La historia de la ciencia está jalonada de hallazgos rutilantes que se produjeron de manera accidental o casual, algo que los investigadores denominan “serendipia”. Pero una frase atribuida a Picasso plantea la condición necesaria para que eso ocurra: la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando. La trayectoria profesional de Tamara Rubilar, investigadora del Conicet en el Centro para el Estudio de Sistemas Marinos (Cesimar) del Centro Nacional Patagónico (Cenpat) y docente investigadora de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, ilustra de manera notable ambas ideas: nacida en el barrio de Saavedra y graduada en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, empezó a estudiar la regeneración neuronal en ciertas estrellas de mar, pero tras el nacimiento de su primer hijo debió cambiar de línea de investigación y mudarse a Puerto Madryn para terminar su doctorado: se orientó hacia la acuicultura de erizos de mar.
Al tiempo, la llegada de un segundo hijo le imprimió otro giro inesperado a su carrera. El pequeño padecía una enfermedad autoinmune que le provocaba múltiples alergias alimentarias y haría necesario tratarlo con corticoides tal vez por el resto de su vida. Como buena científica, se puso a investigar qué ofrecía el horizonte del conocimiento para mejorar su calidad de vida y dio con una molécula extraída nada menos que de… ¡erizos de mar!: la Echinochroma A, con propiedades antioxidantes, antiinflamatorias e inmunomoduladoras. Hoy, 12 años más tarde, su hijo puede llevar una vida normal, los corticoides solo quedaron para un uso de emergencia, muy esporádico, creó una compañía que la comercializa como suplemento nutricional y hasta la exporta a los Estados Unidos. Una trama de película.
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Rubilar siempre sintió vocación por la ciencia. Ya en segundo año de su licenciatura presentó su primer poster y bajo la tutela de una mentora, se inició en el estudio de los equinodermos [familia de invertebrados marinos]. En un principio se dedicó a ciertas estrellas de mar capaces de regenerarse, pero tras su llegada a la Universidad del Comahue, hace 27 años, debió cambiar de línea de investigación. Y ese giro, aunque forzado, resultó ser un catalizador. Buscó un nicho menos explorado y se orientó hacia la producción de erizos de mar, una “delicatessen” que se sirve en 181 países y cuyo primer exportador es Chile, con el 60% del consumo mundial. “Es una industria multimillonaria y en ese momento mi idea era generar técnicas de acuicultura para que se consumiera en la Argentina, ya que había ‘cuellos de botella’ en su cultivo –cuenta Rubilar–. Con los erizos trabajábamos hacía un montón de años, sabíamos que eran ricos en ácidos grasos, habíamos analizado ya su aporte nutricional y sus cualidades organolépticas”.
Pero un evento inesperado fusionó de manera profunda su vida personal con su pasión científica. Tras el nacimiento de su segundo hijo, con graves deficiencias inmunológicas y una alta inmunidad alérgica, la vida de Tamara se detuvo. “Él estuvo muy mal de salud. Estuvimos tres meses internados en la Casa Cuna hasta que lo diagnosticaron –relata–. Casi no podía alimentarse, presentaba problemas de crecimiento y el único tratamiento disponible en ese momento eran inmunoglobulinas [contra las infecciones] y corticoides [para reducir la inflamación]. Entonces, me puse a averiguar si en la familia habían nacido otros niños con este cuadro y encontré que se habían muerto tres infantes menores de tres años con características similares... Tengo ascendencia rusa y parece que este cuadro se da con mayor frecuencia en la población eslava”.
Contactó a inmunólogos, concurrió a congresos y revisó la literatura médica para tratar de entender qué le pasaba. “En ese momento, solo había experimentos en ratones y para bajar la inflamación intestinal se ensayaban antioxidantes –cuenta–. Entonces, pensé: ‘Yo sé hacer extractos’ y me puse manos a la obra”. Compraba alimentos antioxidantes, los hacía en su casa e iba probando si le servían. Experimentó con arándanos y frutillas, por ejemplo, hasta que llegó a la astaxantina, un antioxidante lipídico que su padre le envió desde Suecia y que mejoró ligeramente las deposiciones de su hijo.
Una conexión insospechada
Inesperadamente, un correo electrónico de una colega la conduciría al punto de inflexión de esta historia: "Este es para vos”, decía. El mensaje contenía un trabajo que describía una molécula con propiedades inmunomoduladoras positivas, antiinflamatorias y antioxidantes, y que había mostrado reducir la inflamación intestinal en ratones. Prometedor, pero… estaba escrito en ruso. Ella no podía entenderlo, pero su madre, descendiente de inmigrantes de ese país, sí. “Se trataba de una molécula que aumenta la respuesta inmunológica, pero desde el punto de vista positivo, porque la habían probado como coadyuvante en una vacuna antigripal y a su vez habían mostrado que tenía efectos antiinflamatorios y antioxidantes –explica Rubilar–. En ese momento no existían los traductores automáticos ni los sistemas de inteligencia artificial generativa… Mi mamá me lo iba leyendo, hablaba de una molécula, Echinochroma A (EchA) y yo le preguntaba: ¿pero de dónde la sacan? ¡Y se extraía de erizos de mar!”.
