Gaza, el holocausto del siglo XXI

04 de agosto, 2025 | 10.48

No se trata de una cuestión cuantitativa, reducir la conceptualización de un genocidio al número de víctimas para reconocerlo como tal y, consecuentemente, denunciarlo y combatirlo donde quiera que se cometa, es de un cinismo intolerable o de una ignorancia e insensibilidad deshumanizada.

Acerca de lo cuantitativo

Prestarse al juego de discutir los números cuando se enfrenta una tragedia humana de enorme trascendencia, constituye un reduccionismo inaceptable mediante el cual se pierde el foco de lo sustancial y que consiste en lo cualitativo, justamente aquello que en verdad importa para catalogar crímenes horrendos animados por el odio que ninguna sociedad debe ni puede tolerar.

Las cifras claro que también importan en tanto proporcionan un dato de la magnitud que ese horror alcanza, pero no alteran lo conceptual que subyace y que impone su condena, máxime cuando siempre poseen una relatividad -en más o en menos- en la expresión de un aparente absoluto cuantitativo.

Los seis millones de judíos que se señalan como víctimas fatales del Holocausto, que sin duda fueron muchas más si sumamos los que padecieron el flagelo del nazismo y sobrevivieron, mal podría plantearse que surgen de un registro exacto e indubitable; pero qué cambiaría si hubiesen sido cuatro o cinco millones, en orden al repudio que merece ese régimen racista, sus motivaciones y los métodos execrables utilizados.

Algo similar es factible constatar cuando se ponen en cuestión los 30.000 desaparecidos en nuestro país, y nos proponen centrarnos en ese debate fútil; en qué cambiaría si tomáramos los 8700 relevados por la CONADEP, que -a todas luces- relativizan las cifras que surgen de la cantidad de personas recluidas en los más grandes centros clandestinos de concentración y exterminio que funcionaron en Argentina, para calificar de genocida al terrorismo de Estado impuesto entre 1976 y 1983.

Aunque ese tipo de especulaciones tampoco deben dejar de considerarse cuando se apela a lo cuantitativo para resaltar determinados sucesos, generándose una suerte de invisibilización de otros incluso de superior cuantía.

Tal lo que ocurre cuando se postula al Holocausto judío como la mayor tragedia humanitaria con invocación al número de víctimas, cuando la Historia de la Humanidad da cuenta, lamentablemente, de otros trágicos destinos tanto o más numerosos en los que no se hace hincapié. Sólo pensar la desaparición de poblaciones o etnias enteras en el continente Americano, las más de diez millones de víctimas fatales que produjo la conquista y colonización española, o las decenas de millones de africanos que perdieron sus vidas como consecuencia del tráfico esclavista de Holanda, Inglaterra y Portugal; y, principalmente, que en ambos casos se puso en cuestión o abiertamente se les negó condición humana a esos seres gravemente vulnerabilizados, con argumentos supremacistas, religiosos o pretendidamente “científicos” pergeñados por las potencias colonialistas de Occidente.

En ese mismo orden de ideas, nadie podría restarle entidad ni el consiguiente implacable reproche al atentado de la AMIA del 18 de julio de 1994, pero difícil sería coincidir en catalogarlo -como suele ser presentado- de constituir el “mayor acto terrorista” cometido en la Argentina en razón del número de víctimas, con sólo atender al bombardeo del 16 de junio de 1955 a la Plaza de Mayo en el que fallecieron más de 300 personas y resultaron heridas más de 1200, toda población civil y sobre lo cual hubo décadas de silencio absoluto.

El Gobierno de Israel, el sionismo y el terrorismo

Una insoslayable referencia es lo maleable que ha resultado históricamente la utilización del término “terrorismo”, así como el uso y abuso de esa calificación en aras de intereses geopolíticos determinados.

Partiendo de simples constataciones, que un breve repaso histórico nos permite, fácil será verificarlo prestando la debida atención.

Por un lado, que el resultado -además del lugar en que se posicionen en el concierto de naciones- suele ser determinante para sostener esa calificación o no con respecto a grupos, sectores o incluso partidos beligerantes, advirtiéndose que la eventual victoria que alcancen y su consolidación como gobiernos les permitirán colocarse en una condición completamente distinta a la que pudiera haberle sido inicialmente asignada en forma estigmatizante.

Por otro, que las grandes potencias imperialistas de antes y de ahora -más allá de recíprocos reproches- suelen utilizar con bastante ligereza e intencionalidad política evidente esa clase de calificaciones para justificar, como también legitimar, violaciones gravísimas a los derechos humanos e inclusive patrocinar -cuando no impulsar o financiar- actos de naturaleza terrorista.

Reflexiones, que no se dirigen a apañar terrorismos sino a despejar el panorama de conflictos y conflagraciones mundiales, en procura de abandonar mesianismos a través de los se propone una suerte de absolutos confrontativos entre “el bien” y “el mal”, en una simplificación inconducente de cuestiones de gran complejidad y en las que siempre operan creencias, convicciones e ideologías.

