Cuando se alude a la existencia (o a la persistencia) de la democracia en nuestro país, se apela -entre otras cosas- a la existencia de dos cámaras del Congreso, independientes una de la otra, lo que aseguraría el debate y los acuerdos necesarios para legislar. En nuestra realidad, las cosas no son así: y es porque el presidente “administra” su derecho a veto, facilitando la aprobación de aquello que le interesa (a él y frecuentemente a las grandes corporaciones económicas). Esto no es una novedad de Milei: existió en diversos períodos de nuestra historia, señaladamente en la época de Menem. Es cierto que el veto presidencial ha sido una herramienta de uso y de abuso de los gobernantes. Pero en este tiempo se ha vuelto la materia “normal” del Congreso, lo que altera la letra y el espíritu de la Constitución. En cierto modo, el recurso al “recuerdo”, (“así ha sido siempre”) ha terminado sobreponiéndose a la letra y al espíritu de la Constitución.
Claro que el problema no es la letra constitucional sino su espíritu. Si la maniobra -claramente inconstitucional permite- como ha sido en este caso, borrar de un plumazo las medidas de protección al trabajo del hospital Garrahan, entonces estemos obligados a detenernos en la cuestión. Si “no hay plata” termina significando personas -niños mayoritariamente- privados de su derecho a la salud y eventualmente a la vida, entonces la norma no se puede (y no se debe) aplicar. Y es bueno que todos sepamos que estos derechos tienen el mismo status que todos los demás que la constitución contiene.
La cuestión tiene connotaciones políticas (no solamente morales o legales). El capitalismo, conviene recordarlo, es un sistema basado en el principio exactamente antagónico de la igualdad. Su relación con la igualdad y la fraternidad no es una relación “natural”. Por el contrario, como enseñaba el Papa Francisco, la fraternidad es la condición necesaria e imprescindible para seguir viviendo juntos y en paz.
Ahora bien, ¿qué se hace cuando no hay plata en el Estado para satisfacer las necesidades de todos? La respuesta obliga a salir del marco estrecho del individualismo burgués. ¿Qué pasa si no hay plata para mejorar los caminos, para construir buenos hospitales y buenas escuelas? Pues hay que conseguirla. ¿No hay plata? Hay que redistribuir la que hay, dándole prioridad a los pobres, a los niños, a los arrojados del mundo hacia la miseria. Se dirá que eso es imposible: en la misma medida es imposible la realización de los fines de la democracia.
Arrancamos del Congreso, volvamos a él. Es muy curioso porque todo el mundo asume desde la palabra una defensa apasionada del Congreso. Y eso estaría bien, aunque solamente consistiera en la reivindicación del sistema constitucional. Cualquier ataque a un congreso democrático es una concesión al pensamiento democrático. Pero el riesgo no está exclusivamente en los ataques. Más bien está en la levedad de la defensa de su lugar en la democracia.