Bolsones de autoritarismo

29 de mayo, 2025 | 17.01

En todo occidente ya se habla y se escribe sobre la crisis de la democracia. Las opiniones buscan establecer tanto el origen, como las dimensiones de esta crisis. Las ciencias sociales no descubren conceptos, sino que los construyen. Cada concepto, sea clase social, Estado, organizaciones, identidades, pobreza, son definiciones hijas de un periodo histórico determinado: la propia sociedad en su historia y las ciencias sociales con sus métodos de análisis dan origen a esas palabras, pero en particular a sus contenidos. En nuestro país el retorno a la democracia, hace poco más de 40 años, tuvo un perfil, una identidad que resaltaba algunos aspectos, distintos a la democracia previa; como sistema de gobierno es el mismo, pero en sus formas, sus contornos, sus expectativas, varían. 

Esta democracia que estamos viviendo nació con la bandera de los derechos humanos, luego del terror de la dictadura; esa misma experiencia hizo valorar los procedimientos institucionales frente a aquella arbitrariedad vivida; los procesos electorales como el momento por excelencia para dirimir las diferencias políticas y el único modo de elegir gobernantes; la posibilidad que diversos espacios sociales fueran escuchados en sus demandas. No se trata de un inventario, tarea que sería también importante realizar en estos tiempos, sino por ahora de señalar algunos contenidos de la democracia actual; allí hay también, desde luego, realidades menos felices. Creo que hay coincidencia que la pobreza, la exclusión social vigente nos acompaña desde hace tiempo como expresión de una nueva etapa del capitalismo, caracterizado por la supremacía del capital financiero y la ausencia de políticas de regulación que aseguren una distribución más justa del ingreso. Esta realidad no ha sido homogénea en estas cuatro décadas porque hubo momentos en que la política económica de algunos gobiernos, (ya sabemos cuáles) se diseñaron buscando mejorar la vida de los sectores populares, pero la situación no ha dejado de ser compleja para millones de personas. En los orígenes de esta situación conocimos la expresión “bolsones de pobreza”; esto es, el incremento notable de la pobreza, a fines de los 80, pretendía leerse como un fenómeno marginal, acotado, localizado y fruto de situación particulares y no producto del modelo económico que comenzaba a instalarse de la mano del neoliberalismo. Refiriéndose a “bolsones de pobreza” pretendía construir el relato que aquello sería prontamente superado. No fue así, como sabemos, y la sociedad se habituó a convivir con altos índices de pobreza que en algunas etapas, como la actual, alcanzan niveles altos, muy altos. Por eso, desde el retorno a la democracia las distintas expresiones de la derecha, fueran Menem, Macri o Milei, buscaron naturalizar este proceso de empobrecimiento, mientras que el peronismo y también los radicales en los 80, pusieron en lo objetivos de la democracia, su superación, con distintos resultados. 

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El gobierno de Milei ha generado otra etapa, otra esfera. Bajo el débil argumento respecto a que las formas no importan sino la sustancia de la política, es decir el objetivo último y principal, se ha autorizado a sí mismo a convertirse en un emisor de agravios, insultos, descalificaciones y amenazas hacia todo aquel que considere un enemigo colectivo o a personas concretas. Del panel de televisión desde donde construyó su figura pública a su elección como Presidente de la Nación, no operó ningún tipo de adecuación. Es el mismo hombre que lanzaba ideas absurdas y agravios en la TV, ahora lo hace desde la Casa Rosada para conducir a la Nación. No hace falta mencionar que este estilo, por llamarlo de alguna manera, es nuevo para la vida política en democracia. El uso del insulto y el agravio ha sido evitado y si se utilizó, fue criticado e incluso rectificado por el emisor. Ya no sucede, Milei adquirió el extraño derecho de la agresión y la violencia verbal, y así lo ofrece a la sociedad toda, constituyendo la forma y el contenido de su mensaje, el descenso a la negación del otro (identificados como mandriles u orcos) y la habilitación al odio. 

