Una tarde cualquiera en la ciudad, Mía Folino atiende el teléfono con una voz amable y un poco apurada. Está caminando por la calle con su papá, buscando telones para decorar el escenario de La Tangente, donde presentará su primer disco, el próximo 8 de julio. Suena lógico: creció entre camarines y festivales, y aprendió que hacer música también implica pensar en cómo se ve.
“Estoy a las corridas”, dice apenas saluda. “El 8 presento el disco y me estoy ocupando de todo. Ayer ensayé todo el día, pero hoy toca ver el telón, la escenografía... cosas que me estresan más que ensayar, porque no las manejo tan bien”. Lo cuenta mientras su papá, que trabajó como escenógrafo, la acompaña y traduce tecnicismos que los del rental lanzan como si todos hubiéramos nacido sabiendo cómo colgar un fondo de escenario.
A sus 24 años, Mía no solo lanza su primer álbum: produce su propio show, arma el vestuario, convoca a invitados, coordina ensayos, y hasta responde los mails. “No sé si me gusta tener el control, pero sí estar al tanto. No desde un lugar de policía… es más para poder articular, ver a quién pedirle ayuda”, explica. Dice que se siente como organizando su fiesta de 15. Pero con una diferencia: “En vez de elegir vestido, tengo que hacer el rider”, ríe.
La comparación no es tan exagerada. El debut discográfico de Mía es un trabajo artesanal, hecho en comunidad y con una sensibilidad que escapa a cualquier maqueta de industria. Está atravesado por vínculos, voces amigas y un aire íntimo que contrasta con la potencia pop que lo sostiene. “Es un disco muy personal”, dice. Por eso, cada invitado tenía que ser alguien que la hiciera sentir cómoda. “Las posibilidades de hacer feats son infinitas, pero yo elegí a gente que me conociera.”
Uno de esos feats es con Dante Spinetta, ídolo adolescente de Mía desde que escuchó Leche y Versus hasta el hartazgo. “Uno de mis sueños sigue siendo ser corista de Illya Kuryaki”, confiesa sin filtro. Se conocieron años después, cuando ella ya cantaba, y terminaron grabando un tema juntos. “Fue hermoso. Ya éramos amigos, así que le mandé el demo con confianza. Igual me daba un poco de nervios, porque lo admiro un montón”.
El detalle de Dante como invitado ilustra algo más profundo: Mía creció rodeada de música, pero no por mandato. Por osmosis. “Cuando era chica me preguntaban si me iba a dedicar a la música, y yo decía que no. Era mi forma de rebelarme contra lo que esperaban de mí”, dice. Pero no podía escapar: tenía shows desde el secundario, cantaba con músicos profesionales y, el día que se recibió, no fue a buscar su diploma porque tenía una prueba de sonido en La Tangente. “Mi mamá fue a buscarlo por mí. Se enojó bastante”, recuerda entre risas.
Hija de Hilda Lizarazu, una de las voces más icónicas del rock nacional, Mía nunca necesitó forzar ese linaje: lo tiene naturalizado. “En mi casa se valoraba mucho la música. Había conciencia de lo que escuchábamos. Conocía las voces, las letras, los músicos”. Cuando tenía cuatro años, fue a un festival y quedó hipnotizada viendo a Spinetta probar sonido. “Me acerqué y le dije: ‘Sos el que canta La cereza del zar’. Mi papá se quedó helado. Yo estaba muy emocionada”. Ese momento, mezcla de mito familiar y recuerdo nebuloso, es el primer gran impacto musical que atesora.
Hoy, Mía forma parte de una nueva camada de artistas sensibles, con identidad propia, pero con la herencia sonora a flor de piel. Escucha a 1915, y grabó con Cruz Hunkeler (cantante de la banda) para su álbum, le gusta Julieta Venegas, a quien considera una referente de cómo atravesar décadas sin abandonar la canción. Y aunque se crió escuchando rock, dice que todavía no logró hacer un tema rockero que le suene honesto. “Siento que no me sale genuino. Pero quién sabe… la música es un experimento constante”.
Ahora, todo gira alrededor del show del 8. Todavía no hay nuevo disco en camino, “hay ideas, demos dando vueltas”, pero sí el deseo de sacar algo antes de fin de año. Por ahora, lo urgente es otra cosa: colgar el telón, afinar los coros, recibir a los invitados. “Estoy todo el día pensando en eso. A veces quiero sentarme a componer y me acuerdo que tengo que mandar el rider”, dice, con una mezcla de agobio y entusiasmo que solo alguien enamorada de su oficio puede sentir.
Desde esa llamada callejera entre escenografías y planillas, se escucha nítida la voz de una artista que no busca impresionar, sino conectar. Que canta porque no puede no hacerlo. Y que, aún rodeada de leyendas, elige contar su historia con su propia melodía.