La científica contactó al autor del paper en Siberia a través del rudimentario Skype de ese entonces, le explicó su situación y el colega le propuso que le mandara un extracto para hacer ensayos. “Así, un extracto liofilizado de huevas de erizo viajó en una caja de bombones a Siberia –recuerda–. Los resultados fueron asombrosos: era excelente. Después, hicimos un convenio de investigación formal desde la universidad. Lo insertaron el HPLC [Cromatografía Líquida de Alta Resolución, técnica analítica utilizada para separar, identificar y cuantificar compuestos en mezclas complejas] y me mandaron los estudios. Nosotros contábamos con una ventaja: ellos extraían EchA de las cáscaras y espinas con métodos extremadamente tóxicos (ácido clorhídrico, hidróxido de sodio), mientras que nosotros, al usar las gónadas, aplicábamos un método mucho menos agresivo, libre de solventes”.
Preparó "juguito de erizo”, primero se lo dio a su marido y luego a su hijo, que comenzó una recuperación notable: "A los 18 meses le pude retirar los corticoides", cuenta. Hoy, lo consume diariamente y estos fármacos solo se reservan para ocasiones muy infrecuentes.
Todo hubiera terminado en una curiosidad de la historia familiar si no hubiera sido porque su marido le insistió en que eso que había beneficiado a su hijo debía llegar a otros: "Esto que sirvió para él no puede quedar acá”, le dijo. Pero Tamara no tenía experiencia en la creación de empresas tecnológicas. Mientras en el laboratorio empezaron a concentrarse en lo que debían hacer si realmente iban a generar los erizos y cada uno de sus becarios se ponía a estudiar un aspecto diferente (“Con uno, desarrollamos el alimento balanceado, con otro, el Protocolo de Bienestar Animal, con otro estudiamos cómo cómo hacer para que acumulen más moléculas”, detalla), Tamara se capacitó en propiedad intelectual y emprendedorismo. Además, un programa de la provincia de Chubut la ayudó a transformar lo que parecía una "idea loca" en un plan de negocios.
En 2018, con una estrategia más consolidada y tras algunos intentos fallidos de encontrar inversores, la empresa pesquera Mirabella apostó por el proyecto. “Ellos querían pescar erizos de mar, pero yo les dije que no había que ir por ahí”, destaca Rubilar. La inversión inicial se destinó a probar la viabilidad del proyecto. Se presentaron a distintos concursos internacionales y en todos salían en los primeros puestos. Eso les dio más confianza en que tenían "algo real" entre manos.
La pandemia y después
Cuando la construcción de la planta de producción ya estaba en marcha, llegó la pandemia de COVID-19. Tamara y su equipo se sumaron a la búsqueda de moléculas contra el virus. “Ayudábamos haciendo química computacional y en un momento nos contactó una persona de Harvard invitándonos a un proyecto internacional para probar productos naturales contra el SARS-CoV-2 en la Universidad de Leuven, en Bélgica –explica–. Nosotros teníamos una biblioteca grande de extractos naturales de especies del mar. Entonces, decidimos sumarnos y empezamos a analizar las moléculas que ya teníamos purificadas de los erizos. Los análisis nos indicaban que podíamos desestabilizar la Spike [proteína del virus que tiene la capacidad de unirse a receptores de nuestras células] y con esa hipótesis fuimos al primer congreso que organizaron. Nos dieron algunos fondos y nos mandaron unas placas para que pusiéramos los extractos y los enviáramos a Bélgica. El Ministerio de Salud de la Provincia nos ayudó con la logística y paralelamente nos empezamos a juntar con [la dirección de] Bromatología y con ANMAT para saber qué debíamos hacer en caso de que algo de eso sirviera. La gran ventaja que teníamos era que esta molécula ya se había estudiado durante 40 años y desde 2003 se usaba como fármaco en Rusia: se inyecta en el corazón para evitar que se mueran las células durante un ataque cardíaco y en los ojos para evitar glaucoma”.
En agosto de 2020, las muestras de EchA viajaron a Bélgica. Los resultados de laboratorio confirmaron que podía reducir la carga viral del COVID-19 en un 65%, además de ser antiinflamatoria y antioxidante. Con esta evidencia, los inversores siguieron aportando fondos, financiando la investigación y la construcción de la planta con una inversión de 450.000 dólares para la producción de un suplemento dietario. Y el proyecto recibió el apoyo de la provincia de Chubut, que incluso asumió la responsabilidad del producto en fases iniciales.
