Historia natural es una novela soberbia. De principio a fin, deslumbrante. Y el epílogo: tal vez lo mejor. Una especie de plato frío que no tiene que ver con la venganza sino con la desolada constatación de que “el tiempo todo lo destruye y la destrucción es una forma del orden”, como afirma la formidable narradora de esta novela.
Historia natural cuenta la vida de Virginia Venecia Moreno, hija de Francisco Pascasio, el perito cuyo nombre lleva el glaciar, criada en el Museo de La Plata, fundado y dirigido –hasta su renuncia– por su padre. Es una manera de hacer con la novela lo que Moreno y sus ayudantes hacen con todo lo que termina en el oscuro sótano del museo: descarnarla, organizar sus huesos, presentarlos como un todo sencillo, de organicidad evidente. Pero esta novela es todo menos sencilla. Lo anuncia ya su primera frase, eco de la que abre Moby Dick: si el narrador de Melville instruye, pedagógico, “Llámenme Ismael”, nuestra protagonista inicia categórica, con la seguridad que le otorga su pertenencia de clase: “Mi nombre es Virginia Venecia Moreno”. Es mucho lo que cifra ese nombre, en la Argentina, a fines del siglo XIX. Y ella, a pesar de su corta edad, lo sabe. A Virginia la mueve un único deseo, largamente acariciado: “tener alguna clase de papel, aunque fuera muy secundario en la Historia”. Y puesto que nació mujer, la única manera de lograrlo es, por supuesto, a través de su padre, tiránico dios que apenas si se apercibe de la presencia de su hija impúber.
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Historia natural es también una novela sobre la creación de nuestra Nación por parte de un conjunto de prohombres seducidos por la amoralidad del poder y de la ciencia. En este sentido tiene muchos vasos comunicantes, exploraciones y reflexiones en sintonía con La mujer que escribió Frankenstein –otra novela excelente– de Esther Cross, que también se plantea qué era ciencia y cuáles eran sus límites en los albores de su nacimiento, en su caso, en la Inglaterra decimonónica. Ambas novelas plantean una pregunta muy relevante hoy en día en que biología y tecnología van conformando cada vez más un paisaje tecnosomático indistinguible acerca de la falta de límites éticos que evidencia la voracidad desenfrenada del deseo de conocimiento.
Como en su novela anterior, La sed (2020), ganadora del Premio Nacional de Novela Sara Gallardo al año siguiente, Marina Yuszczuk revisita en esta el horror que anida en eso que une a las cuerpas. Que podemos llamar “vínculo”, “parentesco”, “atracción”, también “rechazo”. ¿Dónde estriba el horror yuszczukiano? ¿En las descuartizaciones que se llevan a cabo, laboriosamente, en el sótano del museo o en la habitación de la madre de Virginia, casi un pólipo gestante, postrada y sin embargo perpetuamente a punto de dar a luz un nuevo niño muerto que toda la familia viajará a enterrar a Buenos Aires, como corresponde, en el cementerio de la Recoleta? ¿En el abandono en que vive y crece nuestra narradora, irrelevante para su padre, inexistente para su madre? ¿En las prácticas y modos de un hombre que no reconoce autoridad superior, que decide sobre la vida y la muerte de quienes lo rodean como un patriarca bíblico?
En Historia natural, Marina Yuszczuk no se guarda nada. Autora en lo más alto de sus potencias narrativas, avanza sobre la historia nacional, sus próceres, sus instituciones desde la perspectiva de un ser insignificante: una hija que no quiere otra cosa que ser reconocida como tal. Desde ese lugar marginal, casi abyecto, arrasa con todo. Usando la ficción, dinamita el relato de la construcción de la patria para mostrarla como lo que es: el ejercicio continuo y sistemático (científico) de la violencia contra todo aquello constituido previamente como otredad.
En diálogo con las tramas y ambientes de Las esferas invisibles o El ojo de Goliat, de Diego Muzzio, Marina Yuszczuk se afirma con Historia natural como una narradora de fuste, de lo mejor que tiene hoy para ofrecer la literatura argentina.