Cuando era una niña, Viviana Castro vivía en Villa Epecuén y solía ir con su padre a la costanera de la laguna para ver el vuelo rasante de los flamencos australes. Su vida (como la de todos sus vecinos) dio un giro inesperado con la inundación de 1985, cuando tuvo que abandonar el pueblo. Sin embargo, nunca se fue del todo: hoy, a 40 años de la crecida, es guardaparque de la Reserva Natural, Histórica y Cultural Laguna Epecuén y se encarga de cuidar de las ruinas, el entorno y, por supuesto, los flamencos.
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“Yo recorro la Villa Epecuén todos los días. Veo que se está cayendo de a poco y de a mucho, pero en la memoria mía está como era antes. Sigo sintiendo los mismos olores y los mismos ruidos de siempre. Sigo viendo los mismos colores”, le cuenta Castro a El Destape.
La Villa Epecuén está ubicada en el distrito bonaerense de Adolfo Alsina. La localidad, fundada en 1921, llegó a tener 1500 habitantes estables y dos líneas de trenes que la conectaban. Su laguna homónima contiene aguas termales, con una salinidad similar a la del Mar Muerto. Las propiedades curativas de este espejo generaron un creciente movimiento turístico que durante décadas se expresó con el arribo de 25 mil personas promedio por verano.
La historia de Castro y su familia va de la mano de la historia de la Villa. Por el lado de su papá, la pertenencia a la zona viene de larga data y sus abuelos compraron un terreno cuando se empezó a hacer el loteo del pueblo. En tanto, por el lado de su mamá, su bisabuela española lo visitó buscando un alivio al reuma que la aquejaba y terminó construyendo un hotel para 150 huéspedes.
“Mi mamá y sus padres vivían en Buenos Aires. Un día ella vino a visitar a mi bisabuela y lo encontró a mi papá que era el mozo del hotel. Ella tenía 18 años. A los 20 se casó y cuando tenía 22 nací yo, en 1965”, completa.
El día que todo cambió
Castro dice que su infancia fue feliz; que la vivió sin violencia y sin contaminación; que estaba en contacto permanente con la naturaleza y podía andar por la calle a cualquier hora. Iba a la escuela y luego a la casa de amigos a tomar la leche. A veces, su mamá no sabía dónde se había metido; pero podía estar tranquila porque el pueblo era una gran familia. “Éramos una comunidad muy unida. Si a uno le dolía una muela, íbamos todos para allá”, dice para graficar el comportamiento de los vecinos de Epecuén.
Ese pequeño pueblo, pujante por el turismo en verano y de tranquilidad extrema en otras estaciones del año, tuvo su final el 10 de noviembre de 1985. En las primeras horas de la mañana de esa jornada, el viento y las lluvias se hicieron a sentir. La laguna estaba alta y el clima generó preocupación entre los locales. Desde temprano, los vecinos se empezaron a juntar en el terraplén de defensa, una construcción de siete metros de alto hecha con piedra de voladura que buscaba evitar el ingreso de agua de la laguna al ejido urbano.
“Vino la tormenta y el agua empezó a filtrar por grietas. Estábamos todos arriba del terraplén con nuestras familias viendo lo que pasaba. Se intentó tapar con bolsas de arena y máquinas. Pero siguió filtrando y entrando paulatinamente. Yo tenía 20 años. Me acuerdo todo clarito”, cuenta Castro.
A media mañana los hoteles más cercanos a la costanera ya tenían unos ochenta centímetros de agua. “Hasta ahí, nadie de nadie había dicho que Epecuén se iba a inundar y el pueblo estaba preparado para el inicio de la temporada. La gente había armado todo: pintado, hecho nuevos alojamientos… Entonces, fue un momento de desesperación. Con mi papá fuimos a sacar cosas de los que estaban inundándose. Cada uno hizo lo que pudo”.
La partida forzada
La casa de Castro quedaba lejos de la costanera y a unos cuatro metros sobre el nivel de la laguna. Esto hizo que tardara en inundarse. Algunos días después de que el agua empezara a filtrar en el terraplén; ella, su hijo de un año y su mamá subieron a un tren para trasladarse a la ciudad Buenos Aires. Su papá permaneció en el pueblo hasta mediados de diciembre cuando también se fue a la capital a pasar Navidad y Año Nuevo.
“Antes de irse, cerró las puertas con llave y bajó las persianas. El agua todavía no alcanzaba la casa, pero él ya había sacado todo. Cuando volvimos a Epecuén, el 5 o 6 de febrero del 86, tuvimos que llegar en balsa y entrar por el techo”.
Tras la inundación, lo que siguió para los epecuenenses fue una mudanza forzada y a las apuradas. La familia de Castro decidió vivir en Carhué, la cabecera de Adolfo Alsina que queda a unos siete kilómetros de la Villa Epecuén. “Mi papá no quería irse de la zona porque estaban mis abuelos. No había muchos lugares para alquilar y eran caros. Conseguimos uno que había funcionado como una carnicería y papá con mi abuelo, que eran albañiles, tuvieron que adaptarlo”.