El 18 de diciembre de 2020, entregaron un jarabe con esta sustancia activa a un hospital. Sin embargo, como en ese establecimiento no había un comité de ética, los médicos no se animaron a probarlo.
“Fue una desilusión, pero hicimos lo que hace un buen científico: publicamos los resultados y nuestra hipótesis de que si no bajaba la carga viral, seguramente mitigaría la ‘tormenta de citoquinas’ en pacientes con Covid porque había muchísima bibliografía que mostraba que tenía acción inmunomoduladora”.
Meses después, los contactó la doctora Adela de Larrañaga, del Hospital Muñiz. Interesada en las secuelas post-COVID, propuso un ensayo clínico que contó con la colaboración de médicos de los hospitales Santojanni, Muñiz y Ramos Mejía, y el apoyo clave de Anmat.
Fue “a doble ciego, multicéntrico y randomizado”, reclutó a 56 pacientes, y participaron neumólogos, médicos clínicos, neurólogos y hasta un grupo de “consejeros” que donaron su tiempo para seguirlos en lo emocional. Mostró que el producto, bautizado Promarine, mejora la capacidad respiratoria, disminuye la astenia (dolor corporal y fatiga persistente), ayuda a recuperar la "niebla mental", especialmente la concentración y la memoria a corto plazo, y permite la recuperación de la anosmia (pérdida del olfato) en el 75% de los casos.
Inicialmente aprobado como suplemento dietario para las secuelas de COVID, se puso en venta en julio de 2024. Pero el equipo no se detuvo allí. Hicieron una formulación para personas sanas a la que le agregaron vitaminas B metiladas [un proceso que mejora su activación y disponibilidad] y una microalga llamada Chlorella, que ellos mismos cultivan y tiene alta concentración de clorofila, lo que ayuda a quelar [eliminar] metales pesados del hígado. Ademas, tiene sal marina, que aporta zinc, para que funcionen todas las reacciones enzimáticas, destaca la científica.
“Lo certificamos como un producto prolongevidad que incrementa la vida de las células en un 30% –subraya–. Las personas refieren que se sienten con más energía, les mejora el humor, la calidad del pelo, de la piel y disminuye la inflamación del intestino en personas que padecen colon irritable. También disminuye las rinitis y otras alergias. Lo certificamos para actividad deportiva con la National Association for Sport Nutrition y obtuvimos la certificación antidoping, lo que nos permitió exportarlo a los Estados Unidos”.
Un aspecto clave de este desarrollo es la sostenibilidad de su modelo de producción. Mientras que el método ruso para obtener EchA requiere pescar 1.400.000 erizos, el equipo de Tamara logra la misma cantidad de molécula con solo mil erizos en cautiverio y seis cosechas anuales.
Para el doctor Guillermo Docena, bioquímico, inmunólogo, profesor titular de Inmunología de la Universidad Nacional de La Plata, investigador principal de Conicet y vicedirector del Instituto de Estudios Inmunológicos y Fisiopatológicos (IIFP), que no participó en estas investigaciones, "las propiedades antioxidantes de estos polifenoles neutralizan radicales libres que intervienen en el stress oxidativo y en procesos inflamatorios que pueden terminar en daño celular si se acumulan. La administración de estas sustancias parece restablecer el equilibrio oxidativo en situaciones donde hay exceso de producción, que exacerba las reacciones autoinmunes. También puede tener un efecto sobre el stress mitocondrial, algo que últimamente está en el centro de interés de muchos grupos".
Desde 2021, Erisea S.A., la primera empresa de base tecnológica en la Patagonia con licencia exclusiva de biotecnología acuícola del Conicet, desarrolló cuatro suplementos dietarios validados clínicamente y aprobados por entes regulatorios: Echa Marine, que mejora los síntomas del COVID-19 prolongado, Marine Epic, diseñado para mejorar la salud celular, potenciar la actividad mitocondrial, bajar la inflamación y fortalecer el sistema inmunológico, Marine Fusion, alto en omega-3 con beneficios en salud cerebral, ocular y cardiovascular, y Marine Pulse formulado para cuidar la salud cardiovascular. Rubilar y su equipo extraen los antioxidantes de las huevas del erizo de mar Arbacia dufresnii que habita en las costas de la Patagonia austral y en la región Antártica. Es una de las 950 especies vivientes del grupo de los equinoideos, nombre científico de los erizos de mar, que se encuentran en casi todos los océanos del mundo y viven hasta en los 2500 metros de profundidad.