La destrucción de la clase media y de la dignidad del trabajador, a partir de condiciones de vida cada vez más humillantes, deshace los lazos comunitarios y pone en riesgo de desintegración el contrato social. Eso da aire al crecimiento de líderes y propuestas de ultraderecha, normalizados por un establishment que alimenta esos fenómenos y se beneficia de ellos, lo que da como resultado niveles inéditos de acumulación de riqueza y poder en pocas manos.
El ascenso de esa verdadera casta de supermillonarios trae consigo un deterioro profundo de la democracia y de las instituciones republicanas, que carecen de herramientas para ponerle un freno a la instauración de una suerte de emergencia permanente, que justifica medidas extraordinarias para transferir el poder y los recursos de todos a estas mega corporaciones. Son las políticas del Estado de Malestar: la instrumentalización de la voluntad popular en contra del propio pueblo.
La Argentina de Javier Milei se convirtió en un laboratorio global, un experimento sobre la viabilidad de la transición postdemocrática. Sobre todo a partir de la intervención directa del gobierno de Estados Unidos quedó además bajo la mirada del mundo, que esta noche seguirá atento a los resultados como nunca antes: lo que decidan los argentinos tiene, en una extraña carambola del destino, el poder de alterar el curso de la historia. Resulta imposible minimizar el peso de esta elección.
Argentina y Estados Unidos, Milei y Donald Trump, avanzan por el camino del autoritarismo usando como manual de instrucciones los libros de ciencia política que se escribieron para prevenir esto mismo: un “deslizamiento por una pendiente contínua”, de acuerdo a Adam Przeworski, bajo una “pátina de legalidad”, en palabras de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Un cuarto de siglo antes, Guillermo O’Donnell habló de “una muerte lenta, como una casa corroída por las termitas”.
La decisión del presidente argentino de gobernar sin presupuesto, sin mayorías, de abusar de los decretos y los vetos y desoír la decisión del Congreso incluso cuando no tiene mecanismos institucionales para seguir negándose a cumplir las leyes encuadra en ese diagnóstico, tanto como la persecución a periodistas, la criminalización de opositores, el desmantelamiento de los organismos de control y la utilización política de fuerzas de seguridad, inteligencia o el Poder Judicial.
Eso se hace bajo la excusa de un estado de emergencia permanente, mejor adaptado que las instituciones democráticas a la inmediatez de una opinión pública forjada y expresada a través de nuevos medios tecnológicos, que alimentan esa demanda de ahora mismo por su propia naturaleza y también por decisión política de sus dueños. Como describe el politólogo brasileño Rodrigo Nunes, “ya no vivimos en una crisis de gestión sino en la era de gestión por medio de la crisis”.
En ese contexto, la destrucción de la clase media, que también es característica del gobierno de Milei, no debe entenderse como un mero desplazamiento estadístico de la distribución de riqueza sino como un ataque a la idea de que el trabajo puede ofrecer una vida digna (con derecho al tiempo libre, acceso a la propiedad, algún grado de soberanía política y cierta certeza sobre el futuro a través de mecanismos previsionales y de la movilidad social) a cambio del esfuerzo diario de cada persona.
Esa dignidad es (o era) asimismo el cemento social que permite que un trabajador manual, un comerciante, un profesional y hasta el dueño de una pequeña empresa entiendan su destino compartido. Los ataques al Garrahan y a la universidad, la decisión de no invertir en infraestructura, es decir en espacios comunes, el desmantelamiento de programas de asistencia, no son sólo “ajuste fiscal” sino una operación deliberada de destrucción de la organización comunitaria.
El experimento de Milei consiste en reemplazar el contrato social por lo que Nunes llama un “estado de naturaleza diferencialmente distribuido” que funciona como “una apuesta de por la aceleración de la desintegración social producida por el capitalismo tardío para manejar esa desintegración de manera privada”, en la que los “ciudadanos de bien” se ven dispensados de cumplir con la ley mientras que un otro, el enemigo, no goza siquiera de las garantías básicas.
En ese contexto es que surgió la figura del “emprecariado”, emprendedores precarizados, cuentapropistas por obligación en las ruinas del mercado de trabajo, donde cada individuo queda librado a su suerte, sin protección formal pero tampoco lazos sociales que puedan recogerlos cuando quedan en la banquina. Un mundo en el cual cada uno es responsable por su supervivencia: empresarios de sí mismos, hijos de la flexibilización, sometidos sin consulta a la ley de la selva.
Son los jóvenes a los que el sistema no les ofrece ninguna solución. En 2023 se volcaron masivamente por Milei, porque era una piña en la cara de todo lo que había antes. Ahora él es parte de esa clase política: no sólo no trajo las soluciones que había prometido sino que les causó nuevos y más graves problemas, mientras exhibía hábitos de casta y se destapaban escándalos de corrupción. Si el experimento libertario fracasa en las urnas es porque dejó de hablarles a ellos.
Ante esta esperable pérdida de popularidad es que los intelectuales de la nueva derecha en todo el mundo se preparan para la transición a un mundo postdemocrático, de la que la Argentina se ha vuelto un laboratorio global. Se trata de una matriz ideológica que le da sustento a la hiperconcentración sin precedentes de la riqueza que caracteriza al siglo XXI: una meritocracia para supermillonarios para brindarle una pátina de respetabilidad a un régimen global de pillaje.
