La primera señal llegó en forma de ladridos. No eran de verdad, pero sonaron como si el infierno entero se hubiese colado por los parlantes del Movistar Arena. Después apareció él, tambaleante y amenazante como un animal recién liberado, con el chaleco a medio caer. Lo arrancó de un tirón, sin decir una palabra, y disparó el primer trío de bombas: “T.V. Eye”, “Raw Power”, “I Got a Right”. No habían pasado ni dos minutos y el estadio ya era un campo de batalla: pogo, gritos, cuerpos chocando, comunión total.
A sus 77 años, Iggy Pop volvió a Buenos Aires y demostró que el tiempo no aplica para ciertas criaturas. Durante casi dos horas, el padrino del punk convirtió el escenario en su zona de guerra personal: se arrastró, pateó el aire, sacudió el micrófono como un látigo y lo revoleó contra el vacío.
Iggy Pop invitó al escenario a Gaspar Benegas
Detrás, la banda, con un filoso Nick Zinner de los Yeah Yeah Yeahs en guitarra, tejía un muro de sonido preciso y salvaje a la vez, la base perfecta para el caos sagrado de Iggy. Cuando sonaron los primeros acordes de “The Passenger”, el Movistar Arena se transformó en un coro colectivo.
“Lust for Life” explotó como un cañonazo de adrenalina, y “Search and Destroy” dejó al público temblando, cubierto de sudor y felicidad. Cada canción fue una descarga eléctrica, un recordatorio de por qué este hombre redefinió el concepto de rock.
Sobre el final, invitó a Gaspar Benegas, de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, para una versión incendiaria de “Louie Louie” que hizo crujir las paredes. Y cuando todo terminó con “Loose”, Iggy se fue gritando, con el torso surcado de venas, como un guerrero que acaba de ganar otra batalla. No actuó el punk: lo encarnó, una vez más, con todo su cuerpo.