La irrupción de las casas de apuestas en el fútbol argentino ha generado un debate social y económico de gran magnitud. Estos patrocinios, visibles en las camisetas de los clubes más importantes (como River y Boca) y hasta en el nombre de la liga profesional, representan una fuente de financiación rápida y vital para las instituciones, que cumplen un rol social fundamental en el país. Sin embargo, este dinero fácil tiene un costo: la normalización del juego a niveles nunca vistos. Hay una paradoja en la discusión regulatoria: algunos argumentan que quitar estos recursos para combatir el "juego problemático" podría, irónicamente, debilitar financieramente a los clubes que tanto necesitan estos ingresos para subsistir.
El aspecto más alarmante de esta invasión es el impacto en los adolescentes. Las apuestas están al alcance de la mano, y el bombardeo publicitario es constante, incluso fuera de los ámbitos deportivos. Las estadísticas son preocupantes: un 30% de los jóvenes ha apostado al menos una vez, y casi la mitad de ellos lo hace semanalmente. Para hacerlo, recurren a sus ahorros o piden dinero a sus padres, cayendo en una obsesión que puede llevar a estafas, deudas, pérdida de dinero y, consecuentemente, un deterioro en su rendimiento escolar. Incluso la transmisión del torneo de reserva responde a este interés por las apuestas, exponiendo a jugadores menores de edad a este fenómeno.
Este fenómeno no es exclusivo de Argentina, sino que es un problema global. En ligas como la Premier League de Inglaterra, más del 50% de los patrocinios en las camisetas provienen de empresas de juego, evidenciando un cambio drástico en el modelo de negocio del deporte de élite. La preocupación radica en la ética y la estabilidad de este modelo: mientras el fútbol se hace dependiente de esta financiación, se cuestiona qué sucede cuando los clubes son auspiciados por empresas que se lucran directamente de las pérdidas de sus propios hinchas, como sucede con los equipos que tienen sus propias casas de apuestas.