La multitudinaria marcha federal universitaria del miércoles que acompañó y presionó la caída de los vetos presidenciales en la Cámara de Diputados, constituyó por su carácter transversal un hecho político en sí mismo, mucho más que un episodio de discusión presupuestaria. Tal como ocurrió en la movilización de abril de 2024, lo que se observó es una puesta en escena de choque entre dos imaginarios opuestos: de un lado, la universidad pública como símbolo de movilidad social ascendente, de legitimación del saber colectivo y como espacio de construcción de ciudadanía; del otro, una narrativa libertaria que vanagloria la ignorancia, busca fragmentar el conocimiento reduciéndolo a realidades relativas y experiencias individuales, desvinculadas de toda certificación institucional o científica.
El imaginario de la movilidad social
La educación pública en Argentina, y particularmente la Universidad, es una de las instituciones ordenadoras, un pilar social y cultural sobre el que se asentaron las bases del consenso democrático. Desde mediados del siglo XX funciona como pasaporte de movilidad social ascendente, como espacio al que un hijo de trabajadores puede acceder para formarse, adquirir experiencia y conocimiento, y convertirse en ingeniero, médica, trabajador social o investigadora. A ellos se asocia el prestigio que otorga la profesión certificada en la posición social. Este modelo inclusivo se potenció a partir de 2007 gracias a una planificación estatal, el aumento del financiamiento y una ampliación de las oportunidades de acceso mediante la creación de más de una decena de universidades Nacionales, en el Conurbano bonaerense y varias provincias del interior, cuya matrícula creció exponencialmente y está mayormente constituida por primera generación de universitarios.
Al mismo tiempo, la institución y el entorno universitario configuran un círculo de socialización política y humana. Si bien la educación está atravesada por la mercantilización y su subordinación a la lógica de los negocios privados, la universidad pública es una institución que goza de autonomía y promueve una formación universal. Allí se aprende y transmite que la actividad “política” no puede entenderse solo como una decisión racional costo-beneficio, ni tampoco como un activo exclusivamente partidario en las grandes disputas de poder. El impacto de la educación superior en la formación ciudadana se basa en convertirla en una herramienta cotidiana y vertebral para la vida democrática.
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El modelo político que se pone en disputa desde los espacios estudiantiles universitarios suele responder y poner en marcha la perspectiva crítica como herramienta de cambio, el conocimiento analítico y reflexivo, la socialización en valores compartidos como anclaje del compromiso comunitario, mucho más luego de la territorialización de las instituciones que permitió una mayor conexión con las necesidades del lugar y un acercamiento a las comunidades donde se asientan. La participación es la expresión más pragmática y tangible del compromiso cívico, comunitario y social. Por eso las universidades además son una fuente inagotable de soluciones para problemáticas sociales, económicas, productivas y tecnológicas de los territorios. Sin universidades no hay ciencia ni proyecto de país posible.
El ataque al conocimiento colectivo y la estrategia global de deslegitimación
El ataque sistemático de Milei y todo su gabinete a las universidades públicas, y el veto presidencial a la ley de financiamiento universitario, no se pueden leer como un simple movimiento administrativo en el marco del plan de ajuste fiscal. Congelar salarios docentes, frenar obras, recortar proyectos científicos van mucho más allá de la lógica de austeridad inalterable del gobierno libertario. Las medidas empalman con un clima de época que configura una estrategia de deslegitimación y desacreditación de saberes, experiencias, vivencias. La narrativa que acompaña al ajuste y la etiqueta que le ponen a la universidad como ineficiente, elitista o adoctrinadora apunta a corroer la confianza social en una de las instituciones más respetadas por todos los sectores.
Este fenómeno no es exclusivo de Argentina. A nivel global, diversos proyectos de la extrema derecha han desarrollado estrategias similares para debilitar la confianza en la ciencia o la medicina. En Estados Unidos es moneda corriente que Think tanks colaboren con partidos conservadores para sembrar dudas sobre el cambio climático, retrasar políticas ambientales, promoviendo teorías falaces bajo apariencia académica, buscando legitimar ideas refutadas y desestabilizar consensos científicos. Sobre todo luego de la pandemia y las medidas sanitarias decretadas, hemos visto un crecimiento de los movimientos antivacunas y las teorías conspirativas sobre la salud que reproducen ese mismo mecanismo: erosionar la autoridad de la ciencia, sustituir el conocimiento validado por creencias individuales y reforzar un discurso de desconfianza hacia las instituciones públicas.
