La Corte Suprema de Brasil condenó el pasado jueves 11 de septiembre al expresidente Jair Bolsonaro a 27 años y tres meses de prisión por los hechos del 8 de enero de 2023, cuando sus simpatizantes intentaron tomar las sedes de los tres poderes del Estado en Brasilia. Los magistrados lo responsabilizaron de liderar una organización criminal armada para mantenerse en el poder tras perder las elecciones de 2022 frente a Luiz Inácio Lula da Silva. El voto decisivo fue emitido por la magistrada Carmen Lúcia Antúnes, que al sumar tres a favor, de cinco, definió la resolución, a la que luego sumó su voto positivo Cristiano Zanin, exabogado de Lula. Antúnes sostuvo que las pruebas demostraban la intención de “romper el estado democrático de derecho”.
La decisión es histórica para la democracia brasileña, que aún no logró juzgar a los represores de la cruenta dictadura que ocurrió a partir de 1964. Aunque inicialmente se había previsto una sesión especial para dictar las penas, la Primera Sala del Tribunal decidió avanzar inmediatamente tras declarar la culpabilidad de Bolsonaro y de otros siete acusados (entre ellos exministros y antiguos jefes militares) por cuatro votos contra uno. El miércoles, la decisión del juez Fux había contrastado con los votos a favor de la condena emitidos previamente por los jueces Flávio Dino y Alexandre de Moraes. Fux, el único voto en contra, sostuvo que Bolsonaro ya no era presidente al momento de los hechos. La Fiscalía, por su parte, mantuvo su acusación, argumentando que la trama golpista comenzó antes del 8 de enero y que los eventos de ese día fueron la culminación de esos planes.
Después de años de amenazas, desinformación y movilizaciones que buscaron socavar el orden institucional, Bolsonaro se enfrentó por primera vez a un Tribunal dispuesto a poner un límite a su proyecto autoritario.
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La respuesta bolsonarista: amnistía como estrategia de impunidad
El pasado 24 de abril, Jair Bolsonaro aún internado en cuidados intensivos en un hospital privado de Brasilia después de padecer “fuertes dolores” en la zona del abdomen donde recibió un cuchillazo en 2018, recibió la notificación formal de que sería procesado por tentativa de golpe de Estado. Su reacción fue inmediata: en lugar de asumir la gravedad de la imputación, cargó contra el Supremo Tribunal Federal, lo comparó con los tribunales del nazismo y llegó al extremo de evocar las cámaras de gas. Un discurso que combina provocación, negacionismo y odio, fiel a la marca de fábrica de su paso por la presidencia.
Una vez dado de alta, trasladó la disputa a las calles, convocando una manifestación para exigir la “amnistía” de los condenados y procesados por el asalto a las instituciones del 8 de enero de 2023. Ante unas tres mil personas, acompañado por legisladores de derecha y pastores evangélicos, Bolsonaro reivindicó la amnistía y volvió a ser aclamado como “presidente”, pese a la inhabilitación electoral que pesa sobre él. Ese gesto no fue aislado: constituyó el inicio de una ofensiva política de la extrema derecha para borrar las huellas de la intentona golpista.
Allí cumple un papel decisivo el hijo del exmandatario, Eduardo Bolsonaro, quien se ha erigido en vocero internacional de la derecha neofascista brasileña. Instalado en Estados Unidos, despliega maniobras políticas contra el gobierno de Lula, alienta sanciones diplomáticas y arancelarias, y presiona para la aprobación de una autodenominada “amnistía amplia, general e irrestricta”. En declaraciones recogidas por SwissInfo (30/07/2025), Eduardo denunció lo que califica como persecución política contra su padre y afirmó: “Cuando me exilié aquí en Estados Unidos, dejé bien en clara mi intención de sancionar a Alexandre de Moraes, porque entendía que en Brasil ya no existían más medios para luchar contra esa tiranía. Hoy, tengo sensación de misión cumplida. No se trata de venganza, sino de justicia. No se trata de política, sino de dignidad. Es hora de dar vuelta la página, juntos”.
