El padre Mariano Oberlin, cura católico que trabaja con la comunidad del barrio Müller en la ciudad de Córdoba, se mostró preocupado frente al avance del "pipazo", una droga barata, letal y altamente adictiva que está haciendo estragos en la periferia cordobesa, situación que calificó como "alarmante". Conocida en otras provincias como paco, este subproducto de la cocaína se caracteriza por su bajo costo, fácil acceso y por los devastadores daños que provoca en el organismo en un tiempo récord.
"Cada vez son más los que llegan en busca de ayuda, pero muchas veces no tenemos recursos suficientes", señaló el cura en una reciente entrevista televisiva.
La droga no solo destruye la salud de los consumidores, sino que también está vinculada a una ola de violencia y vulnerabilidad extrema en sectores populares. Casos recientes, como los crímenes de Brenda Torres y Milagros Bastos, reflejan cómo el "pipazo" se convirtió en un factor común en tragedias que conmocionaron a la sociedad cordobesa.
El pipazo, un cóctel mortal entre los jóvenes
Según explicó la jefa de Toxicología del Hospital de Urgencias, Andrea Vilkelis, el consumo de pipazo provoca infartos, ACV, pérdida acelerada de peso y un deterioro generalizado que reduce la expectativa de vida a entre seis meses y un año. El riesgo aumenta porque la sustancia se fuma en pipas improvisadas, hechas con codos de cañería y virulana, lo que expone a los usuarios a inhalar vapores de metales tóxicos inconsumibles.
El efecto es inmediato pero muy corto, lo que genera una necesidad constante de volver a consumir. En poco tiempo, los jóvenes presentan pérdida de piezas dentales, graves daños pulmonares y, en muchos casos, fallas multiorgánicas que terminan en internaciones y muertes prematuras.
Familias al límite y recursos desbordados
En barrios como Müller, la problemática desborda las capacidades de los centros de contención. "Hay veces que tenemos que decir que no, porque no tenemos camas disponibles", lamentó Oberlin, quien conduce un espacio de acompañamiento a jóvenes y familias afectadas. El sacerdote describió la situación como un "cuello de botella": los padres desesperados buscan ayuda, pero el adicto muchas veces se niega a iniciar un tratamiento.
"Si la persona no quiere salir, no podemos hacer nada", reconoció, poniendo en evidencia la falta de herramientas frente a un fenómeno que avanza con rapidez y que golpea con más fuerza a los sectores vulnerables.
Un problema que excede a la droga
Más allá de la urgencia sanitaria y social, Oberlin apuntó a un trasfondo cultural y estructural: "Hay una cuestión de fondo que tiene que ver con el consumismo en el que vivimos. La barrera entre el consumo legítimo y el destructivo se rompió", reflexionó. Para él, el desafío es doble. Mientras que por un lado, hay que trabajar en la prevención y contención inmediata, por el otro hay que transformar una sociedad que naturalizó el consumo en múltiples formas.
Si bien reconoce que el Estado tiene un rol clave en la asistencia y las políticas públicas, el sacerdote llamó a un compromiso social más amplio: "Humanamente, algo hay que hacer", subrayó, incluso cuando los resultados no siempre son los esperados. A pesar de las dificultades, el padre aseguró que hay muchos jóvenes logran salir adelante. Y esa esperanza, aseguró, es el motor que lo impulsa a seguir acompañando en esta lucha desigual.