En la Argentina de Milei, la política se va alejando cada vez más de su dimensión de acción transformadora con participación ciudadana y debate institucional, para convertirse en un terreno de producción escénica y performática. El acto encabezado por el presidente en el Movistar Arena, en el marco del lanzamiento de su libro “La construcción del milagro argentino”, fue una muestra palpable de ello: la noche, lejos de albergar un acto académico, un discurso analítico, o la presentación de un plan programático de gobierno, fue el momento elegido para un gran concierto de rock meticulosamente diseñado para captar cámaras y likes, alimentar la fidelidad de los propios, sobre todo los más jóvenes, y desviar la atención a dos semanas de las elecciones y en medio de la crisis.
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El show de la banda presidencial en el micro estadio de Villa Crespo fue un acto de exclusiva movilización, una experiencia emocional y de reafirmación ideológica. Pantallas gigantes, luces sincronizadas, fuego, interpretaciones de himnos del cancionero nacional, remeras con el León y banderas agitadas fueron algunos de los símbolos del espectáculo político. En el escenario, Milei no se presentó como presidente, sino como frontman, showman, animador, mientras que abajo, el público, entregado, cantaba las canciones y consignas liberales. Pero dicha emocionalidad, tan parecida a la de los fandom, pasa factura cuando es aplicada a la política: en lugar de ciudadanos, con inquietudes y capacidad de crítica, surgen seguidores fieles como de banda de rock adolescente.
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De discurso a puesta en escena
A pesar de lo burdo y para muchos inentendible, este evento no fue un accidente: forma parte de una estrategia cuidadosamente elaborada de conversión de la política en un show. Y Milei, personaje nacido en los estudios de televisión y criado como fenómeno de redes domina esta metodología como pocos: el grito, el exceso, la sobreactuación, la emocionalidad desbordada. Su discurso es performático antes que argumentativo; su fuerza no está en la idea, sino en la escena. No se trata sólo de ampliar la espectacularización, sino de que lo espectacular termine colonizando las diferentes dimensiones de la política y no deje espacio alguno para el debate, la convivencia democrática, y la gestión.
Si uno presta atención a los diferentes espacios de la administración pública, así como quienes ocupan los cargos institucionales, puede advertir cómo se han adoptado, ya sin disimulo, los formatos mediáticos, la emocionalidad, la provocación, el uso estratégico de la viralización, y la métrica del impacto propio del showbusinnes. Se está pasando de dirigentes que gobiernan o gestionan, a dirigentes que entretienen y se destacan por su capacidad para animar la escena gris y solemne de la política con un gesto o comentario provocador y extravagante. Eso erosiona la institucionalidad: el Congreso, los organismos estatales, los espacios de debate técnico y profesional quedan en segundo plano. Lo que se degrada no es solo la imagen de lo que “debería ser”, sino su capacidad real de acción.
Esta semana en un programa del prime time de TN Virginia Gallardo, candidata libertaria a diputada nacional por Corrientes, fue entrevistada por Jonatan Viale quien le preguntó por su experiencia y preparación para el cargo al que aspira. Su respuesta fue representativa del modelo epocal: “No solo entrevisté a todos los políticos de todos los partidos, escucho las problemáticas sociales - dijo la famosa y agregó- soy famosa hace 20 años. Estuve en Indomables, en Polémica en el Bar, en Mujeres Argentinas, Neura, Indomables. No me vengan a querer descalificar”.
En la misma línea se puede analizar la llegada a la política de Karen Reichardt, candidata a diputada oficialista por Buenos Aires, quien quedó como cabeza de lista tras la renuncia de José Luis Espert. Su carrera se inició en los ‘90 como vedette y modelo. En ese momento participó en programas como NotiDormi, de Raúl Portal y el exitoso Brigada Cola, y llegó a ilustrar la tapa de Playboy Argentina en 1992. Su trayectoria incluyó además algunas películas, siempre en roles estereotipados e híper sexualizados. Con la llegada del gobierno actual consiguió la conducción de un programa de la TV pública llamado “Amores Perros” cuya temática central es la adopción de mascotas. Nada se conoce de su trayectoria como referente política, social o territorial, aunque sí se pueden leer unas lineas de su pensamiento a través de sus redes sociales, como tuits discriminatorios que hacen hincapié en diferenciarse de “negros”, “villeros”, “kirchneristas” o hinchas de boca. En medio de las elecciones de 2023, por ejemplo, publicó un video donde sugiere “hacer como un muro de Berlín, que de un lado estén los kirchneristas, que les encanta vivir así, de planes, que los afanen, y del otro el capitalismo, los que nos gusta crecer, las grandes empresas”.
