Hay estados de las cosas donde todo parece monótono, gris, desalmado, donde no encontramos grandes destellos de magia. Son esos estados en los que una sociedad suele ser confusa, imposible de leer con certeza, en los que reina un estado emocional y una cierta latencia que no se ve en encuestas, candidatos, o discursos. Así estamos hoy entre crisis, algoritmos y consumos prefabricados. Pero también es en esos momentos cuando el poder de lo colectivo respira por su cuenta propia y muestra que, aun mientras la política se ve hegemonizada por un discurso hostil e individualista, la vida social y cultural, tal como lo hace el agua, sigue moviéndose y buscando surcos, grietas, espacios para asentarse, llenar vacíos y recuperar el equilibrio. Hay momentos que nos recuerdan que no nacimos para estar solos y que lo único que buscamos es un abrazo.
El recital de Oasis del último fin de semana en Buenos Aires fue una de esos momentos, uno de esos abrazos. La expectativa previa por la vuelta de la banda, luego de 15 años de separación; la filmación del documental a cargo de Steven Knight con particular énfasis en esta tierra; la fila interminable y las previas que se formaron en las inmediaciones del estadio antes de que cayera el sol; los miles que entraron sabiendo que estaban por vivir algo más que un show y los miles que llegaron tímidamente a ver qué pasaba; todo eso fue apenas la superficie, lo visible.
“Morning Glory”
Lo que se vivió adentro del estadio fue otra cosa: una necesidad urgente de comunidad, un grito desesperado por un nosotros que hoy no encuentra caras ni voces, un respiro de realidad en medio de la asfixia de la ficción virtual y vacía. Una especie de “no puedo más con esta soledad fabricada” que circula entre cuerpos, pantallas e instituciones, una soledad que quizás no se había visto ni sentido como antes en la historia de la humanidad. Y que tal vez, por un par de horas o minutos, desapareció mientras sonaba de fondo la melodía de “Morning Glory”.
En tiempos donde la ultraderecha ensaya su pedagogía del aislamiento en el laboratorio social, con frases como “no le debés nada a nadie”, “tu éxito es tuyo”, “la comunidad es un lastre”, la multitud de desconocidos que cantó, lloró y se abrazó en el Monumental como si fuera una familia produjo un gesto casi revolucionario, de comunidad. Miles de personas diferentes que todavía quieren ser un nosotros, que necesitan algún lenguaje común para recordarse vivos y presentes. Hay algo en los recitales que excede lo musical: la aparición de lo que Émile Durkheim llamaba efervescencia colectiva, ese momento en que el yo se desborda y el nosotros se vuelve una potencia concreta y un estado físico, emocional, político.
Acquiesce
Muchos de los que estuvieron en el estadio de River lo describieron, mejor que cualquier teoría, en X: “Lo malo de los recitales es que después uno queda desesperado por más contacto comunal. Invitenme a cualquier cosa donde haya una hinchada.” (@polarisim). A diferencia del que escribe, creo que nada malo puede salir de esa emoción, ese “desesperado por más” que no es ansiedad sino abstinencia de un nosotros que nos abrace, abstinencia de comunidad en una época donde lo digital nos promete conexión pero nos entrega aislamiento encapsulado, comparación permanente, narcisismo de la pequeña diferencia, gratificación instantánea y competencia de yoes.
“Me pegó muchísimo el recital… me choqué con una cosa muy grande. No es felicidad: es una gran aplanadora de entendimiento”, decía por su lado @LeylaBechara. Una idea que también reafirma y completa el usuario @trumancande: “Hay algo sumamente esperanzador de lloriquear, saltar y cantar con 70 mil desconocidos… como si por un rato nos pudiéramos entender”. Es notable que digan entendimiento y no entretenimiento. Como si lo que hubiera ocurrido en el recital de los hermanos Gallagher fuera una forma de comprender el mundo que ya no encontramos en la vida cotidiana, en una plataforma, una charla de café o en una unidad básica. Ahí está la clave: por un rato nos entendemos.
Estamos viviendo un momento donde la política institucional, sobre todo la que se presenta como antiestatal, anticomunitaria, antiempatía desde las palabras oficiales, intenta vaciar nuestras experiencias comunes y convencernos de que no necesitamos a nadie. Que el otro es un obstáculo y que la soledad es sinónimo de libertad. Pero la multitud de Oasis mostró lo contrario. Lo que apareció en River fue una forma de socialidad que no se ve todos los días. Tal como lo canta el mayor de los hermanos en el coro de”‘Acquiesce”: “Porque nos necesitamos el uno al otro, Creemos el uno en el otro. Y sé que vamos a descubrir. Lo que duerme en nuestra alma”. Y cuando ese nosotros se enciende, aunque sea por unos segundos, deja huella en el cuerpo y nos recuerda que la vida vale más cuando es compartida.
“Live Forever”
Ese entendimiento es un poder que no surge de casualidad o de una abstracción romántica, sino que tiene anclaje territorial, tiene pies, cabeza y memoria. Y tiene una figura central que encarna desde hace décadas el corazón emocional de las mayorías populares: Maradona. Y ahí empieza a ordenarse el fenómeno Gallagher – Maradona que es la fibra más profunda que une esta historia y es un espejo transatlántico: Manchester y Villa Fiorito, dos geografías de origen obrero unidas por la potencia de la desobediencia popular y la épica working class. Maradona era un hijo del barro que le habló al mundo sin pedir permiso, y Oasis nace de dos hermanos de un barrio pobre que volvieron himno la frustración colectiva de Manchester.
