En un artículo reciente nos preguntábamos por el “¿Y si sale bien?” en la dimensión de la política y afirmábamos que de ello dependía la evolución de la “batalla cultural” ultramontana con la que sueña el oficialismo. Concluíamos que la externalidad positiva de que a la economía le vaya mal sería el aborto de una reacción ultra conservadora que no existe en la sociedad, pero que la sociedad tolera en el altar de la estabilidad.
Si bien existe un gobierno de ultraderecha liderado por un outsider de la política tradicional, a su vez es también un gobierno apoyado y sostenido por todos los “insiders” del poder. Javier Milei fue una apuesta de las clases dominantes, creado inicialmente como guerrero ideológico, pero que de tanto pasearlo por los medios de comunicación tomó vida propia, se escapó de las manos. Sin embargo, una vez derrotado el enemigo populista, fue rápidamente recapturado por las élites, que lo internaron durante dos meses en un hotel, le armaron un plan de gobierno y lo rodearon con lo más rancio y probado de “la casta”.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Pero una cosa es “la sociedad” en su conjunto, otra sus clases dominantes y otra la mente retrógrada del Presidente. La sociedad no votó a Milei por su discurso intolerante contra las minorías, lo votó por el hartazgo con la inestabilidad económica, lo que a esta altura no es ninguna novedad. Salvo algunas usinas ideológicas, tampoco las clases dominantes locales son socialmente reaccionarias en sus valores. En general las burguesías de Occidente, en las que se incluye la local, están integradas por “ciudadanos globales” (en el sentido de Saskia Sassen), no solo liberales en lo económico, sino también en lo político y lo social. Su ideología se parece más al wokismo que al Opus Dei.
Es improbable que el “burgués medio” se haya sentido cómodo con el discurso del Presidente en Davos, aquel en el que tildó de pedófilos a los homosexuales. Cuando la alta burguesía local le pone plata a la fundación de Agustín Laje no lo hace porque apoya sus delirios ultraconservadores, lo que apoya, a razón de decenas de miles de dólares el cubierto, es el modelo económico que esta por detrás. Es el mismo quid pro quo que tolera la parte mayoritaria de la sociedad que, antes que a un outsider de ultraderecha, votó al único candidato de las elecciones de 2023 que no había subido la inflación.
Luego, desde la recuperación democrática, la sociedad argentina construyó un consenso de respeto a los derechos de las mujeres y a las minorías sexuales. La norma que legalizó la interrupción voluntaria del embarazo, por ejemplo, más allá del gobierno bajo el cual se sancionó, fue el producto de una larga lucha social transversal. El respeto a la diversidad sexual es abrumador. La tolerancia con la homosexualidad está generalizada y a prácticamente nadie le llama la atención ver a una pareja del mismo sexo besándose por la calle. Y una mujer trans, por ejemplo, puede ser una conductora televisiva exitosa sin que ello escandalice a nadie. La demanda social para retroceder de esta evolución de las costumbres es sencillamente marginal. De nuevo, los delirios ultramontanos se toleran en el altar de la estabilidad macroeconómica. Y el gobierno lo sabe, por eso se aferra con uñas y dientes a un modelo insostenible que hace agua por todos lados.
Existen dos máximas libertarias que resultaron completamente violadas. La reacción ultra conservadora va en contra del axioma que rezaba que ser “liberal libertario” suponía “el respeto irrestricto al proyecto de vida del prójimo”, un prójimo muy particular que excluye cualquier forma de diversidad. Y el más repetido, el que dice que “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario” se volvió una afirmación directamente abstracta cuando la principal herramienta de lucha contra la suba generalizada de precios fue el ancla cambiaria. Dicho de otra manera, luego de toda la exacerbación de la motosierra, del topo que destruye al Estado por dentro, del ajuste más grande de la historia mundial, de lo único que se habla desde hace meses es de cómo conseguir más dólares financieros para mantener el dólar barato.
Los resultados de esta política de ancla cambiaria fueron dos. El primero es que la sobrevaluación del peso se pasó de rosca. Las personas humanas y no humanas que pueden votan con los pies. Intentan comprar bienes y servicios en cualquier lado antes que fronteras adentro porque afuera son abrumadoramente más baratos. La segunda es que se atentó contra la acumulación de reservas, algo fundamental en una economía sin moneda. Los dólares para mantener la sobrevaluación se terminaron y, lo peor de todo, el mercado ya lo sabe. El resultado es conocido, es lo único de lo que se habla, el gobierno está desesperado por expandir el endeudamiento con el único fin de sostener el ancla cambiaria sólo para llegar a las elecciones sin sobresaltos inflacionarios.
Y aquí viene la pregunta clave: ¿qué pasa “si sale bien” en lo económico? Lo que se sabe hasta ahora que al actual ritmo de pérdida de reservas no hay dólares que alcancen. Los 8000 millones que el FMI autorizaría como de libre disponibilidad solo servirían para aquietar las aguas unos pocos meses, no para llegar hasta octubre. Pero imaginemos por un momento que el gobierno consigue los dólares necesarios, no 8000, sino, por decir un número, 20.000 millones para intervenir y sostener el tipo de cambio. Si tal cosa sucediese, es decir, si el modelo oficial tuviese éxito, el gobierno podría llegar a las elecciones sin un salto inflacionario, pero la contracara sería que en el camino se habrían agravado todos los indicadores.
Primero, aumentaría la ya horrorosa carga de intereses de la deuda. Segundo, se mantendría el actual esquema de incentivos a importar y desincentivos a exportar, lo que potenciaría el ya grave problema externo, es decir la escasez estructural de divisas. Tercero, el dólar barato mantendría cara la inversión extranjera, que en el último año y a pesar del RIGI mostró uno de sus peores desempeños históricos. Cuarto, muchos sectores de la economía seguirían perdiendo competitividad y destruyéndose. Quinto, algo muy comentado estos días, la pobreza dejaría de bajar. Más allá de las cuestiones metodológicas, de la modernización de los índices y de los ponderadores, lo más concreto es que localmente la pobreza se mide por ingresos, lo que significa que si se frena la inflación la pobreza disminuye.
Por eso subió en los primeros meses del gobierno y por eso bajó en la última medición. Huelga decir que este es un dato que debería tener en cuenta cualquier gobierno, cualquiera sea su signo, y no puede quedar fuera de ninguna autocrítica. La baja de la pobreza fue también un resultado indirecto de la apreciación cambiaria. Sin embargo, si el modelo se sostiene lo que sucederá, por los puntos anteriores, será de otra naturaleza. La pobreza aumentará porque se perderán muchas fuentes de ingresos por la destrucción o contracción de los sectores que pierden competitividad.
La conclusión preliminar es que el remedio, sostener el esquema en el tiempo, puede ser peor que la enfermedad. Se estaría comprando sostenibilidad de corto plazo sacrificando irremediablemente el largo. Como dicen que dijo Luis XV de Francia “Después de mí, el diluvio” que, según enseña la historia, efectivamente sobrevino.