Un día de sol tibio y radiante, como esos que el saber popular llama “peronistas” aunque peronistas no abundan en la plaza de los Dos Congresos, la cita con la voz de CFK en Parque Lezama es a la misma hora que la Jubilonga bailable y las militancias se esparcen entre el centro y el sur de la ciudad con ese ritmo tan de feriado en la mitad de la semana que dan ganas de quedarse en cada esquina. ¡Viva la patria!
Fueron las Asambleas Barriales las que organizaron la fiesta bailable de nombre provocador, a medio camino entre la milonga y el dolor de cadera; aunque no hay quejas, más bien joda. Un valsecito litoraleño trepa desde el micrófono a la cúpula del palacio legislativo, las parejas se inclinan y se yerguen abrazadas como si bailaran chamamé, la Jubilonga Bailable está abrigada por el guiso de lentejas que llevaron los trabajadores portuarios del S.O.M.U. Está sabroso y liviano, la demanda es alta y no llega a enfriarse en los platos de plástico antes de que alguien se esté llevando su porción sostenida de los bordes con las puntas de los dedos. Está que pela. Un jubilado usa su cartel de bandeja pero lo da vuelta para que no se manchen las letras impresas y pegadas: “Prefiero morir de pie x una causa justa que vivir de rodillas y morir de hambre”. Un marinero despedido corta pan en una mesa pequeña, dos rodajas se hunden en cada plato de guiso vegetariano a la fuerza. No alcanzó para la carne.
En ese clima de fiesta un poco rota, un poco renga, como los cuerpos y los vestuarios, como las pancartas caseras que no se sueltan y los cascos de obra que protegen las cabezas desde que las Fuerzas de Seguridad apuntan a la cara para tirar balas de goma o cartuchos lanzagases, en ese clima que tiene algo de montaje para la ocasión ya que no hay tortugas de la Federal ni de Gendarmería porque es 9 de julio y no se esperan contiendas como tampoco lluvias, ahí aparece una bandera embolsando el viento que no se había visto antes. Es un sábana, está escrita en rojo y negro: “Acá faltan 30 000 jubiladxs”, dice como constatación, como reparación de quienes son siempre nombrados pero también imaginades como jóvenes para siempre en su ausencia conjurada a los gritos como “presente”. Para algunes, es una pequeña conmoción: “¡Claro!”, dice un hombre, “¡serían jubilados!”; una señora con las canas peinadas en un corte carré deja caer un par de lágrimas como si la frase de la bandera hubiera materializado una presencia añorada, algunos más, con pelucas celestes y blancas de cotillón, corren a sacarse fotos.
No es que estuvieran ausentes los desaparecidos y las desaparecidas en los miércoles de demanda por haberes jubilatorios que permitan vivir, descansar, cuidarse la salud, comer rico. Pero algo de esa sentencia pintada a mano parece remendar el hueco generacional por un instante, el espíritu de lucha es como la brisa de invierno en la plaza, cuenta historias al oído. Sobre utopías ya machucadas, sobre insistencias. Ese susurro que afirma somos los mismos, somos las mismas, no hay héroes congelados soñamos y luchamos antes y toca seguir luchando por derechos, pero también por los 40 años de democracia que ahora mismo parecen desintegrarse junto con el Estado, su deber de cuidado de los más débiles, de sostenimiento de oportunidades para todos y para todas. Por el sueño de habitar con otres, en autonomía, un territorio común, música, paisaje, escuelas, universidades, goces, dolores y retiros.
La jubilonga bailable se termina, sigue la radio abierta para que hablen los despedidos del SOMU que cocinaron las lentejas, de Georgalos, residentes del hospital Garrahan y una jubilada de rulos blancos y sonrisa luminosa, sus fotos peleando contra las fuerzas represivas están colgadas entre otras banderas, pide una de las pancartas que acompañan esa bandera con la misma frase y grita: “30 mil jubilados y jubiladas desaparecidos” y el ¡presente! con que le contesta la pequeña muchedumbre llena la plaza.
“¿Cómo se llama el grupo?”, se acercó a preguntar el responsable del orden de oradores de la radio abierta. Se contagió una risa generalizada entre una treintena de personas que rondan los 50 -algunes más, poquísimxs menos-, que se conocieron hace 30 años haciendo escraches, señalando las casas de los genocidas que gozaban de total impunidad. Escraches que comprometían a barrios enteros en el repudio, que dejaban de vender el pan a los asesinos, se cruzaban de vereda para no saludarlos, tomaban conciencia de qué clase de trama social podía tejerse entrecruzando los hilos del terrorismo de Estado con las cosas de todos los días. Ninguna, la trama se rasgó. La impunidad fue cediendo.
Ahora hay personas procesadas por hacer un escrache, una performance con estiércol de caballo para señalar “la mierda” que es quién promete cárcel o bala para la disidencia política. Sin embargo, los hilos de la historia no se cortan tan fácil. Una bandera es un trapo pintado, también un gesto, un abrazo, un remendón en el codo que se ha gastado de tanto mandarnos a joder.
Anoche, el Senado le dio una paliza al gobierno de la crueldad que se ríe de las mismas personas a las que mata de hambre. Sus tuiteros oficiales pidieron que se saquen los tanques a la calle, se agitó “golpe institucional”, todo el léxico dictatorial, también el del Estado de excepción que usa el fascismo de este siglo, estuvo dispuesto para la amenaza en las redes sociales en la boca de cada uno de los comunicadores que actúan como si fueran sicarios designados del gobierno para aniquilar las voces de la disidencia. La sangre no llegó al río, claro. Son metáforas, se podría decir si no fuera que por metáforas que se escriben en Facebook no hubiera habido detenidos por amenazar a Netanyahu desde el Chaco o por una declaración encendida en un micrófono puesto delante al pasar. Patricia Bullrich fue parte de la campaña de ayer, no se ahorra un peso en su cruzada disciplinadora, está decidida a implantar terror. El presidente, así blindado en la creencia de que es alguna clase de rey que puede gobernar sin el Congreso -lo cierto es que se lo deja- volvió a mostrar sus dotes histriónicos para fraguar un liderazgo en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. Frente a los siempre poderosos mercados y especuladores financieros, el único público que le interesa.
La historia no se repite, no. Pero sus hilos tampoco se cortan tan fácil, están hechos de sangre y heces, de pérdidas y de éxtasis; de las anécdotas contadas en ronda, de la audacia y el temor de estar haciendo o no lo correcto, de la ternura y el afecto hecho militancia; un trapo hecho bandera, un rayo de memoria cruzando la oscuridad de la apatía. Ayer los jubilados y las jubiladas, presentes y ausentes, deben haber festejado una alegría. Fugaz, seguramente, pero sobre la que es posible soplar para que, como el fuego sobre la madera, crezca y se sostenga.