Las imágenes no quedaron en la retina, tampoco alcanza con decir que se guardaron en la memoria; lo que sucedió aquel 3 de junio de 2015 se imprimió en los cuerpos y sigue resonando; es una vibración que trae al presente aquello de lo que fuimos capaces: transformar una sociedad entera.
Y sí, es cierto que el contexto político parece desolador, que todos los días asistimos a una nueva agresión. Se niega que exista la violencia por razones de género, pretenden desalentar que se hagan denuncias inventando figuras inútiles para el Código Penal. Quisieron convertir a los comedores populares, a las cocineras que los sostienen, en chivos expiatorios para negar directamente el reparto de comida, el sostén del lazo social en los territorios más vulnerados. Y se puede seguir listando agresiones. Nada de eso va a borrar aquel temblor de tierra que se produjo hace diez años, cuando dimos el primer paso de un movimiento emancipador que todavía abriga y alienta a no soltarse la mano, a saber que nadie puede ni nadie quiere salvarse en soledad; que podemos ser quienes queremos ser, decidir sobre nuestros proyectos de vida y nuestros cuerpos, seguir soñando justicia, equidad, comida calentita y techo para todos y para todas.
Hace diez años, mientras se preparaba un acto que la multitud que rodeó el Congreso apenas pudo ver porque el desborde no lo permitía, nadie sabía hasta donde podía llegar a conmover ese duelo colectivo por las víctimas de femicidio que nunca habían contado en la sensibilidad pública. Eso fue lo primero: decir ¡Basta! Basta de encontrar cuerpos en los basurales, basta de títulos que estigmatizaban a las víctimas, basta de hacernos sentir que nuestros cuerpos no contaban.
Por eso la consigna Ni Una Menos, porque fue una manera de contar, no sólo matemáticamente, también de hacer audibles todas y cada una de las historias. De las que faltaban, de las que no tenían lugar en la vida pública, las que padecían en silencio los trabajos a destajo en tareas de cuidado, como trabajadoras de casas particulares, como trabajadoras sexuales, vendedoras callejeras. ¿Por qué las mujeres ganan menos? ¿Por qué siempre los trabajos más precarios son de ellas? ¿Por qué las personas trans y travestis ni siquiera accedían a trabajos formales?
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Esas historias empezaron a contar en ambos sentidos en los años que siguieron, en una década que ahora nos tiene como enemigas y enemigues públicos, pero en esa enemistad que nos declaran volvemos a tejer alianzas inesperadas para que se sepa que hay límites. También a este gobierno voraz y violento se le pueden poner límites.
Los transfeminismos y el movimiento Lgbtiq+ lo dejaron claro el 1F, en la marcha antifascista y antirracista, junto a toda la sociedad. Ahora la cita es en el Congreso, junto a jubiladas y jubilados, ahí donde todos los miércoles se exhibe una crueldad doble, un ensayo de instalar la insensibilidad en las mayorías a fuerza de golpear a personas mayores, gasear a niñas y niños, casi matar a un periodista; aunque no lo logran. Y digo crueldad doble porque a la vez, en la excesiva demostración de fuerza que tienen poner en escena cada miércoles, en la cantidad de recursos públicos que se gastan para disciplinar la insubordinación de quienes sostienen con su jubilación de hambre el famoso superávit fiscal, ahí está la crueldad de decir que plata hay, sólo que prefieren gastarla en violencia.
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El primer grito de NI Una Menos fue un grito contra la crueldad, a diez años de esa conmoción social, es más urgente que nunca enfrentarla. No podemos permitir que se naturalice que un presidente mande a temblar a “zurdos de mierda”, que augure persecuciones y que se produzcan en la calle, que no importe que las personas mayores no pueden comprar medicamentos, que los alimentos se pudran en galpones antes de entregarlos donde se necesitan, que un hospital de excelencia como el Garrahan se quede sin médicos, médicas, técnicxs, enfermeres; que se vacíen las políticas de memoria, que la tierra sea sólo un negocio para capitales concentrados, que los pueblos originarios sean acusados de terroristas. Que se diga como si tal cosa, en los medios que sostiene este gobierno, que las mujeres tienen que dejar de trabajar fuera de sus casas para criar hijos e hijas ¿qué clase de distopía es esa? No la vamos a tolerar.
En estos diez años las transformaciones han sido muchas, el acceso al aborto legal que permite proyectar qué vidas, qué familias y con quién tenerlas a la mitad de la población que antes quedaba atrapada en mandatos que parecían inmodificables. Ya no se tolera la violencia por razones de género, ya nadie mira para otro lado cuando se produce. ¿Acaso veíamos personas gordas en los medios de comunicación hace diez años? De muchas magnitudes son los cambios que protagonizamos y eso, aunque las amenazas se multipliquen, no se va a dar vuelta por decreto. Porque reverbera en nuestra memoria, en nuestros cuerpos que es posible modificar lo que parecía imposible. Que lo imposible tarda, pero la persistencia lo alcanza. ¿A cuál casa cerrada creen que se puede volver como si nada cuando compartimos las calles, cuando tenemos la experiencia de habernos transformado en un proceso colectivo y político que todavía vibra en nuestros cuerpos?
Diez años son un comienzo para los procesos históricos, apenas un pestañeo se podría decir. El desafío ahora es dejar de pensar este movimiento transformador como una cuestión identitaria en el que entran sólo mujeres o una enumeración de disidencias sexuales que siempre deja afuera a algunas. Ahora se trata de convocar a todos, a todas y a todes, a pensar cómo salir de una división sexual injusta de los trabajos, a pensar cómo se diseña el país en el que queremos vivir sin naturalizar la inequidad, sin naturalizar que la única justicia frente al daño recibido sea el castigo, aplicar más daño todavía.
Queda la tarea de abrir el mundo para que las personas con discapacidad puedan habitarlo sin trabas permanentes, queda luchar contra el racismo estructural que ordena las clases sociales y pone fronteras visibles en las ciudades y territorios, queda reparar a travestis y trans que sufrieron persecución policial mucho más allá de la dictadura. Queda generar vidas comunitarias que valoren la interdependencia, los saberes de los más grandes, la curiosidad de las más chicas, queda un planeta por transformar para que deje de girar a la derecha. Pero, así como una vez dimos un primer paso contra la crueldad, seguiremos dando otros, uno tras otro, hasta que todo sea como lo soñamos. Hoy toca poner límites, por nosotres y por todes. Por quienes están y por quienes faltan, por las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo que abrieron camino. Por cada jubilado y cada jubilada que se plantan todos los miércoles para sacudirnos la insensibilidad.
Porque como dijimos hace una década, todos los cuerpos cuentan, todas las vidas cuentan. Ni una menos.