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En éstos últimos días, la respuesta neofascista se materializó con fuerza. La Cámara de Diputados aprobó una moción de urgencia, con 311 votos a favor y 163 en contra, para habilitar al proyecto de amnistía a ir directamente al plenario, sin pasar por comisiones. La propuesta, originalmente impulsada por el diputado Marcelo Crivella, buscaba beneficiar a los participantes de los disturbios del 8 de enero. Sin embargo, sectores del bolsonarismo presionan para ampliarla, incluyendo al propio expresidente, exministros, militares y otros condenados por conspiración golpista. Se trata de un intento de transformar la derrota judicial en un atajo legislativo que neutralice el precedente histórico abierto por el Supremo Tribunal Federal.
La respuesta del gobierno del PT fue categórica: Lula da Silva declaró públicamente que vetará cualquier amnistía que beneficie a Bolsonaro. Argumentó que los delitos por los que fue condenado “no tienen carácter político” y, por lo tanto, no pueden ser objeto de una medida de perdón general. En otras palabras, no se trata de diferencias de opinión, sino de crímenes contra la democracia. El presidente brasileño defendió así la autonomía judicial y advirtió sobre las consecuencias de institucionalizar la impunidad.
El trámite legislativo, sin embargo, continúa abierto. Incluso si la amnistía fuera aprobada en el Congreso y vetada por Lula, la correlación de fuerzas podría volver a poner el tema en agenda. No es un detalle menor: más de 1.600 personas fueron acusadas por los sucesos de enero y más de 550 ya recibieron condena. El bolsonarismo sabe que este es un terreno clave para reescribir la memoria colectiva y presentar a los responsables como víctimas de persecución política.
De la condena judicial a la batalla política por la democracia
El clima internacional acompañó la escalada. Este jueves 11 de septiembre, Donald Trump calificó la condena como “muy sorprendente”, reforzando la idea de que su aliado es víctima de persecución. Marco Rubio, secretario de Estado de EE.UU., fue más lejos: cuestionó la sentencia en redes sociales y acusó a los jueces de violar derechos humanos. La cancillería brasileña respondió con firmeza, defendiendo la soberanía nacional frente a las presiones externas.
En la región, la condena a Bolsonaro fue celebrada por gobiernos progresistas. Gustavo Petro afirmó que “todo golpista debe ser condenado” y Luis Arce expresó su apoyo a Lula y a la democracia brasileña. El contraste es evidente: mientras Washington respalda la narrativa bolsonarista, América Latina reconoce en la sentencia un precedente en defensa del orden constitucional.
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El bolsonarismo nunca fue un fenómeno aislado. Sus vínculos con el trumpismo, las redes de ultraderecha mundial y actores como Elon Musk muestran que la ofensiva contra la democracia brasileña forma parte de un engranaje internacional de discursos de odio, violencia política, golpismo autoritario y manipulación digital. No es casual que la amnistía se plantee ahora como un recurso: apunta a cerrar en falso un proceso judicial que está brindando respuestas históricas.
La lucha contra el neofascismo mundial, articulado en el heterogéneo entramado de la Alt-Right, la Red Atlas de think tanks y las cumbres de la CPAC (Conferencias Políticas de Acción Conservadora), obliga a los movimientos populares y a los partidos progresistas a combinar las batallas institucionales y judiciales con la movilización en las calles, la construcción de mecanismos de organización popular con crecientes márgenes de autonomía política y económica, y la elaboración de estrategias que disciplinen a las élites económicas responsables de sostener estos proyectos autoritarios. Sólo en esa combinación de frentes puede gestarse una verdadera barrera democrática frente al avance reaccionario.
La condena a Bolsonaro marca un hito, pero la historia sigue abierta. El intento de imponer una amnistía general revela que la disputa no es sólo judicial, sino profundamente política. Lo que está en juego es si Brasil será capaz de consolidar un precedente de justicia frente a los crímenes autoritarios, o si la derecha radical logrará reinstalar la impunidad como norma. En definitiva, lo que se discute es el futuro de la democracia brasileña en un contexto de creciente violencia política y de intentos por reescribir la memoria reciente.