El imperio estadunidense no es menos supremacista ni cruelmente saqueador con Donald Trump. Pero el empresario-presidente elije las batallas que quiere librar. Ucrania y Rusia, no lo son. China, América latina (para lograr su sumisión total) y Oriente Medio, sí.
En este marco debe entenderse la reunión de dimensión histórica que dos de los tres líderes más importantes del mundo –Vladimir Putin y Trump- mantuvieron el viernes en Alaska.
Fue un primer paso discreto pero moderadamente exitoso hacia un compromiso de mutua conveniencia que tiene como punta del iceberg la paz en Ucrania pero que incluye, de forma menos visible aunque igualmente importante, establecer buenas relaciones entre ambos (lo que debería incluir algún acuerdo sobre el armamento nuclear); potenciar la cooperación económica bilateral –gas, petróleo, tierras raras- y desarrollar proyectos a gran escala en el continente Artico, entre otros emprendimientos.
Kirill Dmitriev -un personaje llamativo, que nació en la Ucrania soviética (1975), se fue a estudiar a Harvard y a Stanford el año de la caída del Muro de Berlín (1989), trabajó en Estados Unidos como banquero para Goldman Sachs y regresó a Rusia en 2002 cuando Putin ya era presidente- es hoy, el director del Fondo Ruso de Inversión Directa y el enviado del Kremlin para hablar con Steve Witkoff, el potente magnate inmobiliario que trabaja como “negociador especial” de Trump.
Dmitriev, quien fue parte de la delegación rusa en Alaska, viene insistiendo desde hace tiempo sobre la importancia del Artico y sugiere que Washington y Moscú deben asociarse en temas de energía y recursos naturales, de medio ambiente, de corredores geoeconómicos y de rutas terrestres y marítimas, en esa región.
Buenos vecinos
Como todo encuentro de esta magnitud, la cumbre estuvo plagada de mensajes cifrados y simbolismos, desde la llegada del canciller Serguei Lavrov con una remera con las siglas de la Unión Soviética hasta el homenaje que hizo Putin, antes de llegar a Alaska, a la “hermandad” ruso-norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, colocando una ofrenda floral en el monumento gigantesco, de estilo realismo socialista, que honra a los pilotos estadounidenses y soviéticos de esa época.
También Trump hizo lo suyo. Durante el vuelo a Alaska tuvo una conversación telefónica con un estrecho aliado de Putin, el presidente bielorruso Alexander Lukashenko a quien calificó de “respetable” aunque, en cualquier otro momento, no hubiera dudado en llamarlo “dictador”. Otro gesto de buena vecindad (para la tribuna) fue recibir a Putin en la pista de aterrizaje de la base militar Elmendorf-Richardson y aplaudirlo mientras el ruso se acercaba a la alfombra roja que los llevaría a ambos hasta el auto presidencial estadounidense.
Uno puede imaginarse a los Obama, a los Clinton y a los Biden (pero también a republicanos como Bush) retorciéndose ante esas imágenes. En definitiva, Rusia y su presidente salían de su aislamiento internacional, con toda la pompa brindada por Washington. Y lo hacían sin haber movido un ápice sus exigencias en relación a la OTAN y sus demandas en relación a Ucrania y a una hipotética situación de posguerra. Para el Kremlin fue todo positivo.
Después de tres horas de reunión, los dos líderes ofrecieron una muy breve conferencia de prensa. No había signos de tensión entre ellos. Las declaraciones se centraron más en percepciones que en datos o resultados concretos. “Fue una reunión muy cálida”, dijo Trump. “Las negociaciones transcurrieron en una atmósfera constructiva y mutuamente respetuosa”, aseguró Putin, quien además dio un fuerte respaldo a su par estadounidense al suscribir la idea trumpista de que si en lugar de Joseph Biden, en 2022, hubiera estado Trump en la Casa Blanca, la guerra no hubiese ocurrido.
Los que se benefician de la muerte
Finalmente, ambos, desde diferentes perspectivas, apuntaron al verdadero agujero negro, por ahora insalvable, que mantiene viva la guerra. Putin fue directo y explícito. “Esperamos que todo esto sea acogido de manera constructiva, tanto en Kiev como en las capitales europeas y que no se pongan obstáculos, ni provocaciones, ni intrigas entre bastidores que comprometan los avances logrados.”
El presidente ruso aludía a la maquinaria imperial belicista, sustentada por la industria militar, el poder corporativo financiero, los sectores globalistas, todos fogoneando, a través de los medios de comunicación europeos y estadounidenses, para que continúe la beligerancia. Pero la intoxicación mediática no es infinita. Pronto llegará el momento en la que las sociedades, sobre todo las europeas, adviertan todo lo que vienen perdiendo por adherir a la rusofobia y a la guerra.
Trump aludió al problema de manera elíptica y doméstica. Habló sobre “la mentira del Russiagate”, liberando a Putin de cualquier culpabilidad, y aseguró, en relación al encuentro en Alaska, estar “de acuerdo con el canciller Marco Rubio”, el funcionario que, ciertamente, representa el ideario de los sectores guerreristas del “deep state”, de Wall Street, de la inteligencia y la política norteamericana, y de quienes se oponen a cualquier arreglo con Rusia.
El encuentro terminó con una invitación informal de Putin para una próxima bilateral en Rusia y con la promesa de Donald Trump de convencer al ucraniano Volodomir Zelensky para una inmediata reunión tripartita. En su avión de regreso a Washington, el magnate cumplió la promesa: habló por teléfono con el ucraniano y acordaron verse mañana, lunes 18 de agosto en la Casa Blanca.
En el interín, Trump ordenó implementar un giro bélico con la mira puesta en América latina. El mismo viernes, mientras fingía pacifismo en Alaska, mandó invadir el Mar Caribe con la remanida y poco creíble excusa del “combate al narcotráfico”. El 15 de agosto, el Pentágono desplegó un submarino nuclear, aviones P8 Poseidón, destructores y barcos de guerra equipados con misiles en aguas latinoamericanas y caribeñas.