En la práctica se trata de implementar un sistema en el que los procedimientos formales de la democracia persisten como un espectáculo controlado pero sin sentido, o dedicado exclusivamente a discusiones cosméticas, mientras que el poder real se ejerce en otra parte y está en manos de los dueños del dinero, una élite que últimamente está casi exclusivamente conformada por especuladores financieros y dueños de megacorporaciones tecnológicas (y narcotraficantes).
La visita de la plana mayor de JP Morgan, ante la que Milei rindió pleitesía nombrando como canciller a Pablo Quirno, hombre que pasó 17 años en esa escudería, coronó un proceso inédito, por lo rápido y lo profundo, de entrega de capital público a intereses corporativos privados y a una potencia extranjera. Está todo tan a la vista, con tanta inmediatez, que inevitablemente es parte sustancial de lo que el pueblo argentino va a evaluar en las urnas.
En ese sentido la presencia del exprimer ministro británico, Tony Blair, y de la exsecretaria de Estado de George W. Bush, Condoleezza Rice, como parte de la comitiva que llegó al país en una docena de jets privados para concretar la operación, resulta valiosa para entender la continuidad entre distintas facetas de la experiencia neoliberal durante el último medio siglo: Blair, Rice, Bessent, Trump (y Milei). Tercera vía, neoconservadores, neoprogresistas y neofascistas.
Desde un primer momento las ideas neoliberales entraron en contradicción con la democracia: es algo sobre lo que escribieron todos los autores fundamentales de esa escuela. Tal como explica el historiador Quinn Slobodian, “las propuestas neoliberales no se centran en el mercado per se sino en rediseñar los Estados, las leyes y demás instituciones con el fin de proteger el mercado”. ¿De protegerlo de quién o de qué? De las decisiones de las personas, es decir de la democracia.
Esa contradicción fue rescatada este siglo por los intelectuales orgánicos de la nueva ultraderecha y luego lógicamente adoptada por los supermillonarios que a partir de la crisis financiera de 2008, primero, y luego de la pandemia de COVID, supieron espiralizar sus ganancias mientras la vida de la inmensa mayoría de la población global empeoraba. Son sus fortunas las que inevitablemente se revisarían en un sistema democrático que no tolere la desigualdad extrema.
Porque esas fortunas excesivas no son una falla del sistema, sino que así funciona el “mercado perfecto” que propone Milei. A falta de instituciones políticas que intervengan para atenuar la desigualdad, el capital tiende a concentrarse sin límite. En el Estado de Malestar, esas instituciones existen, pero intervienen para reforzar la desigualdad. El Estado se pone al servicio de la acumulación del capital privado y no de las personas. La incompatibilidad con la democracia se torna evidente.
Una vez que el capital se libera de las ataduras de la política, tiende a reproducirse sólo y fuera de control. Tal como explica Thomas Piketty, “más allá de cierto umbral todas las fortunas, heredadas o empresariales, aumentan a ritmos muy elevados”, “los empresarios tienden a transformarse en rentistas” y “por justificadas que sean al principio, sus fortunas se multiplican y se perpetúan a veces más allá de todo límite y de toda posible justificación racional en términos de utilidad social”.
Por supuesto, semejante concentración del ingreso refuerza el poder político de los más ricos, volviendo más improbables los cambios a favor de los trabajadores desde las instituciones. La nueva ultraderecha accede al poder por medio de la democracia para destruirla. Branko Milanovic advierte que “en lugar de un sistema de una persona un voto, nos acercamos a un sistema de un dólar un voto, que no es más que la proyección de la distribución actual del ingreso al plano de la política”.
Este es un fenómeno global: para Piketty, “están reunidos todos los ingredientes” para que los supermillonarios se vuelvan los dueños del mundo, “un proceso en el que los países ricos serían poseídos por sus propios multimillonarios o, de manera más general, en el que el conjunto de países sería propiedad, de manera cada vez más masiva, de los multimillonarios y demás archimillonarios del planeta”. La Argentina de Milei es la vanguardia de esa batalla por el destino de la Tierra.
Así como la elección de Milei en 2023 no puede ser interpretada como un simple voto de castigo coyuntural sino que fue la cristalización de un rechazo masivo al resultado de las cuatro décadas de consenso democrático en la Argentina, los comicios de hoy se convirtieron antes de tiempo y sobre todo por decisión de su protagonistas, Milei y Trump, en un plebiscito sobre el experimento anarcocapitalista que desnuda el proyecto político del Estado de Malestar.
El enorme desafío de la oposición será aprovechar el envión, si el resultado así lo permite, para tomarse en serio el desafío de construir una alternativa que no puede estar en ese pasado del que el propio Milei es la mayor evidencia. La salida no debe quedarse en la apelación nostálgica del experiencias de otras épocas sino que pasa por encontrar la forma de hacer digna la vida de los trabajadores argentinos acá y ahora, en pleno siglo XXI, combatiendo al capital.
A partir de mañana comenzará la tarea de repolitizar la economía, reconstruir los lazos de solidaridad social, impulsar nuevas alianzas, dentro de cada país y entre los países que decidan dar esta batalla, no a través de lazos de subordinación sino en una comunidad organizada de naciones, que pueda ponerle límites reales a la acumulación infinita de riqueza en cada país y en todo el planeta y de esa forma devolverle la dignidad a la vida de las personas que trabajan.
