional profunda y porque en su entorno no encontró otra forma de expresar lo que le pasa”.
“Ella está bien, gracias a Dios. No entendemos bien qué le pasó. Sólo esperamos a que se recupere para poder hablar y entender qué fue lo que ocurrió”, explicó el padre de la adolescente tras el episodio.
El desconcierto de la familia funciona como espejo de una pregunta mayor: ¿qué pasa en los hogares donde hay armas reglamentarias o de fuego al alcance de niñxs y adolescentes? ¿Cómo los transforma?
Entre la naturalización y el riesgo
“Este no te golpea más”, le dijo un niño de 11 años a su madre, tras haberle disparado a su padre con una pistola calibre 22 que estaba guardada en un placard. El niño había presenciado cómo el hombre de 65 años golpeaba a su esposa por no haber preparado la comida, tal como lo había presenciado tantas otras veces.
Crecer en un hogar donde existen armas de fuego es en sí mismo un factor de riesgo cuando se empuja a niños y adolescentes a educaciones violentas tempranas. No es casual. Con 11 años, el niño no sólo sabía dónde estaba guardada el arma en la casa, sino que también sabía usarla. Así lo explicó Paola Zabala: “La sola presencia de un arma disponible, en combinación con un adolescente que presenta conductas impulsivas y desborde emocional, agrava el panorama. Si además en esa familia se transmitió la idea del arma como símbolo de poder o autoridad, el peligro se multiplica”.
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El acceso a un arma no “provoca” la violencia por sí mismo, pero en un entorno atravesado por la falta de contención, la soledad o la violencia previa, “ese arma se convierte en una posibilidad concreta de actuar el dolor”.
En Argentina, los antecedentes son numerosos. En Córdoba (2017), un adolescente de 15 años ingresó a la escuela Almirante Brown y disparó contra dos compañeros con un revólver calibre 38 que había sacado de la casa de su abuelo. En Moreno (2023), un chico de 13 años llevó a la escuela el arma de su padre y la mostró a sus compañeros, generando pánico en el aula.
“En países como Estados Unidos esto es un problema estructural, debido a que los chicos obtienen las armas de su propio hogar o de algún familiar”, apuntó Zabala, sobre el gigante norteamericano donde la portación de armas es legal para los civiles. Esto lleva a que estos incidentes sean más frecuentes y que tanto docentes como alumnado deban realizar “simulaciones acerca de cómo proceder cuando alguien ingresa con un arma de fuego a la Institución”.
Los números respaldan su alerta: según estudios de Everytown for Gun Safety, en 2023 se registraron 33 tiroteos en escuelas en dicho país, de los cuales 13 ocurrieron en instituciones de educación primaria. En comparación, en 2022 se alcanzó un récord con 51 tiroteos en escuelas, resultando en 40 víctimas mortales, incluyendo 32 estudiantes. La combinación de fácil acceso a las armas, naturalización de la violencia y escasa supervisión convierte a estos entornos educativos en espacios de alto riesgo.
En una cultura donde desde edades tempranas se naturalizan las armas en juegos, juguetes y contenidos digitales —especialmente dirigidos a varones—, la especialista sostuvo que la escuela tiene un rol clave en cuestionar esos modelos y en brindar a los niños y adolescentes otras formas de tramitar el enojo, la frustración y el miedo: la palabra, el vínculo, la empatía: “Los chicos no siempre expresan su malestar con palabras: lo hacen a través de cambios de conducta, aislamiento, agresividad o retraimiento. Cuando esas señales no se leen, se minimizan o se ignoran, el riesgo aumenta”.
Desde un enfoque conductual, una psicóloga infantil señaló a este medio que los niños aprenden por observación y refuerzo: la presencia de un arma en el hogar puede asociarse con ideas de poder o intimidación, reforzando la noción de que la violencia “funciona” para resolver conflictos. En ese marco, se debilita la regulación emocional y también la efectividad interpersonal, porque en lugar de desplegar recursos más saludables de comunicación y vínculo, se priorizan respuestas agresivas o de imposición.
La negligencia como delito
En Argentina, la tenencia de armas de fuego está regulada por la Ley Nacional de Armas y Explosivos N.º 20.429 y decretos complementarios administrados y fiscalizados por la ANMaC (Agencia Nacional de Materiales Controlados), que establecen requisitos para su adquisición, transporte, almacenamiento y uso. Sin embargo, cuando un menor accede a un arma dentro del hogar, la normativa no prevé sanciones severas al adulto a quien le pertenece el arma, a menos que el hecho derive en lesiones o muerte, según explicó a este medio Nicolás Mendive, abogado penalista.
“El marco legal es claro: toda persona que posee un arma tiene la obligación de ajustarse a lo que haría un adulto prudente, evitando crear riesgos no permitidos. En la práctica, la figura de ‘tenencia negligente’ —cuando un menor hace uso de un arma por falta de precaución del adulto— contempla multas leves, salvo que haya consecuencias graves, en cuyo caso se podría imputar homicidio culposo o lesiones culposas”.
“La pena en expectativa es tan leve que prácticamente carece de relevancia. No diría que está en desuso, pero a nadie le preocuparía demasiado quedar imputado por eso, porque resulta insignificante. La sanción prevista no es prisión, sino multa de mil a quince mil pesos, que el juez podría aumentar al considerar que quedó desfasada. Y sólo podría ira prisión si el hecho deriva en una muerte por disparo, siendo el dueño penado posiblemente por homicidio culposo además de la infracción de armas”, explicó el abogado.
En consonancia y ejemplificación, el padre de Rafael Solich Junior había pasado 45 días detenido por incumplimiento del protocolo del uso del arma y por la negligencia de haberla dejado al alcance de un menor, incluso cuando de su negligencia resultase la “Masacre de Patagones”.
Tenencia de armas
El decreto 397/2025 y las normas complementarias de la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC) permiten a los usuarios adquirir y poseer “armas semiautomáticas con cargadores extraíbles como símil fusiles, carabinas o subametralladoras de asalto derivadas de armas de uso militar de calibre superior al .22 L, siempre que cumplan los requisitos y acrediten usos legítimos, como actividades deportivas”.
Sin embargo, la ley no detalla técnicamente cómo debe almacenarse un arma en el hogar para impedir que un menor la acceda, dejando un vacío que combina con la falta de contención familiar y educativa para aumentar el riesgo de tragedias. Al respecto, Mendive adujo: “Si un adulto entrega un arma a un menor de 18 años o permite su acceso, puede ser responsable penalmente si hay un resultado fatal o lesiones. Pero la expectativa de pena por la simple negligencia es tan leve que, en la práctica, no constituye un disuasivo fuerte”.
Este contraste evidencia un dilema central: mientras la presencia de un arma en el hogar representa un riesgo real y concreto para niños y adolescentes, la legislación vigente no siempre logra prevenir tragedias, resaltando la necesidad de concientización, educación y protocolos de seguridad estrictos en los hogares donde se posee un arma.