Las elecciones suelen cambiar todo. Son los únicos momentos de verdad plena del sistema político, el punto final de todos los análisis. Desde las encuestas falsas a los sesgos ideológicos de los analistas mediáticos, todo muere cuando se termina de contar el último voto. El resultado es uno solo: en el caso de una elección intermedia, el grado de consenso social del proyecto político en curso. En el caso de una presidencial, la continuidad o despido de ese proyecto.
Antes de las elecciones se sabían tres cosas. Las dos primeras es que el oficialismo tenía un tercio asegurado y que no tenía el 56 por ciento del balotaje. Rondó el 40, que no es un triunfo arrasador, pero que alcanzó hasta para ganar raspando la provincia de Buenos Aires, donde unas semanas antes había perdido por paliza. El resultado también estuvo por encima de las expectativas, muy dañadas por los números de septiembre. Efectivamente el mapa de la Argentina se tiñó de violeta. LLA es el nuevo Cambiemos, con trasvasamiento de votos y cuadros. La situación del peronismo se parece a 2017, necesita reorganizarse, casi refundarse, aunque ahora parte de varios escalones más abajo y sin recuerdos cercanos de tiempos mejores.
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El tercer dato conocido fue la reacción que tendrían los mercados, es decir el comportamiento de los actores que compran y vencen instrumentos financieros. Cuanto mejor le fuera al oficialismo, mayor sería la fiesta financiera y viceversa. Esta predicción no es cosa de especialistas, sino un comportamiento habitual. Cuanto más a la derecha se posicionan las políticas de cualquier gobierno mayor es la buena voluntad de los mercados. La lógica es sencilla, se considera a priori que cuanto menos gasta un gobierno, menos impuestos necesita cobrar y le queda más resto para pagar vencimientos. El mundo de la producción es ajeno, no entra en el análisis.
En economías abiertas, como las de la actual etapa del capitalismo, este es un dato que debe ser asumido por cualquier gobierno y por toda oposición. Un gobierno nacional popular siempre tendrá a los mercados financieros en contra y siempre le exigirán prueba de virtud, una virtud que, haga lo que haga, nunca podrá terminar de demostrar.
El drama es que un país altamente endeudado, como el que heredaría un próximo gobierno, no puede prescindir de los mercados financieros y mucho menos tenerlos absolutamente en contra. La única contratendencia, la única defensa, consiste en tener una macroeconomía absolutamente sólida en términos de reservas internacionales y con un aparato productivo generando divisas a todo vapor. Pero, aun así, siempre se necesitará refinanciar deuda. Dicho de otra manera, la aquiescencia o no de los mercados, del poder financiero, es una restricción real que en economías abiertas en un mercado global siempre deberá considerarse como variable de cualquier modelo. Las economías cerradas, el sueño de la segunda posguerra de “vivir con lo nuestro”, son absolutamente inviables el actual estadio del capitalismo.
Regresando a la coyuntura, que por definición es el reino del cortoplacismo, los mismos analistas que hace una semana pronosticaban una hecatombe, desde el mismo lunes se apuraron a decir “todo cambio”. No lo dijeron solamente por el resultado electoral, la suba meteórica de acciones y bonos y la consecuente fuerte baja del riesgo país, sino porque algunos funcionarios dejaron trascender que se abandonaría la política electoral de “dólar barato o muerte” y se comenzarían a comprar reservas, lo que significa un dólar más alto, pero a la vez más pesos en la economía. El ex súper ministro de los ’90, el recuperado Domingo Cavallo, se apuró a demandar que, manteniendo el peso, se convierta también al dólar en moneda de curso legal, una suerte de dolarización de facto, pero sin la necesidad de tener todos los dólares que demandaría una dolarización plena. Lo que nunca perdió el ex ministro de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, es la creatividad instrumental.
A la ortodoxia económica todas estas cosas, claramente más sensatas que lo que había antes del domingo último, les encantan. Acumular reservas es lo que siempre se pidió, a sabiendas de que su costo es una desinflación más lenta, pero una velocidad que pasadas las elecciones ya no es tan apremiante. Que el dólar sea moneda de curso legal sumado a una apertura total también podría poner un freno a los precios internos, ya altos en dólares. A la vez, un dólar de curso legal puede ser un instrumento para que circulen dólares del colchón, una suerte de nuevo blanqueo de facto. En la misma línea, la remonetización en pesos para comprar reservas bajaría las tasas de interés, lo que podría ser reactivante por la vía del crédito. La reválida electoral siempre es un gran momento para la creatividad de los hacedores de política.
Sin embargo, entre tanto optimismo en las proyecciones, hay algo que no cambio. La restricción fiscal es la restricción del gobierno, pero la restricción de la cuenta corriente del balance de pagos es la restricción de toda la economía y esta restricción, a diferencia de lo que creen muchos economistas paraoficialistas, no desapareció.
La economía sigue dependiendo de la entrada de capitales. La participación de Estados Unidos en el mercado cambiario local fue en principio electoral, pero muchas voces del oficialismo parecen creer que es para siempre, que el Tesoro estadounidense es el nuevo Banco Central y que la maquinita de imprimir dólares ahora es argentina. En otras palabras, la restricción externa habría desaparecido para siempre. Por ello mismo también se imaginan que la intervención de Scott Bessent hará que el riesgo país siga bajando hasta el punto que la renovación de los vencimientos de deuda será sólo una formalidad de bajo estrés.
El optimismo también se traslada a lo político. El triunfo electoral permitió que la mayoría de los gobernadores acudan a la mesa presidencial, pero sentarse no necesariamente se traducirá en un apoyo irrestricto a la profundización institucional del ajuste, es decir al impulso de medidas antitrabajadores y antijubilados disfrazadas de modernización. Sí es probable, en cambio, que se apoye el avance privatizador de los restos de empresas públicas, pero especialmente de toda la infraestructura que entrañe alguna caja a repartir, es decir el cobro de algún peaje o tarifa, desde la infraestructura energética a la vial, como las rutas a las que se dejó deteriorar para que las privatizaciones se vivan como un alivio. Nada nuevo bajo el sol de la historia. No hay nada más fácil de gestionar que la enajenación del patrimonio público.
Finalmente resta saber si el cambio de clima electoral podrá por sí solo cambiar el clima económico. La salida de la recesión no parece cercana. El balance preliminar es que el principal shock no lo sufrió el oficialismo con su victoria pírrica, sino la oposición con su derrota, una oposición que hoy representa la extraña sumatoria de una corporación de partidos provinciales conservadores populares y una minoría intensa progresista en la base militante y que, por ahora, se muestra incapaz de ofrecer una alternativa que la desacople de la memoria inflacionaria, una memoria que asusta y que por momentos parece reivindicar.-