El filósofo Guy Debord lo advirtió en “La sociedad del espectáculo”: vivimos en medio de representaciones que sustituyen lo real, y la política en ese contexto se convierte en un trazo luminoso que encandila más que en responsabilidad concreta y real sobre la vida de los y las argentinas. El modelo es el de la política performativa: menos contenido, más forma, y Milei y La libertad Avanza dominan ese terreno ya que su fuerza no reside en los discursos bien articulados sino en gestos, escenografía, símbolos, y sobre todo el encauzamiento de emociones sociales potentes como la ira , el odio, y la violencia direccionada hacia algunos sectores sociales específicos, que permanecieron en la sombra durante muchos años y hoy son su principal arma de fidelización del votante.
Líderes mediáticos, instituciones débiles
Milei articula un liderazgo hipermediatizado, con decisiones que parecen salidas de un show. Cada evento público, cada provocación, cada polémica está medida para generar repercusión y provocar. Como advierte la socióloga y profesora emérita de Harvard, Shoshana Zuboff, en la era del capitalismo de vigilancia, la atención se convierte en el principal recurso económico y político, y gobernar es, también, captar las miradas. En ese marco, la espectacularización se vuelve una estrategia central de supervivencia para mantener a la audiencia cautiva, estimulada, consumiendo, aunque sea a costa de cierta institucionalidad.
Este fenómeno no es exclusividad argentina. Donald Trump por ejemplo se transformó en el primer presidente de Estados Unidos estrella de la televisión, y cada vez que puede utiliza esa habilidad al máximo para entrelazar ambos mundos. Desde el lanzamiento de su campaña política, las convenciones de ultraderecha, los servicios religiosos en la Casa Blanca, el reciente funeral del activista conservador Charlie Kirk, y en todas sus intervenciones públicas ha primado el espectáculo programado por sobre el contenido político.
Milei repite exactamente ese camino, porque entiende muy bien la potencia y permeabilidad de sus “excentricidades” como vectores de atención de todo el espectro social y la cultura popular. De hecho hasta ahora casi nada de lo que hizo, en términos tanto personales como de gestión, su misoginia, falta de presidencialismo, su imagen, racismo, o los escándalos de corrupción, que podrían fácilmente arruinar la carrera de cualquier político tradicional, ha alejado a sus partidarios de su figura, y resulta casi imposible explicar sin esos rasgos su popularidad. La respuesta probablemente tenga que ver con su impronta, su verborragia, que aportan valor de entretenimiento y movilizan emociones silenciadas. En tiempos de fragmentación y desconfianza, el espectáculo promete una suerte de comunidad ficticia, y lo que se ofrece no es un proyecto político, sino una experiencia.
El vaciamiento del espacio público como debate de ideas
Mientras millones de argentinos y argentinas sufren la erosión de sus ingresos, el deterioro de su vida cotidiana, la falta de acceso a servicios básicos como la salud, el gobierno monta escenas donde el líder aparece como fuerte, omnipresente, poderoso, y adorado. Sirve como dispositivo de legitimación: ver al líder ovacionado, aunque sea a través de IA, ayuda a sostener la idea de autoridad, aunque los cimientos estén resquebrajados. Sin embargo, mientras los flashes iluminan el escenario, afuera la gente sigue sin poder llegar a fin de mes. La teatralidad sustituye, o busca ocultar, la fragilidad y la debacle de la gestión.
La espectacularización no solo cambia la forma de gestionar o comunicar la política, cambia su más profundo sentido. Cuando todo se vuelve show, una actuación, la palabra pierde densidad, el debate se degrada a un intercambio de consignas y la institucionalidad se reduce a una escenografía. Todo se vuelve un panel televisivo coreografiado y completamente separado de la realidad de las personas. Lo vemos cada semana en el Congreso cuando las comisiones y sesiones se vacían de ejercicio democrático y asertivo, para producir contenido para redes en busca de visualizaciones, aplausos o linchamiento. En esa lógica binaria y reduccionista no hay lugar para la complejidad, la crítica constructiva o la dialéctica, y como consecuencia las instituciones se empobrecen así como los vínculos sociales que las sostienen: la confianza, la empatía, la escucha, la solidaridad.
Las imágenes que recorrieron el mundo del presidente gritando como un enajenado desaforado canciones populares mientras Argentina se prende fuego podrían ser leídas como el preludio de una democracia que, a 40 años de su recuperación, parece vaciarse lentamente, donde la representación se confunde con el entretenimiento y el gobierno se vuelve una escenografía de cartón que se pone y saca según las características del gobernante de turno.
Sería hipócrita decir que el problema es solo de Milei, cuando todo indica que es más una consecuencia de la sociedad. Cuando la precariedad económica y la crisis de representación política se combinan con un ecosistema mediático que premia lo escandaloso, la espectacularización se vuelve inevitable. Pero el riesgo es más profundo: una sociedad que transforma la política en show renuncia a la participación y a exigir responsabilidad. Y cuando la política deja de rendir cuentas, la democracia como sistema empieza a degradarse.