Juana Molina inauguró su era Doga en La Trastienda con un ritual sonoro hipnótico y feroz

Juana Molina inauguró en La Trastienda la era Doga con un show experimental en dúo con Diego Arcaute, ante un público de todas las edades y una puesta visual hipnótica que potenció su nuevo sonido.

21 de noviembre, 2025 | 15.01

La primera de las tres noches que Juana Molina ofreció en La Trastienda (aún quedan viernes 21 y sábado 22) para presentar Doga no fue simplemente un concierto, se trató de una inmersión total en el universo extraño, juguetón y a veces inquietante de su nuevo disco. Durante poco más de una hora y media, la artista desplegó un show que confirmó por qué cada regreso suyo en vivo funciona como una ceremonia a la que nadie quiere faltar.

El recinto agotado reunía un público imposible de encasillar, había adolescentes curiosos, treintañeros fieles a sus discos de culto y habitués de su escena experimental, además de varias personas mayores que la siguen desde Rara o incluso desde antes. Esa mezcla generacional hizo que la sala pareciera un pequeño santuario abierto a todo el que quisiera dejarse llevar por un viaje sensorial.

Molina apareció en escena con un traje que imitaba el pelaje del "perro" de la tapa de Doga, una decisión estética que marcó desde el inicio la línea conceptual del show. Fue un diálogo entre lo humano y lo animal, entre lo cotidiano y lo absurdo, entre el juego y la intensidad. Acompañada únicamente por Diego Arcaute en batería, configuraron un dúo set que explotó al máximo la tensión entre percusión y capas electrónicas.

Juana Molina presentó Doga en La Trastienda

Lo que siguió fue una sucesión de atmósferas en constante mutación. El repertorio se apoyó en la lógica de Doga, un álbum construido sobre patrones hipnóticos, pulsos irracionales y pequeñas perturbaciones sonoras que se van acumulando hasta generar algo parecido a un trance. En vivo, esa premisa se volvió expansiva. Hubo loops que se deformaban, ritmos que parecían nacer y deshacerse en el aire, voces que se apilaban como ecos extraviados. Arcaute funcionó como contrapeso perfecto, llevando los temas hacia un costado físico, casi tribal.

El show también tuvo un fuerte componente visual con luces que barrían la sala como estrobos líquidos, sombras que se movían como si formaran parte del mismo tejido de su música, y el gesto inconfundible de Molina manipulando pedales y sintetizadores con precisión quirúrgica. No hubo grandes discursos ni interrupciones: Juana dejó que la música hablara. Los momentos más intensos lograron ese efecto que solo sus conciertos producen, la sensación de estar frente a algo irrepetible, donde la improvisación convive con una sensibilidad melódica que aparece cuando menos se la espera.