El “Mandato Británico en Palestina” consistió en una administración territorial que le fuera asignada en 1919 a Gran Bretaña por la Sociedad de las Naciones (antecesora de la ONU), finalizada la Primera Guerra Mundial, y que mantuvo hasta 1948 cuando se creó el Estado de Israel como consecuencia de la Resolución 181 adoptada el 29 de noviembre de 1947 por la Asamblea de las Naciones Unidas, en la que se dispuso la partición de Palestina y la “solución de dos Estados” uno judío y otro palestino.

En 1946, durante ese “Mandato”, la sede del Comando Central militar británico estaba situada en Jerusalén en el “Hotel Rey David”, un edificio de siete pisos, en donde el 22 de julio de ese año la organización sionista Irgún (calificada por las autoridades británicas como una organización terrorista) hizo detonar explosivos en el subsuelo que causaron 92 muertos y 45 heridos. Irgún, fue la antecesora del partido nacionalista Herut (que significa en hebreo “libertad”) que más tarde se fusionaría con el partido Likud que ha participado de los gobiernos de Israel desde 1977 y al que pertenece -y lidera- Benjamín Netanyahu, actual Primer Ministro del Gobierno de Israel.

La masacre en Gaza

Lleva ya casi dos años la invasión militar en la denominada Franja de Gaza por parte del Gobierno israelí, implementando las más diversas técnicas de aniquilamiento sin reparo alguno por la población civil que, a esta altura, no ofrece dudas que es parte central de esa ofensiva.

Se contabilizan más de 60.000 personas muertas y de 140.000 heridas, la migración forzada de más de 1.000.000 de gazatíes de uno a otro extremo de ese territorio en la búsqueda de algún refugio a los bombardeos indiscriminados que no ceden ante hospitales, escuelas, templos, campos de refugiados ni, por supuesto, zonas residenciales que han sido demolidas literalmente.

El bloqueo para la provisión de combustibles, comida, medicamentos y ayuda humanitaria en general se ha ido acentuando a tal extremo que, en lo que concierne a alimentos, se estima que llega menos de la cuarta parte de lo necesario para cubrir las necesidades mínimas de la población de Gaza.

A tal extremo se ha llegado que hoy, evidentemente, se recurre como parte del arsenal aniquilador a la “hambruna”, registrándose cientos de muertes por inanición entre las que sobresalen las de niñas y niños pero que no excluye a persona alguna, ni siquiera a los periodistas y corresponsables cercados por el hambre, cuyas Agencias de Noticias reiteran denuncias ante diferentes Foros y Organismos internacionales.

Sin restarle dramatismo a esas muertes por hambre es preciso señalar que sus efectos nocivos las trascienden, al proyectarse sobre las condiciones de sobrevivencia de quienes no sean alcanzados por su terrible letalidad, pero cargarán con secuelas -incluso de sus descendencias- que comprometerán seriamente su futuro por los daños físicos y psíquicos que le provoquen.

La perversidad que campea es de tal magnitud, que en los reducidos centros habilitados para aprovisionarse de alimentos quienes acuden se convertidos en blancos móviles de las fuerzas de ocupación israelíes, imponiendo la disyuntiva de hierro entre morir de hambre o correr el alto riesgo de morir baleado.

Humanismo vs deshumanización supremacista

Se define al genocidio como el “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”, cuando se “trata de actos cometidos con la intención de eliminar a dicho grupo como tal, y no simplemente de atacar a sus miembros individualmente”.

En ese mismo sentido resulta de lo establecido por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948):

“En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos siguientes, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: 1. Matar a miembros del grupo; 2. Causar daño físico o mental grave a miembros del grupo; 3. Someter deliberadamente al grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; 4. Imponer medidas destinadas a impedir los nacimientos dentro del grupo; 5. Trasladar forzosamente a niños de un grupo a otro grupo.”

El término “holocausto” refiere, sustancialmente, a similares situaciones dando cuenta de una gran matanza de seres humanos, especialmente por motivos políticos, religiosos o étnicos.

La campaña emprendida en Gaza, paradójicamente, pareciera estar guiada por ignominiosas concepciones de hallar “una solución final” y procurarse “un espacio vital”, que exigen respuestas inmediatas de la comunidad internacional que impidan la masacre en curso y eviten una escalada de finales imprevisibles respecto de lo cual nadie puede sentirse ajeno.

Quienes nieguen el genocidio en Gaza carecen de autoridad moral para evocar e invocar, críticamente, el único Holocausto que goza de ciudadanía mundial en Occidente. Las complicidades por omisión son tan oprobiosas como los negacionismos especulativos y las indiferencias que, como la famosa reflexión de Bertolt Bretch, también se vuelven sobre aquellos que disfrutaban de una aparente indemnidad circunstancial.