La foto de la victoria de Milei en las elecciones de medio término provocó una euforia financiera que aún persiste: subieron acciones y bonos, el riesgo país cedió y el dólar se aplacó. Pero fuera de la city, la economía real sigue crujiendo. No es una paradoja: cuando la política económica se ordena para el juego de carteras de inversiones especulativas —tasas de interés, títulos de deuda y carry trade— la economía real queda desplazada del centro de la escena y, peor, de la prioridad pública.
El sesgo analítico dominante mira stocks de reservas, curvas de vencimientos de deuda y el tipo de cambio real; mira pantallas y poco o nada de lo que sucede en la evolución general de la economía.
El último reporte de FIDE, dirigido por Mercedes Marcó del Pont, lo resume con precisión: la fiesta financiera convive con “tendencias recesivas” persistentes. La causa es de manual: insuficiencia de la demanda doméstica. Se redujo la masa salarial y se ejecutó un ajuste fuerte del gasto público; hay amplia capacidad ociosa y familias sobreendeudadas.
En ese cuadro, la respuesta oficial vuelve a ser una receta ofertista —flexibilización laboral y rebaja de impuestos—, que la historia económica argentina muestra ha fracasado una y otra vez para impulsar el crecimiento sobre bases sostenibles e inclusivas. Al ancla cambiaria se le agregó otro ancla nominal: los salarios. Desde febrero, esa combinación se tradujo en una inflexión a la baja de la actividad. Así comenzó la segunda recesión del gobierno de Milei: dos años, dos recesiones.
Menos ingresos y menos empleos
Tras las elecciones, la baja paulatina de las tasas de interés busca ordenar y reducir la volatilidad del mercado del crédito. Pero es una condición necesaria, no suficiente. Esta es, por ahora, la apuesta principal del equipo económico: el crédito bancario como motor que traccione la actividad. Sin embargo, existe una potente restricción: el sobreendeudamiento familiar.
Con alta capacidad ociosa, la reactivación exige que la demanda traccione producción e inversión, y eso depende de recomponer la masa salarial: remuneraciones y empleo. Hoy, ocurre lo contrario.
El reporte de FIDE indica que el salario real está estancado o en retroceso y el promedio de las paritarias negociadas es paupérrimo: 1,3% en octubre, 1,6% en noviembre y 1,0% en diciembre, contra una inflación que se sostiene en torno al 2% mensual. A la vez, se desarrolla un mercado de trabajo muy frágil: entre diciembre de 2023 y julio de 2025 se perdieron 253.728 puestos registrados (sumando sector público y privado). Menos ingresos y más incertidumbre equivalen a menos consumo.
El mercado interno se derrite
El informe de Qualy muestra que la industria opera con motores a media marcha: en el acumulado interanual (enero-septiembre) respecto al año 2023, la producción fabril cayó 6,9%. La fuerza inicial de este año se ha agotado, y el sector enfrenta una notable pérdida de dinamismo. Las tarifas de servicios públicos más caras, el crédito con tasas reales muy positivas, la demanda doméstica recesiva y la competencia externa configuran un cóctel corrosivo para el entramado productivo. El resultado es el cierre de empresas: entre noviembre de 2023 y julio de 2025 se perdieron 18.032 unidades productivas. Este número no es una estadística más: son proveedores que desaparecen, empleos que se pierden y capacidades que cuesta años reconstruir.
Los datos de Qualy para septiembre y octubre confirman el deterioro: producción industrial y comercio en contracción por debilidad de la demanda interna. El sector automotriz, que había funcionado como sostén, enfrenta doble presión: exportaciones en caída interanual por pérdida de competitividad y mercados de destino débiles, y un mercado local que se enfrió abruptamente. En el mosaico sectorial, textiles, indumentaria y metalmecánica sufren; alimentos y bebidas logran un crecimiento marginal; equipos de transporte y refinación de petróleo muestran resiliencia. La única excepción relativa es la construcción, sostenida por obra privada y una inversión pública focalizada, que funcionan como contrapeso tenue ante la pérdida de dinamismo general.
El consumo minorista pyme mostró en octubre una variación interanual de –1,4% a precios constantes, según CAME. Hubo repunte mensual por promociones agresivas y por el Día de la Madre, pero no alcanza: los hogares compran “a oportunidad”, concentrando gasto en ofertas y posponiendo bienes durables o no esenciales. La rentabilidad pyme sigue baja, los costos operativos altos y el ánimo de invertir por el piso.
La pinza recesiva de la política económica de Milei
Un termómetro del estrés de caja lo aportan los datos del Banco Central: en septiembre se rechazaron 92.535 cheques por falta de fondos, el mayor registro desde junio de 2020.
Si el veranito poslectoral tiene combustible por la reducción de la incertidumbre política, la economía real todavía no reacciona por salarios planchados como herramienta antiinflacionaria, tarifas en alza, crédito caro y apertura importadora.
Esta combinación es una pinza: por un lado, la demanda se retrae; por otro, las importaciones ganan terreno y desplazan producción local. El resultado es una recuperación que no llega o llega a pocos sectores.
El Gobierno sostiene que el rebote vendrá de la “confianza” empresarial, del crédito bancario y de la flexibilidad laboral. Sin recomposición de ingresos y empleo, la demanda no despega; sin demanda, la inversión productiva no se despierta; sin inversión, la productividad no crece; y sin productividad, la desinflación se vuelve recesiva y frágil.
Es un círculo vicioso que las pantallas financieras no muestran, pero que se siente en la vida cotidiana de la mayoría de la población que padece la recesión mileísta.
