Francisco, el Papa que metió a la Iglesia en el siglo XXI, era un político del siglo XX, convencido del potencial emancipador que tiene el poder cuando se ejerce en función de resolver injusticias. “¡La política sirve!”, exclamó en un sonoro llamado de atención a los líderes de occidente (y el argentino Javier Milei) que lo escuchaban en el marco del G7 que se celebró en Roma en junio del año pasado.
“Ante tantas formas mezquinas e inmediatistas de política, la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo”, dijo. Fue el discurso más significativamente político en esa cumbre, de la que participaron los mandatarios de los países más importantes de este hemisferio.
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Tuvo un pontificado profundamente humanista en una era donde parece imponerse la deshumanización. Entendió cuáles eran las batallas que debía dar y las dio. Supo señalar el peligro de la lógica del dios dinero y marcar un camino alternativo, que encontró adeptos en todo el mundo. Combatió el sectarismo y el individualismo. Jesuita y peronista, Francisco era un político en una era de gerentes.
Se apagó una de las pocas voces, entre las que se escuchan en el concierto global, que pronunciaba las palabras ‘justicia social’ para algo más que burlarse. Entendía que este modelo neoliberal no es sostenible y que lo que se está gestando como su reemplazo no es nada bueno. Pero no se limitaba a decir: apoyó generosamente a quienes podían ser heraldos de su prédica en distintos puntos del planeta.
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Francisco salvó a la Iglesia. Asumió al frente de una institución impopular y envuelta en numerosos escándalos de repercusión global: espionaje interno, encubrimiento de delitos sexuales, malversaciones financieras, filtraciones de casos de corrupción y chantajes que salían a la luz antes y después de la renuncia poco explicada de Benedicto XVI, el primer Papa en abdicar a su cargo en casi seis siglos.
Doce años más tarde su legado es una Iglesia vigorizada que volvió a conectar con jóvenes que buscan un retorno a la espiritualidad como refugio ante las condiciones invivibles de la vida contemporánea y que aunque no resolvió todos los problemas de fondo que existían hace tuvo avances importantes en varios aspectos cosas y otros pudo contenerlos dentro de las paredes del Vaticano.
Pero lo que verdaderamente da cuenta de su éxito como político no es su relación con su feligresía sino la marca que dejó en tanta gente que no forma parte de ella, tal como puede apreciarse en todas las despedidas que se conocieron por estas horas. Esa es la muestra de que dedicó su papado a construir los puentes sobre los que predicaba y que esos puentes llegaban a donde tenían que llegar.
Su otro legado se verá después del cónclave que elija a su sucesor: durante su mandato se nombraron a 80 de los 135 cardenales que formarán parte de ese proceso, por lo que indirectamente el próximo Papa también es obra suya. Las especulaciones están a flor de piel y los nombres de los candidatos se repiten al igual que aquel viejo dicho de que ‘quien entra Papa, sale Cardenal’.
Por estas horas la mayoría de los expertos y los sitios de pronósticos coinciden en que lo más probable es que el manto recaiga sobre los hombros de un continuador del camino de Francisco. En ese sentido hay dos opciones. El más progresista de los papables es el filipino Luis Tagle, arzobispo emérito de Manila. Si hay otro Papa de la periferia tiene sentido que sea asiático y Tagle reúne las condiciones.
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En caso que Tagle no reúna los apoyos necesarios para juntar dos tercios más un voto y en vez de buscar en la periferia se apunte otra vez a Europa, el camino natural decantaría hacia dos italianos que trabajaban muy cerca de Francisco. Uno es el secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin, y Mateo Zuppi, arzobispo de Bologna y presidente de la Conferencia Episcopal de Italia.
En cualquiera de esos tres casos se podrá decir que pudo dejar un sucesor. El sector más reaccionario, con apenas unos 30 electores, desde integristas hasta neoconservadores, intentará un bloqueo, pero el Papa político trabajó doce años para que eso no suceda. Como jesuita dijo que “el tiempo es superior al espacio” y como peronista sabe que “sólo la organización vence al tiempo”.
Si consigue preservar ese legado, si el pontificado sigue siendo, sin él, un faro en tiempos oscuros, una voz de denuncia y un brazo que actúe contra las injusticias, un aliado invalorable de la humanidad en su lucha desigual contra el dios dinero, la política habrá servido, como dijo ante el G7, obrando por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo.
Francisco, el Papa político, el jesuita, el peronista, el humanista, el que invitaba siempre a sumar y nunca a dividir, el que entendió antes que nadie cuál era la batalla de esta época, encontraba de forma casi natural ese lugar donde se cruzan las palabras y la acción, que a la mayoría le resulta esquivo. Allí, en ese punto exacto, debe apoyarse la palanca que sirva para cambiar el rumbo de las cosas.