Cuando Micaela Anahí Díaz tenía 8 años pasó un año en la Base Esperanza, la única instalación científica argentina en la Antártida donde pueden vivir familias, y soñó volverse científica para investigar, en un utópico día de regreso, el continente blanco. La UNSAM la ayudó a cumplir ese anhelo: “No importa la edad, el tiempo o los altibajos de la vida, tarde o temprano todo se puede dar”, expresa a El Destape.
Tiene 29 años y es Licenciada en Protección y Saneamiento Ambiental. Siempre se sintió atraída por el mundo de la ciencia, los experimentos y el poder crear algo a partir de dos cosas completamente distintas. Sobre todo, le interesaba la protección y contemplación de la naturaleza. De niña, Micaela jugaba a que era una química, mezclando agua con barro que traía del cerro con su hermano: “Era un contexto aventurezco típico de la edad”, cuenta sonriente sobre sus primeros años de vida en Comodoro Rivadavia, Chubut.
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Su familia la arengaba para que cumpla su sueño, aún cuando quizá era muy pequeña como para elegir una carrera: “En una navidad nos regalaron un pequeño microscopio y un telescopio; eran días de descubrir algo nuevo, de sentirse parte de tantas cosas que no podíamos entender y de tener ganas de conocer mucho más”, comenta.
A los 8 años, Micaela comenzó a asistir a la Escuela Provincial nº 38 ‘Raúl Ricardo Alfonsín’. Pero no se tomaba un colectivo ni la llevaban en auto, recorría nieve y viento para hacerlo porque era en la Antártida. Junto a sus dos hermanos, Maximiliano y Karen de 12 y 1 año, su mamá Liliana y su padre Luis, viajaron a ese punto tan recóndito del planeta porque él era suboficial del ejército.
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Duró poco más de un año, pero alcanzó y sobró para calar fuente en los huesos y el corazón de Micaela: “La Antártida es una inmensidad increíble, imponente y única. Mi experiencia allá marcó completamente quién soy, aún son los recuerdos que más conservo”, detalla.
Lo cotidiano de una ciudad o un pueblo es incomparable con lo que una niña de esa edad puede vivenciar en un lugar como la Ántartida. Además de los útiles, nunca podía olvidarse los guantes para entonar Aurora porque, si le tocaba izar la bandera, sus dedos se congelaban. Mientras los argentinos tenían casi todos un celular en su bolso, Micaela se comunicaba por teléfono de tubo. Además, había un gran aula y no todos los alumnos eran de la misma edad: “Por lo que siempre había algo nuevo que aprender y gracias a la vocación de nuestros profesores éramos sorprendidos constantemente con algún conocimiento llamativo o curioso”, añora.
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Entrar y salir de la escuela llevaba casi el mismo tiempo que tomar una clase porque había que dejar toda la ropa abrigada en un armario al llegar y volver a ‘calzarsela’ antes de salir: “Para irnos teníamos que abrir una gran puerta de freezer que nos separaba de la tarde helada, ventosa e increíble”, recuerda.
Pero no todo era estudiar y abrigarse porque “si era sábado la base entera se vestía de alegría y fiesta: comíamos unas pizzas, había música o algún valiente que se animaba al canto; compartíamos anécdotas, hazañas e historias”, rememora.
Así como ir a la escuela era completamente distinto, también lo era la economía: “El dinero carecía de valor”, explica a la vez que agrega: “No había bancos o supermercados; la base tenía un cocinero que alimentaba a las 13 familias, científicos, científicas y demás personal, era una comida exquisita y siempre calentita”.
Al finalizar la labor de su padre en la Antártida, toda la familia de Micaela y algunas otras se fueron del continente blanco y no hay recuerdo que sienta más vívido: “Cuando nos estábamos alejando con el Irizar, el capitán nos permitió estar en el puente para despedir la base y mientras se iba haciendo pequeña en el horizonte me prometí que iba a volver. Tenía que vivir esa experiencia de nuevo, había tanto que quería conocer, pero aun no me daba el cuerpo claramente”, cuenta.