“Fue de tenerlo todo a quedarnos sin nada. A veces, preparábamos arroz y fideos en un calentador y, cuando podíamos, le poníamos salchicha o alguna carne. Luego vinieron del Gobierno a ofrecer un resarcimiento económico y compramos la casa en donde vive hoy mi mamá. Nos debían mucha plata, pero la parte que nos pagaron fue ínfima”, explica Castro.
Algunos vecinos de Epecuén con mayores recursos económicos pudieron afrontar juicios al Estado, aunque tardaron varios años en cobrarlos. “En el caso de mi bisabuela, por ejemplo, cobró una parte cuando tenía 94 años y el resto no se lo pagaron nunca más. Ella falleció a los 96, pero los herederos no pudimos cobrar nada de eso”.
Más allá de las pérdidas materiales y económicas de la inundación de 1985, hubo otras inmedibles. “Con el tiempo, mucha gente murió de tristeza. Mi abuela estuvo un mes y 23 días internada en un hospital en Bahía Blanca, sin ningún cuadro clínico. Los médicos decían que no sabían lo que tenía. Dejó de hablar y después dejó de comer… Eso pasó con muchos de nuestros adultos, de nuestra gente mayor”.
El regreso a los orígenes
A mediados de los noventa, Carhué recibía en los cuatro hoteles con los que contaba a contingentes de jubilados del Instituto de Previsión Social (IPS) bonaerense. En ese marco, Castro comenzó a realizar cada quince días paseos guiados a Epecuén para los visitantes. “Lo llevábamos por el camino alternativo y ahí empecé a recorrer el pueblo hasta donde se podía que era una cuadra, hasta la esquina de la escuela. El resto no se podía ingresar porque estaba todo con agua”.
El agua tardó en bajar más de 20 años y recién, entre 2009 y 2010, la actual guardaparque pudo recorrer el pueblo completo. Fue en ese tiempo que se reencontró con las colonias de flamencos australes, esas aves que miraba de pequeña con su padre y a las que le había perdido el rastro desde la inundación. El flamenco austral es una especie migratoria que tiene a Epecuén como uno de sus lugares predilectos de reproducción y nidificación.
En 2011 asumió como intendente de Adolfo Alsina el radical David Hirtz, hijo de vecinos que también habían sufrido la inundación de 1985. “Él estuvo trabajando conmigo durante mucho tiempo en el periodismo, porque también fui periodista. Si bien yo no soy política, tenemos las mismas convicciones y lo acompañé. Entonces nombramos al flamenco austral como especie protegida a nivel municipal y legislativo y empezamos a darle protección a esta ave y a la Villa Turística Epecuén”.
En 2015, Epecuén fue declarada como Monumento Histórico de la Provincia y tiempo después se creó la Reserva Natural, Histórica y Cultural. A estas medidas que buscan cuidar del patrimonio local, se suma la protección de las obras del arquitecto Francisco Salamone en todo el distrito de Adolfo Alsina, entre ellas el imponente matadero que también fue destruido por la inundación.
La verdadera historia
Con sus calles vacías, los árboles petrificados por la sal del agua y los edificios derruidos en todas sus manzanas, Epecuén es un lugar único: un testimonio de que todo puede cambiar de un momento a otro y para siempre. Castro dice que está cada día más destruido, más chato; pero que aun así genera “una energía terriblemente positiva” y que la gente que lo visita queda maravillada.
Periódicamente, la guardaparque realiza visitas nocturnas con contingentes para observar las estrellas. “Las personas vienen y vamos a oscuras hasta el balneario. Cuando llegamos allá, le decimos que miren para arriba y se hace un silencio muy grande. Entonces, les contamos la historia de la inundación”.
De la crecida de 1985 se han dicho diversas cosas: que llovió mucho, que fue la naturaleza y que el pueblo se había fundado en el lugar equivocado. “Todo eso es mentira. Está comprobado científicamente que no fue la naturaleza (la que ocasionó la crecida). Fue la mano del hombre, la ambición, la desidia y los intereses personales y políticos”, apunta Castro.
La laguna Epecuén es la última de las Encadenadas del Oeste, un sistema de espejos de agua escalonado y endorreico. “Las lagunas encadenadas están en línea y en desnivel; pero no conectadas por ríos o arroyos, sino por grandes extensiones de campo”.
“A fines de los 80, en una época de mucha sequía, las lagunas se empezaron a quedar sin agua y en la zona de Guaminí sin su principal ingreso económico que era la pesca deportiva y comercial del pejerrey. Entonces, pidieron al gobierno de turno hacer una serie de obras para poder trasvasar aguas del río Salado. Lo único que hicieron fue el canal Ameghino, sin poner compuertas, ni contenciones”.
Castro explica que con la construcción del canal Ameghino, las Encadenadas del Oeste empezaron a llenarse y luego comenzó una época de lluvias potentes. Fue allí cuando las lagunas desbordaron y se hicieron otros canales ilegales para evitar la inundación de campos. Ese traspaso de agua terminó en Epecuén, que al ser la última laguna ya no tenía a donde derivar.
“Fue la catástrofe más grande de nuestras vidas”, dice Castro. Y, a 40 años de la inundación, asegura: “Lo que yo necesito contarle a todo el mundo es que Epecuén no se inunda porque la naturaleza le jugó una mala pasada. Fue la mano del hombre, pura y exclusivamente”.