La táctica es clara: reemplazar la legitimidad colectiva que se encuadra desde el Estado por la certeza personal, transformando la evidencia en opinión subjetiva y la ciencia en un actor sospechoso o elitista. Pierre Bourdieu explica que las instituciones educativas y culturales no transmiten sólo contenidos, sino que producen legitimidad. De esta manera certifican qué saberes son reconocidos por la sociedad y otorgan a quienes los portan un capital simbólico que convierte al conocimiento en un recurso válido, útil y común. Defender la universidad pública, entonces, es defender ese proceso de legitimación colectiva que impide que el saber quede reducido a opiniones aisladas sin fundamento, alejadas del método científico, o incluso peor, avaladas por la lógica algorítmica y mercantil que hoy funciona tanto dentro como fuera de las redes sociales.
La cultura política de la extrema derecha, que hoy toma la bandera del anarcocapitalismo, refuerza ese clima: un saber hiper individualizado, en el que cada quien se arroga el derecho de creer y compartir su propia verdad. Lo que se busca es algo así como la tuiterización de la educación y el debate público por el cual se naturaliza que un ciudadano sin formación pueda discutirle mano a mano a un científico o un médico. Allí, lo que antes era opinión se transforma en certeza incuestionable, y lo que antes exigía pruebas compartidas y aval científico se da por válido por la mera convicción personal y el derecho a la libertad de expresión.
Zygmunt Bauman define a la “modernidad líquida” como un tiempo en el que los consensos sociales se deshacen rápidamente. En esa liquidez, la universidad, que supone en sus acciones tiempos extensos, formación sostenida y progresiva, procesos de validación colectiva, asimilación de lenguajes y códigos especializados, respeto por los rangos y reglamentos, escucha y debate permanentes, aparece como un obstáculo. De allí surge la exaltación de la ignorancia sin consecuencias como gesto de autenticidad y por ende como valor de época: una pose rebelde contra la institución que abre el camino para justificar su vaciamiento.
Lo que está en juego
La caída del veto de Milei al financiamiento fue, sin dudas, una victoria política y legislativa, pero sobre todo cultural. Mostró que la sociedad argentina sigue reconociendo a la universidad pública como un patrimonio común y como institución ordenadora de los proyectos de vida individuales y colectivos. Defenderla no es un acto corporativo para garantizar salarios o becas, sino un mecanismo democrático para sostener el entramado simbólico que permite que el conocimiento exista como bien compartido y confiable.
Cuando cada uno se convierte en dueño exclusivo de su “verdad”, no hay diálogo posible, y la ciencia y la educación pública pierden lugar en el espacio común. Lo que está en juego es la posibilidad de sostener una democracia que depende de consensos básicos en la que los ciudadanos puedan debatir sobre hechos y datos, no solo sobre percepciones subjetivas o creencias ideológicas. La confianza en el conocimiento validado es el hilo que mantiene unidos los acuerdos sociales, permite evaluar políticas públicas, enfrentar crisis sanitarias o ambientales y sostener debates públicos con evidencia y argumentos.
A nivel internacional, los efectos de esta erosión de la confianza científica ya son visibles. En Europa y Estados Unidos, campañas coordinadas desde la extrema derecha desacreditan la ciencia del cambio climático, cuestionan la vacunación y promueven teorías pseudocientíficas con fines políticos. La estrategia de doble movimiento requiere deslegitimar a los expertos y, al mismo tiempo, convertir a la opinión individual en una autoridad equivalente a la evidencia científica. Así, la verdad deja de ser compartida y se fragmenta en universos de información aislados, donde la convicción personal reemplaza a la comprobación colectiva.
Por eso, cada acto de defensa de la universidad y la ciencia es también un acto de defensa de la democracia misma. La protección del conocimiento compartido va más allá del plano académico, es garantizar que la sociedad siga contando con un espacio donde la verdad se construya colectivamente, donde el conocimiento no es propiedad de unos pocos ni una mercancía sometida a la lógica del mercado, y donde las generaciones futuras puedan acceder a herramientas para interpretar y transformar el mundo de manera informada.