A cincuenta años de la partida de Aníbal Troilo, la voz de José Colángelo, su último pianista, resuena con la fuerza de un testamento. Hoy, cuando se cumplen cinco décadas de su muerte y dos desde que el Congreso Nacional instituyó el 11 de julio –día del nacimiento de "Pichuco" en 1914– como Día Nacional del Bandoneón, la figura del "Gordo" se agiganta, más allá del tiempo y de los homenajes.
Aníbal Carmelo Troilo, en sus escasos 60 años de vida, fue sinónimo de tango. Un bandoneonista de una sensibilidad única, ajeno al virtuosismo estéril. Un director de orquesta que supo ser faro y guía para arregladores y solistas. Un compositor de canciones que se inscribieron a fuego en la historia del género: “Desencuentro”, “Barrio de Tango”, “Che, bandoneón”, “Romance de Barrio”, “Sur”, “Responso”, “La trampera”, “María”, “La última curda”, “Una canción” y “Toda mi vida” son solo algunas de las gemas que llevan su firma.
Para la década del setenta, Troilo ya era leyenda. No por diplomas, sino por un reconocimiento popular que trascendía modas y carismas. Un director de orquesta que, incluso en tiempos de declive del tango, mantuvo su prestigio intacto, adaptándose a los nuevos vientos con la creación de su cuarteto.
Trabajar con Troilo era, para cualquier tanguero, el pase a las ligas mayores. Una experiencia que José Colángelo, hoy con 84 años, atesora como un tesoro. Fue en los albores de sus veinte, a fines de los sesenta, que la oportunidad llamó a su puerta. Un boliche tanguero y una pregunta que cambiaría su destino: “¿Querés tocar en la orquesta de Aníbal Troilo?”.
Aníbal Troilo y un legado histórico para el tango
“Cuando te abrazaba Troilo, te abrazaba el mundo”, sentencia Colángelo, consciente de ser casi un “último mohicano” entre los pocos sobrevivientes que compartieron escenario con Pichuco. Aquella primera noche fue un desafío. El pianista anterior no había dejado partituras, y al final, un espectador le espetó que prefería al predecesor. “A mí también”, respondió Colángelo, corriendo al camarín del “Gordo”. Lo que siguió fue una lección magistral: Troilo, con la mano en el hombro y un whisky de por medio, le explicó por qué lo había elegido. “Era increíble”, rememora ante La Nación.
“Para mí fue increíble haber sido su último pianista, conocer a un ser totalmente diferente. Porque tocar con Troilo creo que debe ser lo más parecido a tocar con Dios. En el 75 se fue un sol enorme. Pero hizo que sus rayos nos irradiaran a todos sus hijos artísticos. Desde donde está, nos sigue apoyando. Fue grande como compositor, como instrumentista, como director y como persona. Tuvo todas esas virtudes. No tuvo vida privada porque fue un poco de todos. Y ayudó a todos. Era un genio total”, dice Colángelo, con la voz cargada de emoción.
El recuerdo de Colángelo dibuja a un Troilo maestro, pero también cómplice. “Me decía que siempre tocara con alegría. Que no dejara que me robasen el moño de comunión. Y que, si un día le llegaba tarde, que fuera por una mina linda. Si no, no”. La primera vez que tocó con él, en el mítico Dante de La Boca, hoy desaparecido, Troilo le soltó una frase que lo marcó: “Era una reedición de Orlando Goñi”.
Troilo, el grande, el inabarcable, ese que "le gustaba que aplaudieran mucho a sus músicos" y que jamás opacó la personalidad de nadie. “Nadie perdía personalidad tocando con él. Cuando a uno lo aplaudía mucho, él era feliz. Y en algún momento les decía que tenían que seguir su camino”. Y si bien Goyeneche logró volver a trabajar con él, Colángelo lo tiene claro: “No va a ser posible reeditar a otro Pichuco, porque fue un clásico como Mozart, Bach o Mendelssohn”.