La gestión de la destrucción avanza en distintos planos. El gobierno de Milei ha decidido  romper pactos no escritos del sistema político que hacen a la vida democrática. Desde prácticas y símbolos que hacen a la convivencia a, por ejemplo, la composición de comisiones en las Cámaras de Diputados y de Senadores, donde se ha visto ese quiebre. Que la comisión de Presupuesto y Hacienda sea presidida por un diputado que forma un monobloque, es una situación que parecía imposible antes del 10 de diciembre de 2023. Que el Presidente lleve personas a gritarles a los legisladores “que tienen miedo” en la inauguración de sesiones, es otra expresión. Rompe los acuerdos de derechos de las mayorías, desconoce la representación y legitimidad del propio Congreso Nacional, al que afirma compuesto por ratas. Ello a la vez abre a una pregunta inquietante: cuando Milei ya no gobierne y ocupe el lugar otra fuerza respetuosa de la democracia, ese partido, ¿recuperará las prácticas de convivencia, o entenderá que eso ya no tiene lugar en la Argentina? Esas prácticas de consenso fueron constitutivas de nuestra democracia y no solo desde 1983. ¿Comienza un nuevo ciclo domingo por la ley de la fuerza?

No se agota allí la cuestión. El modo de diseñar y gestionar las políticas públicas. Los 40 años de democracia supieron avanzar en generar espacios institucionales donde expresiones de la sociedad civil podían acercar sus propuestas para que las autoridades del Estado, Ejecutivo y Legislativo, articularon con ellas y dieron fruto a no pocas políticas públicas, una forma de lo que la ciencia política denomina gobernanza, generar consensos más allá de las instituciones de gobierno. El gobierno de Milei anula cualquier capacidad de interacción con espacios de la sociedad civil, salvo los que considera dentro de su misión libertaria. La represión a manos de la policía se ha vuelto sistemática, constante; porque no cabe duda que cualquier Estado implica el uso de la represión; pero Milei lo convierte en su principal herramienta de mediación con los espacios de la sociedad civil que no tolera, como los jubilados.  

Incentivos colectivos de odio, ruptura de pactos de convivencia, negación de representaciones de la sociedad civil. Un combo que parece tensionar a la democracia hasta límites peligrosos. 

¿Puede tratarse de una crisis que afecte a la democracia como forma de gobierno? No parece en las formas que conocimos en el siglo XX, es decir los golpes de estado. No existen hoy actores políticos, por ejemplo las FF.AA., con capacidad y dispuestas a encabezar un orden. Tampoco pareciera que el establishment evalúe esa posibilidad. La democracia entra en crisis no en su institucionalidad, sino en sus prácticas, en sus modos de hacerse rutina en la vida social y política. Y eso habilita a algunos sectores a la negación del otro, al agravio, la amenaza. Se destapó, casi de un día para el otro, un conglomerado de odio que por momentos resulta desconocido. Enrique Laraña, sociólogo español, definía el surgimiento de los nuevos movimientos sociales a una cambio en la sociedad por algún reclamo “algo que hasta ese momento era tolerable, dejó de serlo” (por ejemplo una discriminación). Podemos aquí aplicar esa idea: de pronto las prácticas del agravio, el odio, la descalificación sistemática, comenzaron a  ser tolerables en el espacio público, mediante un proceso que no terminamos de comprender. Y frente al cual, la respuesta elaborada, argumentada, racional, parece no tener lugar, porque efectivamente se desenvuelve en otro plano, que no es la negación del otro, sino el intento de convencer o incluso de superar discursivamente. 

Se han instalado bolsones de autoritarismo en nuestra democracia. Es poco probable que asistamos a un quiebre del orden constitucional o a la interrupción de los ciclos electorales. La erosión democrática se presenta bajo las prácticas que antes mencionamos y  corremos el serio riesgo de su naturalización, de acostumbrarnos a convivir con ellas, a que la sociedad así como tristemente tolera estos niveles de pobreza, se agrava aún más, soportando la violencia cotidiana y la negación del otro.