No hubo momento de su vida en que no intentará regresar a ese sueño helado. Hizo decenas de cursos en su adolescencia participó en numerosas convocatorias ya más entrada en la adultez porque consideraba que toda oportunidad la acercaba más a convertir su anhelo en realidad: “Fue difícil porque en la ciudad de donde soy estas chances no son comunes”, puntualiza.
Al volver a Argentina asistió al Liceo Militar porque, como la primera vez había ido gracias al trabajo de su padre, tenía pruebas de que había grandes posibilidades de conseguir su objetivo de regresar por esa vía. Su papá era militar y su mamá maestra jardinera; ambos le enseñaron que, si uno quiere estudiar, va a estudiar donde sea. Con ese concepto en mente, quiso comenzar el secundario con sus amigas de la infancia, pero a menos de un año de empezar el edificio sufrió un incendio, lo que llevó a Micaela a terminar el secundario en una escuela técnica, obteniendo el título en Industria de Procesos.
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Luego todo fue estudiar, estudiar y estudiar: hizo la Licenciatura en Protección y Saneamiento Ambiental en la Universidad Nacional de La Patagonia ‘San Juan Bosco’, lo que le permitió realizar su tesina en Chascomús y exponer los resultados preliminares oralmente en el Congreso Antártico de Tierra del Fuego e inclusive presentar un paper en una revista científica de China. Paralelamente, realizó una diplomatura de Derecho y Gestión Ambiental Antártica de la Universidad de Morón.
Al obtener la beca AGENCIA (financiadas por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica) se mudó a Capital Federal, donde tuvo la oportunidad única de trabajar con un cromatógrafo líquido de alta resolución, acoplado a un espectrómetro de masa (herramienta clave para separar componentes de una mezcla).
El destino tenía preparado un lugar en la UNSAM para Micaela, peldaño primordial en su escalera de vida. Hizo su tesis de licenciatura, se ‘mudo’ a la residencia INTECH y durante 6 meses investigó charcas antárticas. Cada vez se acercaba más a trabajar para el Instituto Antártico Argentino, que era su meta más grande: “Afortunadamente pude participar en un proyecto que tienen en conjunto con el Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental”, subraya.
Con los años en la mente de Micaela los recuerdos se entremezclaron y temió haber idealizado ese inconmensurable desierto blanco que tiene un característico e inigualable ruido de mar de fondo, casi como el soundtrack cotidiano de quienes habitan ahí. Pero al regresar notó que su recuerdo no le hacía justicia a la realidad: volvió a recorrer el pedregullo y la nieve de la Base Carlini; volvió a ver en persona el cerro Tres Hermanos; volvió a compartir espacio con elefantes marinos que descansan en las costas y esta vez trabajó en un laboratorio rodeado de ese paisaje inigualable. No le alcanzaban los ojos ni el pecho para tamaño regreso: “Estoy completamente convencida de que la magnitud de este sitio es aún mayor de lo que podemos entender. El sonido de los témpanos al caer en el mar, como un estruendo que resuena a los pies del agua… Estar acá es mucho más que impresionante, es un orgullo y por supuesto un honor máximo”, define emocionada.
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Actualmente Micaela comparte laboratorio con eminencias en sus campos, profesionales increíbles que ilustran los complicados conceptos de la manera más sencilla y está agradecida a la vida de que aquello que soñó de chica se parezca a lo que se dedica en la actualidad: “Puedo seguir asombrándome con lo que nos rodea, entendiendo que somos parte de un conjunto interminable de variables”, especifíca ilusionada.
Volver fue inigualable pero no tanto como su primera visita a la Antártida, visita en la que su pasión por la ciencia y la investigación se instaló definitivamente dentro suyo, a través de los relatos de los científicos con los que compartía a diario, que la impresionaban, historias que incluían estudios sobre volcanes o bocetos de elefantes marinos; científicos a quien ella podía observar mientras anotaban datos en sus libretas. Personas que, como ella, tuvieron un sueño e hicieron hasta lo imposible para vivirlo despiertos. Es por eso que, sin importa cual sea el anhelo de las personas que se cruza en su camino, siempre los empuja a que busquen lograrlo: “Aliento a todo aquel que tenga un sueño que se esfuerce a diario para poder cumplirlo; ya que no importa la edad, el tiempo o los altibajos de la vida, tarde o temprano se puede dar, cierra.