Decir que los Gallagher son fanáticos o admiradores de Maradona es quedarse corto o caer en lo obvio. Cuando falleció el 10 los hermanos lo recordaron en sus redes sociales, “Que vida, que leyenda“ “Maradona, el mejor de todos los tiempos, descansá en paz. El verdadero futbolista rockanrolero. Nadie se le acercará”. Diego es para ellos lo mismo que para millones de argentinos: un símbolo de la dignidad de los de abajo. Cuando en el himno “Live Forever” apareció su imagen en la pantalla gigante se reafirmó una versión más pura del nosotros popular. Y cuando Noel visitó la Bombonera y el mausoleo de Evita en el Cementerio de Recoleta, no estaba haciendo turismo, estaba entrando en contacto con los nudos históricos del sentimiento plebeyo argentino.
Hay una dimensión inesperada, pero profundamente simbólica, en esa historia de Oasis con la Argentina y su vínculo con Diego Maradona, que funciona casi como una parábola del rock pre-digital, de esa cultura donde las relaciones se daban cara a cara, sin cámaras, sin redes, sin “contenido” a viralizar. En el año 1998, cuando Oasis vino por primera vez a la Argentina a tocar en el mítico estadio “Luna Park” en medio de su gira promocional del álbum “Be Here Now”, los Gallagher se encontraron con Maradona en el VIP de un bar de Buenos Aires. Liam lo relató después como una escena legendaria: Diego entrando “como un toro”, rodeado de gente, electricidad pura.
Era la época de momentos irrepetibles, no reproducibles, de pura contingencia, que solo existían porque se vivían. Ese vínculo también explica por qué Oasis parece “la última banda de rock del mundo real”, tal como la definió el primer baterista Tony Mccarroll, porque su historia está tramada por episodios con estas características, vinculados a cuerpos, presencias, leyendas vivas. Los shows de River rememoraron la experiencia de ser parte del acontecimiento único e irrepetible, tal como se puede ver en el documental "Oasis Knebworth 1996", como si por un momento se pudiera estar mezclado en la era preselfie, vivir para estar ahí y no estar obligado a mostrarlo y viralizarlo. El cruce con Maradona pertenece a otra era: una sin filtros, sin managers cuidando gestos para evitar cancelaciones, sin charlas interrumpidas por la adicción a los likes, sin fanáticos grabando cada movimiento. Como aseguró en su posteo el baterista original “Oasis capturó el tiempo y la mente de la gente; éramos iguales a ellos, y lo sintieron. La conexión”.
“Rock ’n’ Roll Star”
A esta altura del partido hay que volver a decirlo: Oasis, como Maradona, tiene origen de clase que los une. Sí, de clase. Los hermanos nacieron y crecieron en Burnage, un Manchester obrero, duro, atravesado por el desempleo, la privatización y la desindustrialización producto de la política thatcherista, esa que admira tanto Javier Milei. Vivieron en carne propia el proceso de fragmentación social y quiebre de las instituciones, incluso en su propio hogar. Margaret Gallagher, su mamá, más conocida como Peggy, es oruinda del Condado de Mayo, Irlanda, y emigró a Inglaterra en busca de un futuro mejor. Era jefa de hogar y limpiaba edificios para poder darles de comer a sus tres hijos varones. Por eso, aún hoy en sus letras, pesa la carga emocional de haber crecido con un padre violento y abandónico. En varias declaraciones Liam ha relatado el recuerdo se su progenitor, Thomas Gallagher, golpeando a su madre mientras él se escondía abajo de la mesa de la cocina.
Noel y Liam patearon el barrio obrero de Burnage, en Manchester, donde el orgullo popular y el hambre de gloria eran la única riqueza verdadera. Lugares donde la música y el fútbol funcionaba como escape y como afirmación. Hace unos años, en una entrevista que le hice a Alan Mcgee, fundador de Creation Records y descubridor histórico de Oasis, explicó que en los 90s los jóvenes del norte del Reino Unido estaban profundamente rotos, desalmados, en medio de una cultura conservadora y patriarcal que no les permitía mostrar su vulnerabilidad. En ese contexto, la música era una de las pocas herramientas que tenían a mano para desahogarse. Por eso en esos años surgieron tantas bandas trascendentales que dieron origen al quizá último emergente cultural auténtico de Gran Bretaña, el Britpop.
Obviamente que Oasis está en su gira de regreso por todo el mundo y no vino a darnos un mensaje político, ni lecciones de sociabilidad. Pero lo que ocurrió nos resonó fuerte a muchos, incluso a quienes no fueron, y dice más sobre la Argentina actual que cualquier editorial política de lunes a la noche. La sensación es la del desencanto con espacios tradicionales, el desamparo con quienes dicen representarnos, y al mismo tiempo la certeza de que estamos cansados del individualismo obligado, de sentir que nada ni nadie nos atraviesa. Como explica Mark Fisher “es en la música donde los principales síntomas del malestar cultural pueden ser detectados”.
Hoy necesitamos y hay una firme demanda de comunidad que la política progresista no sabe leer ni recoger. Por eso Oasis nos devolvió por un instante lo que la época intenta quitarnos: la sospecha hermosa de que todavía podemos entendernos y formar un nosotros. Es potente pensar que lo que no pueden lograr campañas, candidatos o debates, a veces lo genera una canción como “Rock ’n’ Roll Star”, con su grito fundante de la clase trabajadora: “In my mind, my dreams are real.” Es exactamente un recordatorio de que el sueño y la bronca, como motores movilizadores, son una potente herramienta política.
